Carta
Pastoral nº44
NUESTRA RAZÓN DE SER OPTIMISTAS
NUESTRA RAZÓN DE SER OPTIMISTAS
“Si puedes creer, todo es
posible para aquel que cree” (San Marcos, IX, 22) Nuestro
Señor dirige estas palabras al padre del niño poseso, tras reprender a sus
discípulos por su incredulidad, lo cual sucedió poco después de haber
reprochado vigorosamente a Pedro por no entender las cosas a la manera de Dios,
sino a la manera de los hombres. Esta fe que Nuestro Señor reclama es la fe en
Él mismo, en su cruz y su resurrección. Locura para los gentiles, sabiduría
para los creyentes. Ahora bien, esta misma fe es la que debemos tener nosotros,
cristianos del siglo XX; esta misma fe que ha sido proclamada por el Papa en
ese día bendito del 30 de junio pasado. Debemos perfeccionar en nosotros lo que
falta en la Pasión de Cristo: debemos tomar parte de ella. Por esto, serán
bienaventurados quienes sean perseguidos, bienaventurados quienes lleven la
cruz en pos de Jesús, bienaventurados quienes sean odiados por el mundo a causa
del santo Nombre de Jesús. La salvación, la vida y la verdadera renovación
están en la cruz de Jesús. Quede lejos de nosotros toda desesperanza a causa de
nuestros sufrimientos morales por ver a Jesús nuevamente perseguido en el
cuerpo de su Esposa, la Iglesia, perseguida por los enemigos exteriores, pero
perseguida también por sus enemigos interiores, a falsas fratribus, los falsos hermanos a causa de los cuales
San Pablo mismo ya había tenido que sufrir. Creer en Jesucristo, creer en la
Iglesia auténtica, es decir, la que se hace eco de Nuestro Señor, de la Sagrada
Escritura y de la Tradición, como lo ha hecho con una solemnidad extraordinaria
el Papa Pablo VI en su profesión de fe: he aquí la razón profunda de nuestro
optimismo. Esta razón es tal que debemos insistir sobre ese acto que ha sido
minimizado por los trusts de la prensa progresiva. Los que han asistido
a esta ceremonia memorable de la clausura del año de la fe han quedado
verdaderamente emocionados y como satisfechos cuando el Santo Padre se levantó
solo, y los ceremonieros hicieron una señal a todos los asistentes que
permanecían sentados. La asamblea entera ha quedado como embargada por un
sentimiento unánime de que algo grande, algo extraordinario, iba a pasar. Fue
uno de esos momentos, como durante las más grandes definiciones dogmáticas
donde la muchedumbre de los fieles tiene netamente la impresión que el Espíritu
de Dios está presente. Inmediatamente reinó el silencio más absoluto, y a medida
que el Papa desgranaba enfáticamente los actos de fe, una acción de gracias,
indecible, creciente, comunicativa, iba invadiendo los corazones de los fieles,
que tomaban conciencia de la perennidad de la Iglesia, escuchando hoy las
verdades salidas de la boca del Divino Maestro y representadas a través de
todos los siglos, no solamente sobre las tablas de las Actas de los Concilios,
sino inscriptas en letras de vida y de caridad en los corazones de todos los
creyentes.
“Una fides, unum baptisma”.
Todos los que se hallaban presentes han vivido esto, lo han sentido, con sólo
el sucesor de Pedro (pues lo que puede hacer toda la Iglesia con él, el vicario
de Jesucristo puede hacerlo solo por su misma condición). Poder hacer esto con
Pedro delante de Nuestro Señor, es una realidad viva de la que sólo la Iglesia
católica, verdadera Esposa de Cristo, tiene el secreto. Sí, mal que les pese a
estos blasfemadores que son los autores de estos artículos de las I.C.I. (“Informaciones
Católicas Internacionales”, de tendencia progresista), el espíritu y el
corazón del Santo Padre eran como un disco viviente que repetía la fe de todos
los siglos; esto es la Iglesia católica, y esto es lo que necesitan los
verdaderos fieles. Esto es lo que atrae a la Iglesia católica más protestantes
que todo el falso ecumenismo que llena las columnas de aquella revista,
inspirada por el espíritu de Satanás. Otro motivo de optimismo es el Espíritu
Santo, actuando en numerosos jóvenes, como en un nuevo Pentecostés; ¿cómo estos
jóvenes tan bien hechos, tan entusiastas, tan apasionados como aquellos en
medio de los cuales ellos viven, no se han dejado contaminar por la
contestación, el espíritu de rebelión o la búsqueda de los gozos? ¿Cómo han
escapado a la influencia de un ámbito corrompido intelectualmente y a menudo
moralmente? He aquí bien visible el milagro que se manifiesta ante nosotros de
una manera más y más evidente. Existen grupos de jóvenes, generalmente
estudiantes en las universidades o jóvenes empleados, sea en Francia, Italia,
América del Sur, que son la verdadera esperanza para la Iglesia. De estos
jóvenes, de sus actividades, la prensa mundial no se ocupa. Prefiere los “???”,
los “capelloni” u otras especies de
desequilibrados. Se interesa también por los verdaderos anarquistas como Cohn
Bendit y sus semejantes. Sin embargo, para nuestra gran estupefacción, el “Tempo”
del 10 de agosto último ha publicado un artículo —que valdría la pena
traducir íntegramente— intitulado “Cantos de la Vendée sobre las montañas de
Emilia”, artículo rebosante de un bello optimismo, firmado por Marino Bon
Valsassina. Este autor cuenta cómo, en el curso de los motines estudiantiles en
Milán, se había destacado un grupo que, con algunos profesores, había elevado una
vehemente protesta contra la incuria de las autoridades políticas ante las
provocaciones subversivas.
“La preparación, la madurez, el ánimo de estos jóvenes me habían conmovido…
así es que, cuando me llegó, dice el autor, la invitación para ir
a juntarme con ellos en la montaña para asistir a su trabajo de refección
física y espiritual en vista de la lucha que empezarán nuevamente en el año
lectivo universitario, he aceptado con entusiasmo”. El autor describe luego la
atmósfera extraordinariamente sana y reconfortante de ese campamento, alejado
de todo, donde se reza, donde se realiza el ejercicio físico y el estudio, no
de cualquier ideología en particular, sino de la única verdadera y real
concepción del mundo, la concepción de la filosofía y teología cristiana, de
ese orden que por sí mismo condena todas las deformaciones intelectuales
modernas. Los estudios se terminan con la recitación del Rosario y las letanías
de la Virgen. Luego vienen los cantos de fogón: “Por Dios, por la Patria y
el Rey, lucharon nuestros padres…“, luego coros vandeanos, cánticos de los rusos blancos,
canciones patrióticas italianas… El autor, entusiasmado, termina diciendo: “Me
venían sin cesar a la mente los versos de un poeta caído hace 23 años
bajo las balas de la democracia por un delito de opinión. Los hermosos versos de Roberto Brasillach frente a la destrucción de la generación y el
desvanecimiento de sus esperanzas: «¡qué nos importan las derrotas, si
tendremos otras mañanas, si sé que ya nos escucha el mañana!»“ Lo que
este visitante sintió podemos comprobarlo. Una nueva juventud se levanta,
frente a otra juventud decadente, desequilibrada, asfixiada por rebelde, por
destructora, por contestataria. Debemos hacer todos los esfuerzos necesarios
para sostener a aquella juventud sana y auténticamente cristiana. Es gracias a
ella que brotan y brotarán más y más numerosas las buenas vocaciones
sacerdotales y religiosas, y, sin duda, de ella también saldrán nuevas
fundaciones llenas de vitalidad que abreven en las verdaderas fuentes
tradicionales de la santidad. Es de ella que saldrán las verdaderas familias
cristianas, sanas y con numerosos hijos; de ella saldrán ciudadanos
clarividentes, valientes, capaces de hacer pesar sus convicciones religiosas en
todos los dominios de la vida individual y social. A partir de ahora, no hay
más tiempo para los compromisos, para los diálogos de sordos, para las manos
tendidas hacia el diablo: desde ahora habrá creyentes y habrá no creyentes,
habrá verdaderos adoradores de Dios y habrá impíos, habrá quienes crean en una
moral individual, social, económica y política querida por Dios y que se
esfuerzan por someterse a ella, y habrá quienes se inventen una moralidad que
les sirva sólo a sus instintos egoístas. Hay que elegir. Ahora bien, una juventud
más luminosa de lo que uno piensa —como la de Lausana de este año, la de esas
asociaciones italianas, la del Brasil, la de la Argentina y de otros países— ya
ha elegido, como los cruzados de antaño, o como los hijos de San Francisco,
confiar en la cruz de Jesucristo, por la cual vencerán. Como lo dice muy
justamente el Arzobispo de Friburgo en Brisgan, aquel que rechaza a la Iglesia
el derecho de decir “No”, abre la puerta a todas las herejías. O, como
lo afirmaba con valentía S.E. Monseñor Adam, Obispo de Sion, “que los que
rechazan su consentimiento a los últimos actos del Papa tengan el coraje de abandonar
la Iglesia”. A nosotros nos animan todas las iniciativas sanas y conformes
con la verdadera tradición de la Iglesia. Se necesitarán nuevas sociedades
religiosas, nuevos seminarios, que nazcan y se desarrollen según las normas
seculares de la santidad. Pero no hay dos especies de santidad, como no hay una
nueva religión. Hay un solo Jesucristo hijo de Dios, nacido de la Virgen María.
Durante veinte siglos la Iglesia nos transmitió sus enseñanzas sobre la
perfección cristiana: no hay que descubrirlas ahora. Es el mundo el que
necesita esa santidad, y no la Iglesia la que tiene necesidad del mundo. Ya se
diseña esta purificación, sin duda dolorosa pero necesaria en la Iglesia, en
las sociedades religiosas. Algunas se dividen y otras se dividirán. Ellas
tendrán vocaciones que permanecerán fieles a las enseñanzas de la Iglesia, a
sus santas tradiciones, las otras se disolverán y desaparecerán. Por eso, lejos
de dejarnos llevar por el desánimo, por la desesperanza, debemos guardar el
optimismo en medio de las pruebas, y tener una fe capaz de levantar las
montañas, esa fe de la cual habla San Pablo en su epístola a los Hebreos,
cuando enumera las maravillas que Dios ha cumplido en todos los que la han
tenido. Nada es tan animante como la lectura de estas páginas (Hebreos X, 19 a
XI, 14), de donde citaremos algunas líneas como conclusión: “Por esto
también nosotros, teniendo en derredor nuestro una tan grande nube de testigos,
arrojemos toda carga y pecado que nos asedia, y corramos mediante la
paciencia la carrera que se nos propone, poniendo los ojos en Jesús, el
autor y consumador de la fe, el cual en vez del gozo puesto delante de
Él, soportó la cruz, sin hacer caso de la ignominia, y se sentó a la diestra de
Dios. Considerad, pues, a Aquel que soportó la contradicción de los
pecadores contra sí mismo, a fin de que no desmayéis ni caigáis de
ánimo”.
Monseñor Marcel Lefebvre
Roma, en la fiesta de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María,
15 de agosto de 1968
Roma, en la fiesta de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María,
15 de agosto de 1968
FIN DE LA OBRA
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