Que el
amor a la voluntad de Dios significada en los mandamientos nos lleva al amor de
los consejos.
El
alma que ama a Dios, de tal manera queda transformada en su santísima voluntad,
que más bien merece ser llamada voluntad de Dios, que obediente o sujeta a la
voluntad divina, por lo cual dice Dios por Isaías que llamará a la Iglesia
cristiana con su nombre nuevo que pronunciará el Señor con su propio boca, y lo
marcará y grabará en el corazón de sus fieles, y este nombre será Mi voluntad
en ella, como si dijera que, entre los que no son cristianos, cada uno tiene su
voluntad propia dentro de su corazón; pero, entre los verdaderos hijos del
Salvador, cada uno dejará su propia voluntad y no habrá más que una sola
voluntad dueña, rectora y universal.. que animará, gobernará y dirigirá todas
las almas, todos los corazones, todas las voluntades, y el nombre de honor de
los cristianos no será otro que la voluntad de Dios en ellos, voluntad que
reinará sobre todas las voluntades y las transformará todas en sí misma, de
suerte que la voluntad de los cristianos y la voluntad de Dios no serán más que
una sola voluntad. Lo cual
se realizó perfectamente en la primitiva Iglesia, cuando, como dice el glorioso
San Lucas, en la multitud de los creyentes no había más que un solo corazón y
una sola alma. Cuando el espíritu se rebela, quiere que su corazón sea dueño de
sí mismo y que su propia voluntad sea soberana como la de Dios. Y no quiere que
la voluntad divina reine sobre la suya, sino que quiere ser dueño absoluto y no
depender de nadie. ¡Oh Señor eterno, no lo permitáis, antes haced que jamás se
cumpla mi voluntad, sino la vuestra. Cuando nuestro amor a la voluntad de Dios
ha llegado ya al colmo, no nos contentamos con hacer solamente la voluntad
divina, significada en los mandamientos, sino que, además, nos sometemos a la
obediencia de los consejos, los cuales no se nos dan sino para que observemos
más perfectamente los mandamientos a los cuales también se refieren. El Señor,
durante su vida en este mundo, dio a conocer su voluntad, en muchas cosas, por
manera de mandato, y, en muchas otras, la significó tan sólo por manera de
deseo; porque alabó mucho la castidad, la pobreza, la obediencia y la
resignación perfecta, la abnegación de la propia voluntad, la viudez, el ayuno,
la oración ordinaria, y lo que dijo de la castidad, a saber, que el que pudiese
obtener el premio, que lo tomase, lo dijo también de todos los demás consejos.
Ante este deseo, los cristianos más animosos han puesto manos a la obra, y,
venciendo todas las resistencias todas las concupiscencias y todas las dificultades,
han llegado a alcanzar la perfección y se han sujetado a la estrecha
observancia de los deseos de su Rey, obteniendo, por este medio, la corona de
la gloria. Dios no sólo escucha la oración de sus fieles, sino también sus solos
deseos y la sola preparación de sus corazones para orar; tan favorable es y tan
propicio a hacer la voluntad de los que le aman. ¿Por qué, pues, no hemos de
ser nosotros recíprocamente celosos de seguir la santa voluntad de nuestro Señor,
de suerte que no sólo hagamos lo que manda, sino también lo que da a entender
que le agrada y desea? Las almas nobles, para abrazar un designio, no tienen
necesidad de otro motivo que el saber que su Amado lo desea.
Que
el desprecio de los consejos evangélicos es un gran pecado.
Las
palabras con las cuales nuestro Señor nos exhorta a desear la perfección y a
tender a ella son tan enérgicas y apremiantes, que no es posible disimular la
obligación que nos incumbe de comprometernos a realizar este intento. Sed santos
-dice- puesto que Yo soy santo. El que es justo justifíquese más y más, y el
santo más y más se santifique. Sed perfectos como vuestro Padre celestial es
perfecto. Las virtudes no poseen su cabal medida y suficiencia hasta que
engendran, en nosotros, deseos de hacer progresos, que, como semillas espirituales,
sirven para la producción de nuevos actos de virtud. Y la virtud no posee el
grano o la pepita de estos deseos, no se encuentra en el grado debido de su
suficiencia y madurez. Nada, a la verdad, es estable y fijo en este mundo, pero
del hombre se ha dicho de una manera más particular que jamás permanece en un
mismo estado. Es, pues, necesario que adelante o que vuelva atrás. No digo que sea
pecado el no practicar los consejos. No lo es, ciertamente, porque en esto
estriba la diferencia entre el mandamiento y el consejo, en que el mandamiento
obliga bajo pena de pecado y el consejo nos invita sin pena de pecado. Digo,
con todo, que es un gran pecado despreciar el deseo de la perfección cristiana,
y más aún despreciar la invitación por la cual nuestro Señor nos llama a ella,
y es una impiedad intolerable despreciar los consejos y los medios que nuestro
Señor nos indica para alcanzarla. Se puede, sin pecado, no seguir los consejos,
debido a tener puesto el afecto en otras cosas, por ejemplo se puede no vender
lo que se posee y no darlo a los pobres por falta de valor para una renuncia
tan grande. Puede uno casarse por amor a una mujer o por no tener la fuerza que
se requiere para emprender la guerra contra la carne. Pero hacer expresa
profesión de no seguir ni uno solo de los consejos, esto no se puede hacer, sin
que redunde en desprecio de quien los ha dado. No seguir el consejo de guardar
la virginidad para casarse, no es una cosa mala; pero casarse, por preferir el
matrimonio a la castidad, tal como lo hacen los herejes, es un gran desprecio
del consejero o del consejo. Beber vino contra el parecer del médico, cuando
uno se siente vencido por la sed o por la ilusión de beber, no es, propiamente,
despreciar al médico ni su consejo, pero decir: no quiero seguir el parecer del
médico, no puede ser sino efecto de la poca estima en que se le tiene. Ahora
bien, entre los hombres, es posible despreciar sus consejos sin despreciar a los
que los dan, porque no es despreciar a un hombre creer que se ha equivocado. Pero,
cuando se trata de Dios, no aceptar su consejo y despreciarlo, no puede ser
sino efecto de estimar que no ha aconsejado bien, lo cual no se puede pensar
sin espíritu de blasfemia, ya que ello equivale a suponer que Dios no es
suficientemente bueno para querer o aconsejar bien. Lo mismo se diga de los
consejos de la Iglesia, la cual, por razón de la continua asistencia del
Espíritu Santo, que la ilustra y la guía por el camino de la verdad, nunca
puede dar un mal consejo.
Prosigue
el discurso precedente. Cómo todos deben amar, aunque no practicar, todos los
consejos evangélicos, y cómo, a pesar de ello, debe cada uno practicar los que
puede.
Aunque
cada cristiano, en particular, no puede ni debe practicar todos los consejos,
está, empero, obligado a amarlos, porque todos son buenos. Alegrémonos
cuando veamos que otras personas emprenden el camino de los consejos que
nosotros no debemos o no podemos practicar; roguemos por ellos, bendigámosles,
favorezcámosles y ayudémosles, porque la caridad nos obliga a amar no sólo lo
que es bueno para nosotros, sino también lo que es bueno para el prójimo. Daremos
suficientes pruebas de que amamos todos los consejos, cuando observemos devotamente
los que son conformes con nuestra manera de ser; porque, así como el que cree
un artículo de fe, por haberlo Dios revelado con su palabra, anunciada y
declarada por la Iglesia, no puede dejar de creer los demás, y el que observa
un mandamiento, por verdadero amor de Dios, está presto a observar los demás,
cuando se ofrezca la ocasión, asimismo el que ama y aprecia un consejo
evangélico, porque Dios 1o ha dado, no puede dejar de apreciar los demás, pues
son todos de Dios. Ahora bien, nosotros podemos fácilmente practicar algunos,
aunque no todos a la vez, porque Dios ha dado muchos para que cada uno pueda
observar algunos y para que no haya día en el cual no se ofrezca alguna ocasión
de practicarlos Exige la caridad que, para ayudar a vuestro padre o a vuestra
madre, viváis con ellos; pero, sin embargo, conservad el amor y la afición al
retiro y no tengáis puesto el corazón en la casa paterna, sino en la medida
necesaria para hacer en ella 1o que la caridad requiere. No es conveniente, por
causa de vuestro estado, que guardéis una castidad perfecta; guardad, empero, a
1o menos, la que, sin faltar a la caridad, os sea posible guardar. El que no
pueda hacerlo todo, que haga alguna parte. No estáis obligados a ir en pos del
que os ha ofendido, porque es él quien ha de volver sobre sí y ha de acudir a
vosotros para daros satisfacción, pues, de él ha procedido la injuria y el ultraje;
pero haced lo que el Salvador os aconseja: adelantaos a hacerle bien,
devolvedle bien por mal: echad sobre su cabeza y sobre su corazón ascuas
encendidas de caridad, que todo lo abrasen y le fuercen a amarlas. No
estáis obligados por el rigor de la ley a dar limosna a todos los pobres que
encontréis, sino tan sólo a los que tengan de ella gran necesidad; pero, según
el consejo del Salvador, no dejéis de dar a todos los indigentes que os salgan
al paso, en cuanto vuestra condición y vuestras verdaderas necesidades lo
permitan. Tampoco estáis obligados a hacer ningún voto, pero haced, con todo,
algunos, los que vuestro padre espiritual juzgue a propósito para vuestro
adelantamiento en el amor divino. Podéis libremente beber vino dentro de los límites
de la templanza; pero, según el consejo de San Pablo a Timoteo, bebed tan sólo
el que fuere menester para entonar vuestro estómago. Hay en los consejos
diversos grados de perfección. Prestar a los pobres, fuera de los casos de
extrema necesidad, es el primer grado del consejo de la limosna, el dar la
propia persona, consagrándola al servicio de los pobres. Visitar a los
enfermos, que no lo están de extrema gravedad, es un acto muy laudable de
caridad; servirles es aún mejor; pero dedicarse a su servicio, es lo más
excelente de este consejo, que los clérigos de la Visitación de enfermos
practican, en virtud de su propio instituto, como también muchas señoras, a imitación
de aquel gran santo, Sansón, noble y médico romano, el cual, en la ciudad de
Constantinopla, donde fue sacerdote, se dedicó enteramente, con admirable
caridad, al servicio de los enfermos, en un hospital que comenzó a construir
allí, y que levantó y terminó el emperador Justiniano; y a imitación, asimismo,
de las santas Catalina de Sena y de Génova de Isabel de Hungría y de los
gloriosos amigos de Dios, San Francisco e Ignacio de Loyola, que, en los
comienzos de sus Religiones, practicaron estos ejercicios con un ardor y un provecho
espiritual incomparable. La
perfección de las virtudes tiene cierta extensión, y, por lo regular, no
estamos obligados a practicarlas hasta el grado máximo de su excelencia; basta
que penetremos en este ejercicio tanto cuanto sea necesario para que nos
hallemos en él. Pero pasar más adelante y avanzar más lejos en la perfección es
un consejo; los actos heroicos de las virtudes no están ordinariamente
mandados, sino tan sólo aconsejados. Pues bien, la perfecta imitación del
Salvador consiste en la práctica de los actos heroicos de virtud, y el
Salvador, como dice Santo Tomás tuvo, desde el primer instante de su concepción
todas las virtudes en grado heroico, y, por mejor decir, más que heroico, pues
no era simplemente más que hombre sino infinitamente más hombre es decir,
verdadero Dios.
Cómo
nos hemos de conformar con la voluntad divina significada por las
inspiraciones, y, en primer lugar, de la variedad de medios por los cuales Dios
nos Inspira.
La
inspiración es un rayo celestial, que lleva a nuestros corazones una luz
cálida, la cual nos hace ver el bien y nos enardece para buscarlo con fervor.
Sin la inspiración, nuestras almas vivirían perezosamente, impedidas e
inútiles; pero, al llegar los divinos rayos de la inspiración, sentimos la
presencia de una luz mezclada de un calor que da vida, la cual ilumina nuestro
entendimiento, despierta y alienta nuestra voluntad y le da fuerzas para querer
y hacer el bien que se requiere para nuestra eterna salvación. Dios alienta e
inspira en nosotros los deseos y las intenciones de su amor. Los medios para inspirar, de los cuales se
vale, son infinitos. San Antonio, San Francisco, San Anselmo y otros mil,
recibían con frecuencia las inspiraciones por la vista de las criaturas. El
medio ordinario es la predicación; pero, algunas veces, aquellos a quienes la
palabra no aprovecha son instruidos por las tribulaciones, según el decir del
profeta: La aflicción dará inteligencia al oído, o sea, los que al oír las
amenazas del cielo sobre los malos, no se enmiendan, aprenderán la verdad por
los acontecimientos y los hechos y llegarán a ser cuerdos mediante la aflicción.
Santa María Egipciaca se sintió inspirada al ver una imagen de Nuestra Señora;
San Antonio, al oír el Evangelio que se lee en la misa: San Agustín, al oír
contar la vida de San Antonio; el duque de Gandía, al contemplar el cadáver de
la emperatriz difunta; San Pacomio, ante un ejemplo de caridad; San Ignacio de
Loyola, con la lectura de las vidas de los santos. Cuando
yo era joven, en París, dos estudiantes, uno de los cuales era hereje, pasaban
una noche por el arrabal de Saint Jacques, en una francachela, cuando oyeron el
toque de maitines de los cartujos. Preguntó el hereje a su compañero cuál era
el motivo de ello, y explícóle éste con qué devoción se celebraban los divinos
oficios en aquel monasterio. ¡Dios mío exclamó qué diferente es del nuestro el
ejercicio de estos religiosos! ellos hacen el oficio de los ángeles y nosotros
el de los brutos animales, y, queriendo ver por experiencia, al día siguiente,
lo que sabía por el relato de su compañero, encontró a aquellos padres en sus
asientos del coro, colocados como estatuas de mármol, inmóviles, en una serie
de nichos, sin pensar en otra cosa que en la salmodia, que recitaban con una
atención y una devoción verdaderamente angélicas, según la costumbre de esta
santa orden; tanto, que aquel pobre joven, arrebatado por la admiración, fue
presa de una gran consolación, al ver a Dios tan bien adorado entre los
católicos, y tomó la resolución, como lo hizo más tarde, de ingresar en el seno
de la Iglesia, verdadera y única esposa de Aquel que le había visitado con su
inspiración, en el mismo lugar infame y abominable en que estaba.
Las
almas que no se limitan a hacer lo que por medio de los mandamientos y de los
consejos exige de ellas el divino Esposo, sino que, además, están prontas para
seguir las santas inspiraciones, son las que el Padre celestial tiene dispuestas
para ser esposas de su Hijo muy amado. De
la unión de nuestra voluntad con la de Dios en las inspiraciones que se nos dan
para la práctica extraordinaria de las virtudes, y de la perseverancia en la
vocación, primera señal de la, inspiración. Hay inspiraciones que tienden tan
sólo a una extraordinaria perfección de los ejercicios ordinarios de la vida
cristiana. La caridad con los pobres es un ejercicio ordinario de los verdaderos
cristianos, pero ejercicio ordinario que fue practicado con extraordinaria
perfección por San Francisco y por Santa Catalina de Sena, cuando llegaron a
lamer y a chupar las úlceras de los leprosos y de los cancerosos, y por el glorioso
San Luis, cuando servía de rodillas y con la cabeza descubierta a los enfermos,
lo cual llenó de admiración a un abad del Císter, que le vio manejar y cuidar
en esta postura a un desgraciado enfermo lleno de ulceras horribles y cancerosas.
Y también era una práctica bien extraordinaria la de este santo, la de servir a
la mesa a los pobres más viles y abyectos y comer las sobras de sus escudillas. El
gran Santo Tomás es del parecer de que no conviene consultar mucho ni deliberar
largamente sobre la inclinación que podamos sentir a entrar en alguna bien
constituida Religión, y da la razón de ello: porque apareciendo el estado
religioso aconsejado por nuestro Señor, en el Evangelio, ¿qué necesidad hay de
muchas consultas? Basta hacer una buena a pocas personas que sean prudentes y
capaces de aconsejar en este negocio, y que puedan ayudamos a tomar una rápida
y sólida resolución. Pero, una vez hemos deliberado y nos hemos resuelto en
esta materia, como en todas las que se refieren al servicio de Dios, es
menester que permanezcamos firmes e invariables, sin dejarnos conmover por
ninguna clase de apariencia de un mayor bien, porque, como dice el glorioso San
Bernardo, el espíritu maligno, para distraernos de acabar una obra buena, nos
propone otra que parece mejor, y, una vez hemos comenzado ésta, nos presenta
una tercera, contentándose con que empecemos muchas veces, con tal que nada
llevemos a buen fin. Tampoco conviene pasar de una comunidad religiosa a otra
sin motivos de mucho peso, dice Santo Tomás.
Es
necesario que vayamos a donde la inspiración nos impele, sin cambiar de rumbo
ni volver atrás, sino marchando hacia donde Dios ha vuelto su rostro, sin mudar
de parecer.
El
que anda por el buen camino, se salva. Pero sucede, a veces, que se deja lo
bueno para buscar lo mejor, y, al dejar el uno, no se encuentra el otro. Vale
más la posesión de un pequeño tesoro encontrado, que el deseo de otro mayor que
aun se ha de buscar. Es sospechosa la inspiración que nos inclina a dejar un
bien presente, para andar a caza de otro mejor, pero futuro. Un joven
portugués, llamado Francisco Bassus, era admirable no sólo en la divina elocuencia,
sino también en la práctica de las virtudes, bajo la dirección del bienaventurado
Felipe Neri, en su congregación del Oratorio, en Roma. Ahora bien, creyó que se
sentía inspirado a dejar esta santa asociación, para ingresar en una orden
religiosa propiamente dicha, y, al fin, resolvióse a hacerla. Pero el
bienaventurado Felipe, que asistió a su recepción en la orden de Santo Domingo,
lloraba amargamente. Habiéndole preguntado Francisco María Tauruse, que después
fue arzobispo de Sena y cardenal, por qué derramaba tantas lágrimas: Lamento -
dijo -la pérdida de tantas virtudes. En
efecto, aquel joven tan excelentemente juicioso y devoto en la congregación del
Oratorio, en cuanto entró en religión fue tan inconstante y voluble, que, agitado
por diversos deseos de novedades y de mudanzas, dio después grandes y enojosos
escándalos. Así nuestro enemigo, al ver que un hombre, inspirado por Dios
emprende una profesión o un método de vida apropiado a su avance en el amor
celestial, le persuade que emprenda otro camino, de mayor perfección, en
apariencia, y, después de haberle desviado del primero, poco a poco le hace
imposible la marcha por el segundo, y le propone un tercero, para que ocupándole
en la busca continua de diversos y nuevos medios de perfección, le impida
emplear alguno si por consiguiente, llegar al fin por el cual los había
buscado, que es la perfección. Habiendo,
pues, cada uno encontrado la voluntad de Dios, en su vocación, procure
permanecer santa y amorosamente en ella, y practicar los ejercicios propios de
la misma, según el orden de la prudencia y con el debido celo de la perfección.
De la
unión de la voluntad humana con la de Dios en las inspiraciones que van contra
las leyes ordinarias, y de la paz y dulzura de corazón, segunda señal de la inspiración.
De
esta manera, pues, conviene proceder en las inspiraciones que no son
extraordinarias, sino tan sólo en cuanto nos mueven a practicar con
extraordinario fervor y perfección los ejercicios ordinarios del cristiano.
Pero hay otras inspiraciones, que se llaman extraordinarias, no sólo porque
hacen que el alma adelante más allá del paso ordinario, sino también porque la
llevan a realizar acciones contrarias a las leyes, reglas y costumbres comunes
de la santa Iglesia, y, por lo tanto, son más admirables que imitables. Un
joven dio un puntapié a su madre, y, herido de un vivo arrepentimiento, fue a
confesarse con San Antonio de Padua, el cual, para imprimir en su alma el
horror a su pecado, le dijo, entre otras cosas: Hijo mío, el pie que ha servido
de instrumento a tu malicia merecería ser cortado; lo cual tomó el joven tan en
serio, que, de regreso a casa de su madre, arrebatado de un vivo sentimiento de
contrición, se cortó el pie. Las palabras del santo no hubieran tenido tanta,
fuerza, según su alcance ordinario, si Dios no hubiese añadido su inspiración,
pero inspiración tan extraordinaria, que hubiera podido ser tenida por
tentación, si el milagro de la soldadura del pie cortado, obrado por la
bendición del santo, no la hubiese autorizado. Una de las mejores señales de la bondad de
todas las inspiraciones, y, particularmente, de las extraordinarias, es la paz
y la tranquilidad en el corazón que las recibe; porque el divino espíritu es,
en verdad, violento, pero con violencia dulce, suave y apacible. Se presenta
como un viento impetuoso y como un rayo celestial, pero no derriba ni turba a
los apóstoles; el espanto que su ruido causa en ellos es momentáneo y va
inmediatamente acompañado de una dulce seguridad. Por esto su fuego se sienta
sobre cada uno de ellos, como tornando allí, y dando a, la vez, un santo
reposo; y, así como el Salvador es llamado apacible o pacífico Salomón, su
esposa es llamada Sunamitis, tranquila, e hija de la paz; y la voz, es decir,
la inspiración del Esposo, no la agita ni la turba en modo alguno, sino que,
antes bien, la atrae con tanta suavidad que la hace dulcemente derretirse y
produce como una transfusión de su alma en El. Mi alma -dice ella- se ha derretido
cuando ha hablado mi Amado. Y aunque ella sea belicosa y guerrera, es, a la vez,
de tal manera apacible, que, en medio de
los ejércitos y de las batallas, prosigue en sus acordes de una melodía sin
igual. ¿Qué veréis - dice - en la Sunamitis, sino los coros de los ejércitos?
Sus ejércitos son coros, es decir, conciertos de cantores, y sus coros son ejércitos,
porque las armas de la Iglesia y las del alma devota no son otra cosa que las
oraciones, los himnos, los cantos y los salmos. Así, los siervos de Dios que
han sentido las más altas y sublimes inspiraciones han sido los más dulces y
las más apacibles del universo: Abraham, Isaac y Jacob. Moisés es calificado
como el mis suave de todos las hombres; David es recomendado por su
mansedumbre. Al contraríe, el maligno espíritu es turbulento, áspero, inquieto,
y los que siguen sus sugestiones infernales, creyéndolas inspiraciones del
cielo, son fáciles de conocer, porque son turbulentos, testarudos, arrogantes;
emprenden y revuelven muchos negocios; todo lo trastornan de arriba a abajo, so
pretexto de celo; censurar a todo el mundo, reprenden, lo critican todo:
personas sin norte, sin condescendencia, nada soportan, y ponen en juego las
pasiones del amor propio, bajo el nombre de celo por honor divino.
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