CAP. II
(CONTINUACION)
San Pacomio, cuando todavía era un joven soldado y no conocía a Dios,
alistado bajo las banderas del ejército que Constantino había levantado contra
el tirano Majencío, se alojó, con el batallón a que pertenecía, en una pequeña
ciudad situada no muy lejos de Tebas, donde, no sólo él, sino todo el ejército,
se halló falto de toda clase de víveres. Llegó ello a noticia de los habitantes
de aquel lugar, que por feliz providencia eran fieles de Jesucristo, y
proveyeron en seguida a la necesidad de los soldados, con tanta solicitud,
cortesía y afecto, que Pacomio se sintió arrebatado de admiración, y, como preguntase
qué gente era aquella, tan bondadosa, amable y simpática, le dijeron que eran
cristianos, e, inquiriendo acerca de su ley y de su manera de vivir, supo que
creían en Jesucristo, hijo unigénito de Dios, y que hacían bien a toda clase de
personas, con la firme esperanza de recibir del mismo Dios una espléndida
recompensa. El pobre Pacomio, aunque de buen natural, habla dormido hasta entonces
el sueño de la infidelidad; y he aquí que, de repente, encontrase con Dios en
la puerta de su corazón, y, por el buen ejemplo de aquellos cristianos, como
por una dulce voz, llámale y despertóle y le infundió el primer sentimiento del
calor vivificante de su amor. Porque, apenas oyó hablar, como acabo de decir,
de la amable ley del Salvador, cuando, lleno todo él de una nueva luz y de una
consolación interior, retírese aparte, y, después de haber reflexionado durante
algún tiempo consigo mismo, exhalando un suspiro, exclamó en son de súplica,
levantando las manos al cielo: Señor Dios, que habéis hecho el cielo y la
tierra, si os dignáis dirigir vuestra mirada sobre mi bajeza y sobre mi pena y
darme el conocimiento de vuestra divinidad, os prometo serviros y obedecer vuestros
mandamientos toda mi vida. Después de este ruego y de esta promesa, el amor al
verdadero bien y a la piedad tomaron en él un tan grande incremento, que no
cesó jamás de practicar mil y mil ejercicios de virtud. Te ruego, pues Teótimo, que veas como Dios va hundiendo suavemente y
poco a poco la gracia de su inspiración dentro de los corazones que la aceptan,
atraYéndolos hacia sí, de peldaño en peldaño, por esta escala de Jacob.
del sentimiento del amor divino que se
recibe
por la fe
Dios propone los misterios de la fe a nuestra alma entre las
obscuridades y las tinieblas, de suerte que no vemos las verdades, sino que tan
sólo las entrevemos, tal como ocurre cuando la tierra está cubierta de niebla,
Y, sin embargo, esta obscura claridad de la fe, una vez ha penetrado en nuestro
espíritu, no por la fuerza de los discursos y de los argumentos, sino por la
sola suavidad de su presencia, se hace creer y obedecer con tanta autoridad,
que la certeza que nos da de la verdad sobrepuja a todas las demás certezas del
mundo, y de tal manera sujeta todo nuestro espíritu con todos sus
razonamientos, que, comparados con ella, no merecen crédito alguno. El Espíritu
Santo, que anima al cuerpo de la Iglesia, habla por boca de sus jefes, según la
promesa del Señor. Los doctores, con sus estudios y discursos, proponen la
verdad, pero son los rayos del sol de Justicia los que dan la certeza y
producen el asenso. Esta seguridad que el espíritu humano siente por las cosas
divinas; y por los misterios de la fe, comienza por un sentimiento amoroso de
complacencia, que la voluntad recibe de la hermosura y de la suavidad de la
verdad propuesta; de suerte que la fe Supone un comienzo de amor que nuestro
corazón siente por las cosas divinas.
del gran sentimiento de amor que recibimos
por la
santa esperanza.
Nuestro corazón, por un profundo y secreto instinto, en todas sus
acciones pretende la felicidad y tiende hacia ella, y la busca de acá para
allá, como a tientas, sin saber donde está ni en qué consiste, hasta que la fe se
la muestra y le descubre acerca del sumo bien en seguida con habiendo encontrado
el tesoro que buscaba, que contento en el pobre corazón humano, qué gozo, qué
complacencia en el amor! ¡He encontrado al que buscaba mi alma, sin conocerle!
No sabía a donde apuntaban mis pretensiones, cuando nada de cuanto deseaba me
complacía, porque no sabía lo que buscaba. Quería amar, y no conocía lo que
había de amar; por lo que, no dando mí deseo con el verdadero amor, mi amor estaba
siempre en un verdadero, pero indefinido deseo; presentía el amor para
desearlo, pero no sentía suficientemente la bondad que convenía amar para
practicar el verdadero amor la aceptan, atraYéndolos hacia sí, de peldaño en
peldaño, por esta escala de Jacob.
Del sentimiento del amor divino que se
recibe
por la fe
Dios propone los misterios de la fe a nuestra alma entre las
obscuridades y las tinieblas, de suerte que no vemos las verdades, sino que tan
sólo las entrevemos, tal como ocurre cuando la tierra está cubierta de niebla,
Y, sin embargo, esta obscura claridad de la fe, una vez ha penetrado en nuestro
espíritu, no por la fuerza de los discursos y de los argumentos, sino por la
sola suavidad de su presencia, se hace creer y obedecer con tanta autoridad,
que la certeza que nos da de la verdad sobrepuja a todas las demás certezas del
mundo, y de tal manera sujeta todo nuestro espíritu con todos sus
razonamientos, que, comparados con ella, no merecen crédito alguno. El Espíritu
Santo, que anima al cuerpo de la Iglesia, habla por boca de sus jefes, según la
promesa del Señor. Los doctores, con sus estudios y discursos, proponen la
verdad, pero son los rayos del sol de Justicia los que dan la certeza y
producen el asenso. Esta seguridad que el espíritu humano siente por las cosas
divinas y por los misterios de la fe, comienza por un sentimiento amoroso de
complacencia, que la voluntad recibe de la hermosura y de la suavidad de la
verdad propuesta; de suerte que la fe Supone un comienzo de amor que nuestro
corazón siente por las cosas divinas.
del gran sentimiento de amor que recibimos por la
santa esperanza.
Cómo el amor se practica en la esperanza
Cuando el entendimiento humano se aplica convenientemente a considerar
lo que la fe le descubre acerca del sumo bien, en seguida concibe la voluntad
una extrema, complacencia en este divino objeto, el cual, por estar ausente,
hace concebir un deseo más ardiente de su presencia. La esperanza no es otra
cosa que la amorosa complacencia que sentimos en la espera y en la pretensión
de nuestro sumo bien: todo, en ello, se Se reduce al amor. En cuanto la fe me
muestra mi sumo bien, lo amo, y, porque está ausente, lo deseo y, al saber que
quiere darse a mí, lo amo Y lo deseo más ardientemente; porque también su
bondad es tanto más amable y deseable, cuanto más dispuesta está a comunicarse.
Ahora bien, por este proceso, el amor ha convertido el deseo en esperanza,
pretensión y expectación, porque la esperanza es un amor que espera y quiere. Y
porque el bien soberano que la esperanza aguarda, es Dios, y no lo espera sino
de Dios, al cual y por el cual espera y aspira, esta santa virtud de la
esperanza, viniendo a parar, por todas partes, a Dios, es, por lo mismo, una
virtud divina y teológica.
Que el amor de esperanza es muy bueno,
aunque
Imperfecto
El amar que practicamos en la esperanza se dirige ciertamente a Dios,
pero vuelve a nosotros; tiene su mirada puesta en la divina bondad, pero su
objeto es nuestra utilidad; tiende a la suma perfección, pero pretende nuestra
satisfacción, es decir, no nos lleva hacia Dios, porque Dios es soberanamente
bueno en Si mismo, sino porque es soberanamente bueno para con nosotros, o, en otros términos, es nuestro
interés, somos nosotros mismos lo que en él se encuentra. Luego, el amor que llamamos de esperanza es un
amor de concupiscencia, pero de una santa y bien ordenada concupiscencia, por
lo cual no atraemos a Dios hacia nosotros ni hacia nuestra utilidad, sino Que
nos unimos a Él como a nuestra dicha suprema, y ésta es la manera como amamos a
Dios por la esperanza: no para que sea nuestro bien, sino porque lo es; no para
que sea nuestro, sino porque nosotros somos suyos; no como si fuese para
nosotros, sino en cuanto nosotros somos para Él. Amamos a nuestros bienhechores, porque son
tales para con nosotros; pero les amamos más o menos, según sean más o menos
grandes sus beneficios. ¿Por qué, pues, Teótimo, amamos a Dios con este amor de
concupiscencia? Porque es nuestro bien. Más ¿por qué le amamos soberanamente?
Porque es nuestro bien sumo. Ahora bien,
cuando digo que amamos soberanamente a Dios, no digo, por esto, que le amamos
con amor sumo; pues el sumo amor es el amor de caridad. En la esperanza, el
amor es imperfecto, pues no tiende a la bondad infinita en cuanto es tal en sí
misma, sino tan sólo en cuanto es tal para nosotros; sin embargo, porque, en
esta clase de amor, no existe otro motivo más excelente que el que nace de la
consideración del soberano bien, por esto decimos que por él amamos soberanamente,
aunque nadie, en verdad, puede, con este sólo amor, ni observar los
mandamientos de Dios ni llegar a la vida eterna, porque es un amor más de
afecto que de efecto, cuando no va acompañado de la caridad.
Que el amor se practica en la
penitencia, y, en primer
lugar, que hay varlas clases de
penitencia
La penitencia, hablando en general, es un arrepentimiento por el cual
se rechaza y se detesta el pecado cometido, con la resolución de reparar, en lo
posible, la ofensa y la injuria hecha a aquel contra quien se ha pecado. He
incluido en la penitencia el propósito de reparar la ofensa, Porque el
arrepentimiento no detesta lo bastante el mal cuando permite voluntariamente
que subsista su principal efecto, que es la ofensa y la injuria. Ahora bien,
deja que subsista, mientras pudiendo repararla, no lo hace .. Dejo aparte, ahora, la penitencia de muchos
paganos, los cuales, como atestigua Tertuliano, observaban entre ellos cierta
apariencia de esta virtud, pero tan vana e inútil, que, en algunas ocasiones,
llegaban a hacer penitencia por alguna obra
buena. No hablo aquí sino de la penitencia virtuosa, la cual, según la diversidad
de los motivos de los cuales proviene, es también de diferentes especies.
Existe, ciertamente, una penitencia puramente moral y humana, como la de
Alejandro Magno, el cual, habiendo dado muerte a su amado culito, pensó en
dejarse morir de hambre; tan grande fue en él la fuerza de la penitencia. Hay también otra penitencia, que es
verdaderamente moral, pero religiosa, y en alguna manera divina, en cuanto
procede del conocimiento natural que se tiene de haber ofendido a Dios con el
pecado. El bueno de Epitecto deseó morir como un verdadero cristiano (y es muy
probable que así acaeció), y entre otras cosas dice que el arrepentimiento
necesario para la reparación de la ofensa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario