25 DE AGOSTO
SAN LUIS, REY DE FRANCIA,
CONFESOR
MISA
– Os
Justi
Epístola
– Sab; X, 10-14
Evangelio
– San Lucas; XIX, 12-26
"Escuchad, oh reyes,
y entended; aprended, gobernadores de los confines de la tierra. Prestad
atención los que imperáis sobre las muchedumbres y los que os engreís sobre la
multitud de las naciones. Porque el poder os fue dado por el Señor y la
soberanía por el Altísimo, que examinará vuestras obras y escudriñará vuestros pensamientos...
A vosotros, pues, reyes, se dirigen mis palabras, para que aprendáis la
sabiduría y no pequéis. Pues los que guardan santamente las cosas santas, serán
santificados, y los que hubieren aprendido, sabrán cómo responder. Ansiad,
pues, mis palabras: amadlas e instruios. La sabiduría es luminosa e
incorruptible y se deja fácilmente contemplar de los que la aman, y encontrar
de los que la buscan. Y aun se anticipa a darse a conocer a los que la
desean...".
AUTORIDAD. — La fe del cristiano fue lo que constituyó
en Luis IX la grandeza del príncipe. Meditó mucho tiempo estas palabras del
libro de la Sabiduría, que la Iglesia nos* hace leer en el oficio de los
Maitines de hoy y que propone también a la imitación de todos los que tienen
que ejercer el cargo tremendo de la autoridad. San Luis comprendió que una
misma ley une con Dios al súbdito y al príncipe,; porque tienen el mismo
nacimiento y el mismo ¡ destino. La autoridad que se da a algunos, sólo sirve para aumentar su responsabilidad; porque, viniendo toda autoridad de
Dios, tienen' obligación de ejercerla como la ejerce Dios mismo, es decir, para
el bien de sus súbditos, de modo que les faciliten cumplir con su fin, que es
glorificar a Dios. Al venir al mundo Cristo, que es quien posee la realeza por derecho
de nacimiento, podía haber despojado a los reyes de sus prerrogativas. Pero no
quiso reinar al modo de los reyes de la tierra, sólo exigió que la autoridad de
los reyes se inclinase ante la suya. "Soy rey porque lo.. quiere mi Padre,
le hace decir San Agustín; no' os entristezcáis como si con eso se os despojase
de un bien que fuese vuestro, antes bien, reconociendo que os conviene estar
sumisos al que os da seguridad en la luz, servid al Señor de todos; con
temor y gozaos en El"
ENSEÑANZA DE LA IGLESIA. —Esta seguridad que proviene
de la luz, la Iglesia continúa dispensando la a los reyes. La Iglesia, sin meterse en e campo de los
príncipes, está por encima de ellos, como madre de los pueblos, como juez de las
conciencias, y como guía única de todos los hombres. Oigamos al Papa León XIII,
cuyas enseñanzas se distinguen por la exactitud y perfección: "Como hay en
el mundo dos grandes sociedades, la una civil, cuyo fin próximo es procurar al
género humano el bien temporal y terreno;
la otra religiosa, que tiene por objeto llevar a los hombres a la
felicidad del cielo para la cual han sido creados, así hay dos poderes entre
los cuales Dios ha dividido el gobierno de este mundo. Cada uno en su género
goza de soberanía; y cada cual está ceñido a límites determinados y trazados
conforme a su naturaleza y a su fin especial. El fundador de la Iglesia, Jesucristo,
quiso que fuesen distintos el uno del otro y que los dos fuesen libres en el cumplimiento
de su misión propia; pero con la condición de que, en las cosas que dependen a la vez de la jurisdicción y del
juicio de uno y de otro bien que a título diferente, el poder encargado de los
intereses temporales sería dependiente, como conviene, del que tiene que vigilar
por los intereses del cielo Fuera de esto sometidos ambos a la ley eterna y natural, de-i ben ponerse recíprocamente de
acuerdo en las cosas que se refieren al orden y al gobierno de cada uno dando lugar
a una serie de relaciones que con razón se puede comparar a la que proviene en
el hombre de la unión del alma y del cuerpo". En la esfera de los intereses
eternos, de los que nadie puede legítimamente desentenderse en este mundo, los
príncipes han de procurar mantener debajo de la dependencia de la Iglesia y de Dios,
no sólo a sus pueblos, sino también sus propias personas. Porque "no
dependiendo menos de Dios los hombres unidos por los lazos de una sociedad
común que tomados aisladamente, las sociedades políticas, de igual modo que los
particulares, no pueden sin pecado proceder como si no existiese Dios, ni
prescindir de la religión como de algo extraño, ni dispensarse de seguir en
esta religión las reglas conforme a las que Dios mismo ha declarado que quiere
se le honre. Por consiguiente, los Jefes de Estado en cuanto tales, deben tener
como santo el nombre de Dios, considerar como uno de sus principales deberes el
amparar la religión con la autoridad de las leyes y no determinar ni ordenar
nada que sea contrario a su pureza".
FELICIDAD DE LOS REYES. — Además, fuera de las enseñanzas de la Iglesia, los
reyes y los pueblos no podrán encontrar la prosperidad ni la felicidad. San Agustín
lo escribía ya en su libro de la Ciudad de Dios: "Llamamos felices
y dichosos a los emperadores cristianos cuando reinan justamente; cuando, entre
las lenguas de los que los engrandecen y entre las sumisiones de los que humildemente
los saludan, no se ensoberbecen, sino que se acuerdan y conocen que son hombres;
cuando hacen que su dignidad y potestad sirva a la Divina Majestad para dilatar
cuanto pudieren su culto y religión; cuando temen, aman y reverencian a Dios;
cuando aprecian sobremanera aquel reino donde no hay temor de tener consorte
que se le quite; cuando son tardos en vengarse y fáciles en perdonar; cuando
esta venganza la hacen forzados de la necesidad del gobierno y defensa de la
república, no por satisfacer su rencor, y cuando le conceden este perdón, no
porque el delito quede sin castigo, sino por la esperanza que hay de corrección;
cuando lo que a veces obligados ordenan con aspereza y rigor, lo recompensan
con la blandura y suavidad de la
misericordia, y con la liberalidad y largueza de las mercedes y beneficios que
hacen; cuando los gustos están en ellos tanto más a raya cuanto podrían ser más
libres; cuando gustan más de ser señores de sus apetitos que de cualesquiera
naciones, y cuando ejercen todas estas virtudes, no por el ansia y deseo de la
vana gloria, sino por el amor de la felicidad eterna; cuando, en fln, no dejarí
de ofrecer por sus pecados sacrificios de humildad, compasión y oración a su
verdadero D i o s , Tales
emperadores cristianos como éstos decimos que son felices, ahora en esperanza,
y después realmente cuando viniere el cumplimiento de lo que esperamos".
SAN LUIS. — De este modo quiso obrar siempre el
noble rey que Dios concedió a Francia. Conforme a la palabra de la Escritura
"había hecho pacto con el Señor de guardar sus mandamientos y hacerlos
guardar a todos". Dios fué el blanco de su vida, la fe su guía: aquí se halla
el secreto de su política y el de su santidad. Como cristiano, servidor de
Cristo; como príncipe, su lugarteniente; entre las aspiraciones del cristiano y
las del príncipe quedó indivisible su alma; esta unidad hizo su fuerza, como
ahora es su gloria, y Cristo, que reinó sólo en él y por él en Francia, le hace
reinar consigo en los cielos para siempre. Hay en toda su vida un reflejo de
graciosa sencillez que da particular realce a su heroísmo y grandeza; parece
que, en su reinado admirable, aun los desastres aumentaron su gloria. La
humildad de los reyes santos no es olvido de la grandeza del oficio que cumplen
en nombre de Dios; su abnegación no puede consistir tampoco en la negligencia
de unos derechos que son deberes también; como la caridad no es impedimento en
ellos para la justicia, así el amor a la paz tampoco es en ellos contrario a
las virtudes guerreras. San Luis sin ejército no dejaba de tratar con toda la
nobleza de su alma con el infiel vencedor; en Occidente, además, pronto se supo
y a medida que con los años crecía su santidad se llegó a saber mejor: este rey,
que gastaba las noches en rogar a Dios y los días en servir a los pobres, no
pensaba ceder a nadie las prerrogativas de la corona que había heredado de sus
padres. En Francia no hay más que un rey, dijo un día el
justiciero del bosque de Vicennes, anulando una sentencia de su hermanos Carlos
de Anjou; y los barones en el castillo de Belléme, y los ingleses en
Taillebourg no hubieron de esperar tanto tiempo para saberlo. Tampoco Federico
II, el cual amenazaba con aplastar a la Iglesia y buscaba cómplices en Francia;
a sus explicaciones hipócritas se las dió esta respuesta: No está tan
debilitado aún el reino de Francia, que se deje guiar por vuestras espuelas.
LA MUERTE. — La muerte de San Luis fué sencilla y
grave, como había sido su vida. Dios le llamó para sí en circunstancias
dolorosas y tristes, lejos de la patria, en aquel suelo africano donde en otra
ocasión tanto tuvo que padecer espinas santiflcadoras que debían recordar al príncipe
cruzado su joya predilecta, la corona"3 sagrada que supo conseguir para el
tesoro de Francia. Movido por la esperanza de convertir al cristianismo al rey
de Túnez, llegó a sus costas, donde le esperaba el combate supremo, más como
apóstol que como soldado. Os comunico el bando de Nuestro Señor
Jesucristo y de su ministro Luis, Rey de Francia: reto sublime lanzado
a la ciudad infiel, muy digno de poner fin a tal vida.
VIDA. — San Luis nació el 25 de abril de 1214
y fue bautizado en la iglesia de Poissy. El 8 de noviembre de 1226, al morir su padre, empezó a ser rey de Francia. La reina Blanca de
Castilla al momento le hizo consagrar
en Reims, y se ocupó de darle una educación regia y, sobre todo, sumamente piadosa. Tomó las riendas del poder a los
veinte años y cayó gravemente enfermo. Prometió entonces, si curaba, emprender
una cruzada en pro de la
libertad de los Santos Lugares Llegó
a Egipto en 1248 y derrotó a los
sarracenos, pero la peste diezmó
su ejército; fué vencido después y hecho prisionero. Puesto en libertad San
Luis, pasó cinco años en Oriente reedificando las ciudades y castillos de los cristianos, libertando esclavos y
convirtiendo infieles. La muerte de su madre le hizo volver a
Francia. Gobernó sabiamente el
reino y dió a sus súbditos el ejemplo
de las más sublimes virtudes. El 2 de julio de 1270 emprendió de nuevo la cruzada, desembarcaba
en Túnez, a cuyo rey esperaba
convertir. Pero otra vez la
peste se declaró en su campo y el rey murió el 25 de agosto no sin antes
dar sus consejos a su hijo Felipe- Trasladóse su cuerpo a San Dionisio en Francia y los milagros obrados junto a su tumba movieron al papa Bonifacio VIII a ponerle en el número de los Santos.
SÚPLICA. — "Ten a bien escuchar nuestra oración tú, que, llevando la corona real
antes de recibir de Roma el
nimbo de santidad, autorizaste a
todos tus súbditos a llegar hasta ti, ya fuese en tu palacio de París, ya en tus viajes a través de tus provincias, ya debajo
del roble de Vincennes, y siendo
preferidos los más humildes y los más desheredados. "Tú, que
gobernaste a Francia para darla la paz, la justicia y el amor, ven hoy en su
ayuda a restaurar las ruinas de la guerra, a restablecer en ella la equidad y darla
la unidad, la concordia y la amistad de unos con otros. "Tú, que abarcaste
en tu solicitud a toda la cristiandad, salva a Europa, que hoy está amenazada
de ser destruida por los inventos científicos puestos al servicio del odio y de
la furia dominadora, y dala seguridad restituyéndola el sentido de la comunidad
espiritual. "Tú, que mediante las misiones religiosas sucesoras de las Cruzadas
deseaste evangelizar a los Infieles, gana para la ley de Cristo los continentes
que todavía le desconocen. "Tú, que en el papado honraste la representación
divina entre los hombres, protege al Soberano Pontífice y con él a los Obispos
y a nuestro clero secular y regular. "Tú, que diste ejemplo de castidad y
de paciencia en el matrimonio, de afecto y de vigilancia en la educación
paterna, mira bondadoso a nuestros hogares y a nuestra niñez. "Tú, que no
paraste un momento de buscar la paz en ti mismo y en tu derredor, danos la paz interior,
hoy más necesaria que nunca por las inquietudes cotidianas y por el aumento de
la baraúnda y de las dificultades de la vida. "Tú, que practicaste con
tanto valor, sabiduría y delicadeza de conciencia el cargo más difícil, el de
Rey, haz que cumplamos con alegría y a conciencia nuestros deberes
profesionales, comprendiendo y aceptando las responsabilidades que nos imponen.
"Tú, que consumiste en la llama de la caridad toda tu vida, alcánzanos el
amor que transforma la fealdad del cuerpo y las manchas del alma, que nos permite
vencer los prejuicios y las repugnancias y tratar al prójimo como a nosotros mismos
y al pobre como enviado de Dios. "Así podremos esperar encontrarte en el
reino de los cielos...
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