Carta
pastoral nº 42
LA
HEREJÍA CONTEMPORÁNEA
En precedentes artículos
me esforcé por poner a la luz cómo la Providencia quiso que la participación en
su autoridad sea para todos los hombres una fuente de beneficios no solamente
temporales sino eternos. La familia, la ciudad, la
Iglesia, son verdaderamente dones de Dios sólo en la medida en que la autoridad
sea la llave maestra de estas sociedades y cumpla perfectamente su papel, en
los límites trazados por el fin particular de cada una de ellas. Siendo las
tres de origen divino, no pueden más que ser complementarias y estar todas
orientadas en definitiva hacia el bien supremo, la gloria de Dios y la
salvación de las almas. Disminuir o restringir estas autoridades, limitar su
ejercicio, contrariamente a la institución divina, trae inmediatamente
consecuencias graves en la vida de estas sociedades, y en un plazo más o menos
largo, comporta su disgregación por medio de la anarquía o la tiranía, que son
las dos enfermedades mortales para las sociedades. Para juzgar de manera
exacta los males que alcanzan las sociedades, desde estos últimos siglos sobre
todo, hay que encontrar en la historia esta tendencia permanente de la rebelión
del hombre contra la autoridad. La familia y la sociedad civil no han
encontrado verdaderamente la perfecta realización de su fin, su equilibrio, la
verdadera paz, por las enseñanzas de la Iglesia y la gracia de Nuestro Señor
Jesucristo.
Es un hecho de experiencia
diaria que, cuando los esposos no quieren someterse más a la enseñanza de la
Iglesia, la familia se corrompe. Lo mismo sucede cuando la autoridad del jefe
de familia no se ejerce más sobre su esposa y sus hijos, como en el caso de las
sociedades socialistas. En cambio, la tiranía conduce a la poligamia y a todos
los males que derivan de ella. Se pueden aplicar los
mismos principios a la sociedad civil. El supuesto “contrato social”, la
separación de la Iglesia y del Estado, el “derecho nuevo”, como lo designa el
Papa León XIII en su encíclica “Immortale Dei” han arruinado las
sociedades que viven entre la anarquía y la tiranía sin reencontrar su
equilibrio normal. Si la Iglesia se deja
alcanzar parcialmente también por estos males, es decir, si los hombres
pretenden reformar la constitución divina de la Iglesia haciendo un llamado a
la razón humana, a la ciencia humana, la Iglesia sufrirá una crisis grave en su
magisterio y en su ministerio.
Hay que desear vivamente,
entonces, que sean nuevamente honradas las enseñanzas de la Iglesia en lo que
respecta a la autoridad y a su ejercicio por las tres sociedades fundadas por
Dios mismo. El Papa León XIII nos legó documentos fundamentales en este campo: “Immortale
Dei”, o la constitución cristiana de los estados; “Satis Cognitum”,
o la constitución divina de la Iglesia. Ésta tiene una importancia particular,
pues no es más que el esquema preparado por el Concilio Vaticano I sobre la
Iglesia, el Papa y los Obispos. Para la sociedad familiar, la encíclica del
Papa Pío XI “Casti Connubii” da en resumen toda la doctrina de la
Iglesia. La rebelión contra la
autoridad que gobierna se llama desobediencia, empuja al cisma, a la ruptura
con la persona investida de la autoridad, y, en definitiva, a la ruptura con
Dios.
¿Hemos pensado en comparar
a esta rebelión que conduce al cisma con la rebelión de la razón contra la fe,
de la inteligencia humana contra la sabiduría y la misericordia de Dios, y
entonces contra la autoridad de Dios, desvelando su sabiduría y los designios
que le plugo realizar para manifestarla? Esta rebelión no es otra que la
herejía.
Es muy instructivo,
mientras vivimos en una época generadora de una nueva herejía más grave que
todas las precedentes, preguntarnos cómo empezó esa rebelión en el padre de la
herejía y de la mentira. Preguntémosle al Doctor Angélico, y he aquí su
respuesta: “El Ángel ha deseado
obtener su beatitud final por sus propias fuerzas en lo que pertenece a Dios
solo” (Iª parte, q. 63, a. 3). Santo Tomás explica las
dos hipótesis de esa voluntad perversa: buscar solamente su fin natural,
despreciando la beatitud sobrenatural que no podía obtener sino con la gracia
de Dios, o pretender adquirir esa beatitud sobrenatural apartándose del socorro
divino establecido por las disposiciones providenciales. En ambos casos es la
rebelión de la naturaleza contra la fe, o dicho de otra manera, el rechazo del
Verbo de Dios, única vía de la beatitud sobrenatural. Instruidos con esta
realidad, fácilmente podremos concluir que el hombre cismático o hereje actúa
exactamente como el primer cismático, que fue Lucifer. La voluntad humana se
levanta contra la voluntad de Dios. La razón se opone a la autoridad de Dios,
que revela los caminos de la salvación por los cuales plugo a su sabiduría
eterna hacernos caminar. Tal como los hebreos en el
desierto han opuesto a menudo su voluntad a la de Dios y han sido severamente
castigados, así muchos a quienes les llega la Buena Nueva o la rechazan
totalmente y permanecen prisioneros de sus falsas ideologías e invenciones
humanas, o no la aceptan sino parcialmente, rechazando una sumisión humilde y
total a la autoridad de Dios revelada por la única Iglesia que ha instituido
para transmitirnos su verdad y su gracia.
Todos esos que quieren
llegar a la salvación, a su felicidad final por sus propias fuerzas —y no por
Nuestro Señor Jesucristo, dado por su Iglesia Católica y Romana— todos los
heresiarcas han rechazado una u otra de las divinas invenciones de Jesucristo
para salvarnos, y generalmente han empezado por falsear los postulados
fundamentales, las realidades que están en el origen mismo de la redención. Uno de los primeros hechos que condicionan
toda la economía cristiana es el pecado original. Si se puede, en la historia
de la humanidad, encontrar razones de concluir en un desorden original, sin
embargo es por la fe, la revelación que ese pecado nos es conocido con sus
consecuencias precisas y graves, pero también con los inefables designios de
Dios para su reparación, la Encarnación del Verbo, la redención por su cruz, la
justificación de los pecadores por el bautismo y los sacramentos o su
incorporación al Cuerpo Místico de Nuestro Señor. Esto es lo que explica que
la mayoría, si no la totalidad, de los herejes hayan empezado por deformar la
noción de pecado original o negar el hecho, “de donde salen, dice San
Pío X, los enemigos de la religión para sembrar tantos y tan graves errores
cuya fe de un tan grande número se encuentra debilitada. Empiezan por negar la
caída primitiva del hombre y su decaimiento… es el edificio de la fe
derribado de arriba a abajo” (“Ad diem illum”, 2 de febrero de
1904). El pecado que introduce el
desorden en la inteligencia y la voluntad del hombre hiere el orgullo de la
razón que no puede admitir su debilidad y su ignorancia y encuentra indigno de
ella tener que remitirse a la fe para conocer las verdades esenciales respecto
a su salvación eterna. Otra verdad que humilla la
razón es la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. ¡Cuántas soluciones, unas
más sutiles que otras, y a menudo contradictorias, han sido inventadas en el
curso de los dos últimos siglos por los protestantes, luego por los modernistas
y hoy por los neomodernistas, para evacuar la divinidad de Nuestro Señor!
El Padre de Grandmaison,
en su obra sobre Jesucristo, da un pantallazo histórico sorprenden-te sobre el
pensamiento de los paganos, de los judíos y de los musulmanes sobre la persona
de Jesucristo. Allí se encuentra ya en sustancia la doctrina de los anticristos
del renacimiento, luego de los protestantes liberales, de los librepensadores,
de los racionalistas de los siglos XIX y XX y, por fin, de Teilhard de Chardin
y de los neomodernistas contemporáneos. De Porfirio, con su obra “Contra
los cristianos”, del siglo XIII hasta nuestros negadores de los milagros de
Nuestro Señor o a los que niegan el Evangelio de la infancia, que ponen en duda
la maternidad virginal de María, es el mismo espíritu de rechazo de lo
sobrenatural y de la fe en la autoridad de Dios revelando las obras de su
sabiduría eterna. Se puede decir en verdad que si la presentación del error y
las personas que lo presentan van cambiando en el curso de la historia, el
error permanece fundamentalmente el mismo. Y sin embargo, estos pensadores y
escritores racionalistas tienden a presentar sus ideologías como una novedad
que para unos debe aniquilar a la Iglesia Católica, y para otros debe abrirle
caminos nuevos para la salvación del mundo. Ni para los judíos, ni
para los musulmanes, Jesucristo es Dios. Los judíos admiten que es un moralista
distinguido, los musulmanes dicen que es un apóstol o un profeta, pero nada
más. Lutero, Voltaire, Rousseau, se moldearán un Cristo a su manera, muy
alejado del Cristo verdadero. Pero sus sucesores serán los verdaderos
precursores de la herejía moderna. Vale la pena citar íntegramente la página
siguiente, escrita por el Padre de Grandmaison hace cuarenta años, pues lo que
escribe esclarece singularmente la crisis que sufre hoy la Iglesia:
“Las formas de
descreimiento y de irreligión que hemos encontrado en el interior del
cristianismo se han modelado hasta un cierto punto sobre movimientos
científicos o literarios que parecerían primero de otro orden, habiendo
participado de la fuerza de expansión que hemos comprobado para el humanismo y
para la renovación científica que, empezando en el siglo XVI, alcanzó con
Leibnitz en 1716 e Isaac Newton en 1727 su máximo de ??? sobre el gran público.
El libertinaje intelectual del siglo XVI y el deísmo del XVIII son, en gran
parte, solidarios con estos movimientos, como si toda novedad tendiese a
estremecer los espíritus y a hacerles cuestionar con inquietud sus creencias
anteriores. Esa ley se verifica una vez más en los orígenes y en éxito de la
cristología liberal y modernista. Están estrechamente vinculados a los destinos
de las hipótesis que Lessing, Herder y Goethe han aplicado a la historia
considerada por ellos como la de un desarrollo continuo, progresivo: «La
educación divina de la humanidad». Estas visiones, generales y un poco vagas,
tendían a sustituir a la acción espontánea de las colectividades a las
influencias individuales, la primera ??? ser un órgano más apropiado a la
naturaleza de la grande. Fuerza divina, inmanente, impersonal, que mueve la
humanidad hacia su fin…“Desde que se admite que
el progreso total del mundo —cuyo progreso religioso no es más que uno de sus
aspectos— se opera mediante avances fatales y constantemente orientados en el
mismo sentido, el terreno ganado no puede perderse y la síntesis de hoy,
traspasando toda necesidad y englobándolo todo parcialmente, la de la vigilia,
no se puede manifiestamente reconocer en Jesús, más que un eslabón de una
inmensa cadena. No se puede ver en su carrera, más que un paso, todo lo
considerable que se quiera, pero un paso al fin hacia la realización final de
«la idea», una «síntesis» que se convertirá en «tesis» a su vez para ser
contradicha por una «antítesis» y por fin traspasada. Si los hechos no parecen
estar de acuerdo con sus causas filosóficas, ese puro hegeliano echará la culpa
a los hechos, y toda explicación será buena para hacer entrar al Maestro de
Nazareth en la gran corriente panteísta, donde será finalmente nivelado. “Lo esencial de estas
visiones es común a todos los discípulos de Hegel, pero son expuestas a veces
en los escritores de la derecha hegeliana como una moderación, un tono de
respeto, una preocupación por poner el asunto sobre el carácter divino de la
evolución total y en particular sobre la incomparable realización de la Idea
que fue Jesús de Nazareth, que hacen ilusionar a muchos cristianos” (“Jesucristo”,
T. II, c. 3).
¿Cómo no pensar en
Teilhard de Chardin y en todos los cristianos que hoy se hacen ilusiones leyendo
sus escritos envenenados por ese racionalismo y ese panteísmo? Esta página
ilustra admirablemente la continuidad del error fundamental que consiste en
querer someter a la razón todos los datos de la fe. Las tendencias que
comprobamos hoy en los escritos de los teólogos en boga, netamente modernistas,
toman ahí su fuente, al ??? de todas las herejías. Desgraciadamente estas
tendencias se manifiestan en los mismos catecismos modernos y esto es de una
gravedad excepcional. Que uno se atreva a
desfigurar las verdades más esenciales de la fe, o ponerlas en duda, es
colocarse fuera de la fe católica al mismo título que los que en el curso de la
historia han actuado de la misma manera y se han encontrado fuera de la
verdadera Iglesia.
Qué irrisión escuchar o
leer de parte de los que creen en el progreso necesario y fatal de la
humanidad, que los hombres de nuestro tiempo y con más razón sus hijos son
incapaces de entender palabras como virginidad, ángeles, infierno, devoción,
santidad, etc… Digámoslo, el mundo de hoy no sería entonces apto para entender
la fe católica, ¡aún la del Evangelio! ¡Qué confesión! Pero es más verosímil
decir que los que afirman estas cosas han perdido la fe y que se sienten desde
ahora incapaces de comunicarla: “nadie da lo que no tiene”. No debemos dudar en
proclamar a tiempo y a destiempo que hay una sola fe, un solo bautismo, que la
fe es un todo del cual no se puede negar ningún artículo sin encontrarse fuera
de la Iglesia y del camino de la salvación. Quien opone su razón a la
revelación transmitida por la Iglesia católica y romana, aún solamente sobre un
punto esencial como la presencia sustancial de Nuestro Señor en la Eucaristía,
o de la virginidad de la Virgen María, o de la existencia del pecado original
cometido por nuestros primeros padres que nos hace a todos culpables y nos
priva de la vida eterna, se separa de la Iglesia Católica y debe ser tratado
como hereje, es decir, excomulgado.
El Papa León XIII afirma
esta verdad de una manera muy elocuente en la encíclica “Satis Cognitum”:
es entonces necesario que de una manera permanente subsista por mal parte de la
misión constante e inmutable de enseñar todo lo que el mismo Jesucristo enseña,
por otra parte la obligación constante e inmutable de aceptar y profesar toda
la doctrina así enseñada. Es lo que San Cipriano expresa excelentemente en
estos términos:
“Cuando Nuestro Señor
Jesucristo en su Evangelio declara que los que no están con Él son sus
enemigos, no designa a una herejía en particular, sino que denuncia como sus
adversarios a todos los que no están totalmente con Él y al no recoger con Él
ponen la dispersión en el rebaño: «Aquel que no está conmigo está contra mí,
aquel que no recoge conmigo, desparrama».
“Penetrada a fondo por
estos principios y preocupada por su deber, la Iglesia siempre ha tenido el
mayor interés y ha perseguido con su mayor esfuerzo el conservar la fe de la
manera más perfecta, la integridad de la fe. Por eso, ha mirado como rebeldes
declarados y ha expulsado lejos de ella a todos los que no pensaban como ella,
sobre cualquier punto de la doctrina. Los arrianos, los montanistas, los
novacianos, los quartodecimanos, los eutiquianos seguramente no habían
abandonado la doctrina católica toda entera, sino solamente tal o cual parte, y
sin embargo ¿quién no sabe que han sido declarados herejes y fueron rechazados
del seno de la Iglesia? Y un juicio semejante condenó a todos los culpables de
doctrinas erróneas que han aparecido luego en las diferentes épocas de la
historia. Nada podía ser más peligroso que estos herejes que, conservando en
todo el resto la integridad de la doctrina, por una sola palabra, como una gota
de veneno, corrompen la pureza y la sencillez de la fe que hemos recibido de la
Tradición, del Señor, luego de los apóstoles…“Tal ha sido siempre la
costumbre de la Iglesia, apoyada por el juicio unánime de los Santos Padres,
los cuales han mirado siempre como excluidos de la comunión católica y fuera de
la Iglesia a quienquiera que se separase lo menos del mundo de la doctrina
enseñada por el magiste-rio auténtico” (Enseñanzas Pontificias,
Solesmes. “La Iglesia”, vol. I. 1, pág. 370). Ahora bien, es desde ahora
evidente que vivimos en una época en que el Magisterio de la Iglesia, ante
errores manifiestos, ante verdaderas herejías, ante desviaciones morales
escandalosas, no obra con el vigor y la precisión que hemos conocido
precedentemente. Basta con haber tomado conocimiento de los debates del Sínodo
(reunido en Roma en 1967) respecto a los peligros que corre la fe, para estar
desgraciadamente convencidos que un buen número de pastores no quieren condenar
más el error o la herejía. Lo han afirmado explícitamente. Está allí una de las
causas ciertas de la imprudencia con la cual los errores se propagan aún en y
por la prensa católica. Hay ahí una actitud inexplicable y contraria no
solamente a toda la tradición de la Iglesia, sino al simple sentido común:
condenar el error es proclamar la verdad que a tal error se opone, y es sobre
todo impedirle difundirse y perder las almas. Es más que evidente que el más
elemental de los deberes es proteger a su rebaño de los lobos que lo rodean y
cazan al de los mercenarios que los abandonan, según las enseñanzas del Buen
Pastor por excelencia. Guardemos la integridad de nuestra fe en las disposiciones
de humildad y de sumisión hacia la autoridad divina que se ha transmitido hasta
nosotros inmutable a través de los siglos hasta nuestros días. No nos dejemos
seducir por los artificios de los racionalistas, sucesores de los heresiarcas
de todos los tiempos. Atémonos a los catecismos ciertamente ortodoxos del
Concilio de Trento, de San Pío X, del Cardenal Gasparri. Huyamos de las
novedades contrarias a la tradición de la Iglesia.
“Novitates devita”,
decía ya San Pablo.
“Los heresiarcas, dice
Bossuet en su discurso sobre la historia universal (IIª parte, c. 30) han
podido encandilar a los hombres por su elocuencia y bajo una apariencia de
piedad, removerlos por sus pasiones, comprometerlos por sus intereses,
atraerlos por la novedad y el libertinaje sea por el del espíritu, sea aún por
el de los sentidos; en una palabra, han podido fácilmente equivocarse o hacer
equivocar a los demás, pues no hay nada más humano, pero además de que no han
podido ni jactarse de haber hecho ningún milagro en público ni reducir su
religión a hechos positivos de los cuales sus secuaces fueran testigos, siempre
hay un hecho desgraciado para ellos, que nunca han podido ocultar: es el hecho
de su novedad”.
Monseñor Marcel Lefebvre
21 de febrero de 1968
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