24 DE SEPTIEMBRE
NUESTRA SEÑORA DE LA MERCED
Epístola – Eccli; XXIV, 14-16
Evangelio – San Lucas; XI, 27-28
FORTALEZA Y SUAVIDAD. — Se termina septiembre
con la lectura del libro de Judit y el de Ester en el Oficio del Tiempo. Dos libertadoras gloriosas, que fueron figura de María; el nacimiento de María ilumina este mes
con un resplandor tan claro, que, sin esperar más, el mundo siente ya su ayuda.
Adonaí, Señor, tú eres grande; te admiramos, oh Dios, a ti, que pones la
salvación en manos de la mujer1; de este modo abre la Iglesia la historia
de la heroína que salvó a Vetulia con la espada, mientras la sobrina de
Mardoqueo tan sólo empleó, para librar de la muerte a su pueblo, halagos y
peticiones. Dulzura en una, valentía en otra, y en las dos belleza; pero la Reina
que se escogió el Rey de reyes, lo eclipsa todo con su perfección sin igual;
ahora bien, la presente fiesta es un monumento del poder que despliega para
poner también ella en libertad a los suyos.
LA ESCLAVITUD. — La Media Luna no se extendía ya más.
Rechazada en España, contenida en Oriente por el reino latino de Jerusalén, se
la vió a lo largo del siglo x n hacer más que nunca esclavos entre los piratas,
ya que no podía tenerlos conquistando nuevas regiones. Menos molestada por los
cruzados de entonces, el Africa sarracena cruzó el mar para sostener el mercado
musulmán. Se estremece el alma al pensar en tantísimos desgraciados de toda
clase, sexo y edad, arrebatados de las costas de los países cristianos o
apresados, mar adentro y rápidamente repartidos entre el harén y la mazmorra.
Con todo, hubo allí, en el secreto espantoso de prisiones sin historia,
admirables heroísmos con que se honró tanto a Dios como en las luchas de los
mártires antiguos que con razón llenan el mundo con su fama; después de doce
siglos, bajo de la mirada de los Angeles, allí encontró María ocasión de abrir
horizontes, en los dominios de la caridad, a aquellos cristianos libres que,
dedicándose a salvar a sus hermanos, quisiesen dar ellos también pruebas de un
heroísmo desconocido hasta entonces. ¿Y no está aquí harto bien justificada, la
razón que permite el mal pasajero en este mundo? El cielo que tiene que ser eterno, sin el mal no seria tan bello. Cuando en 1696,
Inocencio XII extendió la fiesta de hoy a la Iglesia universal, no hizo más que
ofrecer al mundo agradecido el medio de hacer una declaración tan universal
como lo era el beneficio.
LAS ORDENES REDENTORAS. — En su origen, la Orden
de la Merced, fundada, si así se puede decir, en pleno campo de batalla contra
los Moros, contó más caballeros que clérigos; cosa que no ocurría en la Orden
de la Santísima Trinidad, que la precedió veinte años. Se la llamó la Orden
real, militar y religiosa de Nuestra Señora de la Merced para la redención de cautivos.
Sus clérigos se dedicaban de modo más especial al cumplimiento del Oficio del
coro en las encomiendas; los caballeros vigilaban las costas y desempeñaban la
comisión peligrosa de rescatar a los prisioneros cristianos. San Pedro Nolasco
fué el primer Comendador o gran Maestre de la Orden; al hallarse sus preciosos
restos, se encontró al santo todavía armado de la coraza y de la espada. Leamos
las líneas siguientes, en las que la Iglesia nos da hoy su pensamiento,
recordando hechos ya conocidos. Cuando el yugo sarraceno pesaba con todo su
peso sobre la mayor parte de España y la más rica, y eran innumerables los desgraciados
creyentes que en una espantosa esclavitud estaban expuestos al peligro
inminente de renegar de la fe y de olvidar su salvación eterna, la
bienaventurada Reina de los cielos, acuidiendo con bondad a tantos males,
demostró su gran caridad para rescatar a los suyos. Se apareció a San Pedro Nolasco,
cuya piedad corría parejas con su fortuna, el cual, meditando en la presencia de Dios, pensaba sin cesar en el
medio de socorrer a tantos desgraciados cristianos prisioneros de los moros;
dulce y propicia, la bienaventurada Virgen se dignó decir que para Ella y para
su único Hijo sería muy agradable, el que se fundase en su honor una Orden
religiosa a la que incumbiese la tarea de libertar a los cautivos de la tiranía
de los Turcos. Animado con esta visión del cielo, es imposible expresar en qué ardor
de caridad se abrasaba el varón de Dios; no tuvo más que un pensamiento en su
corazón: entregarse él, y la Orden que debía fundar, a la práctica de esta
altísima caridad que consiste en entregar su vida por sus amigos y por su
prójimo. Fue bien, la misma noche, la Santísima Virgen se aparecía al bienaventurado
Raimundo de Peñafort y al rey Jaime I de Aragón, haciéndoles saber igualmente
su deseo respecto a los dichos religiosos y rogándolos se ocupasen en una obra
de tal importancia. Pedro, pues, acudió rápidamente y se puso a los pies de
Raimundo, que era su confesor, para referirle todo; se encontró con que estaba
instruido de lo alto, y se sometió humildemente a su dirección. El rey Jaime llegó
entonces, favorecido también de las revelaciones de la bienaventurada Virgen y
resuelto a llevarlas adelante. Por lo cual, después de tratarlo entre ellos, de
común acuerdo tomaron a su cuenta el instituir en honor de la Virgen Madre la
Orden que se llamaría de Santa María de la Merced para la Redención de cautivos. El diez de agosto, pues, del año del Señor 1218, el rey Jaime llevó
al cabo el proyecto anteriormente madurado por estos santos personajes; los
nuevos religiosos se obligaban, por un cuarto voto, a quedar en rehenes bajo
del poder de los paganos, si era ello necesario para la liberación de los
cristianos. El rey les concedió llevar en el pecho sus propias armas; tuvo empeño
en conseguir de Gregorio IX la confirmación de un instituto religioso que practicaba
una caridad tan eminente con el prójimo. Pero el mismo Dios, por medio de la
Virgen Madre, dió también tales acrecentamientos a la obra que fué pronto
felizmente conocida en todo el mundo; contó multitud de sujetos notables en
santidad, piedad, caridad, recogiendo las limosnas de los fieles de Jesucristo
y empleándolas en el rescate del prójimo, entregándose más de una vez a sí
mismos para la liberación de muchísimos. Convenía que por tal institución y por
tantos beneficios se diesen a Dios dignas acciones de gracias y también a la
Virgen Madre; y por eso, la Sede Apostólica, después de otros mil privilegios
con que había colmado a esta Orden, dispuso la celebración de esta fiesta
particular y de su Oficio.
NUESTRA SEÑORA LIBERTADORA. — ¡Sé, bendita, oh tú,
gloria de tu pueblo y alegría nuestra M El día de tu Asunción gloriosa subiste
por nosotros a tomar posesión de tu título de Reina2; los anales del linaje
humano están llenos de tus intervenciones misericordiosas. Por millones se
cuentan los que dejaron caer sus grillos gracias a tu protección, y los cautivos
que sacaste del infierno sarraceno, vestíbulo del de Satanás. Ha bastado siempre
tu sonrisa para disipar las nubes, para secar las lágrimas de este mundo, que
saltaba de gozo al recordar hace poco tu nacimiento. ¡Cuántos dolores hay
todavía hoy en el mundo! ¡Tú misma quisiste saborearlos durante tu vida mortal
en el cáliz del sufrimiento! para algunos, dolores fecundos, dolores santificadores;
pero ¡qué lástima!, dolores estériles y perniciosos también en los desgraciados
amargados por la injusticia social, para quienes la esclavitud de la fábrica,
las mil formas de explotación del débil por el fuerte, pronto se echa de ver
que son peor que la esclavitud de Argel o de Túnez. Tú sola, oh María, puedes
desenredar esas cadenas tan enmarañadas con que. el príncipe del mundo irónicamente
tiene apresada a una sociedad que él extravió en nombre de las grandes palabras
de igualdad y de libertad. Dígnate intervenir y prueba que eres Reina. El mundo
entero, todo el género humano te dice como Mardoqueo a la que había criado: Habla
al Rey por nosotros y líbranos de la muerte.
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