Carta Pastoral
nº 41
INTERVENCIÓN EN
EL CAPÍTULO GENERAL
DEL 28 DE
SEPTIEMBRE DE 1968
Si quise alejarme algunos
días en la paz y el recogimiento de la ciudad de San Francisco y de Santa
Clara, fue para vivir algún tiempo en la compañía más íntima de nuestro
Venerable Padre, leyendo de nuevo sus escritos y meditándolos a la luz de
Nuestro Señor, un poco como lo había hecho él mismo durante su estadía en Roma. He leído de nuevo, con
cierta satisfacción, las instrucciones del Venerable Padre a los miembros de la
Congregación, los Escritos espirituales y, particularmente, el admirable
comentario de la Regla provisoria de los misioneros de Liberman que el R.P.
Nicolás tuvo la idea providencial de remitir a nuestras manos antes de ese
capítulo general extraordinario. Como se encuentra el
bosquejo en los planes de las instrucciones, el Venerable Padre en la Regla
provisoria distingue bien tres partes esenciales que son las bases de nuestra
sociedad religiosa apostólica:
1)
La definición de la Congregación, su fin apostólico particular, las líneas
generales de sus métodos apostólicos.
2)
El espíritu del misionero libermaniano que lo hará verdaderamente apto para
alcanzar el fin apostólico especial de la sociedad. En este capítulo insistirá
sobre todo en el celo y en la convicción.
3)
La organización de la Congregación.
En la lectura de estos
actos constitutivos de nuestro Venerable Padre, se puede admirar su espíritu
clarividente, poniendo en evidencia continuamente lo esencial y, sin embargo,
yendo hasta la descripción detallada de los medios para alcanzar el fin principal,
distinguiendo con sabiduría los medios necesarios, sine qua non y los
detalles que pueden encontrar una adaptación o modificación. Nuestro Venerable Padre,
penetrado de los Evangelios, de la Sagrada Escritura, teniendo siempre en su
pensamiento la vida ejemplar de Nuestro Señor y de los Apóstoles, viendo
claramente que el fin especial de la Congregación, aquello que la distingue de
otras, es evangelizar las almas más abandonadas, ve también con evidencia que
el apostolado a realizar, y particularmente con las almas abandonadas,
consistirá siempre en la irradiación, la difusión de la santidad de Nuestro
Señor presente en el alma de los misioneros. No puede concebir un
apostolado, y sobre todo aquel que propone para sus hijos, que pueda ser
distinto de la santidad, pues todo está en Nuestro Señor en el apostolado, todo
está para Él, todo es de Él, es predicar a Nuestro Señor, es dar a Nuestro
Señor, es vivir de Nuestro Señor en su misericordia, su bondad, su dulzura, su
fortaleza.
Para él, la santidad es
esencialmente apostólica, el apostolado requiere la santidad. Se apegará
entonces a darle a sus futuros misioneros (y a todos sus misioneros) todos los
medios, todas las condiciones que les permitirán la búsqueda continua y la
adquisición de la santidad sacerdotal y apostólica. Como siempre, preocupado
por la sencillez, buscando lo esencial, el Venerable Padre definirá con
claridad los medios que estima esenciales para sus misioneros, a los que no
considera en abstracto, sino más bien por el contrario, que ve en concreto, es decir,
en un apostolado bien determinado, poblaciones generalmente primitivas, muy
alejadas de las virtudes cristianas y sobrenaturales, que a menudo exigirán a
los misioneros disposiciones excepcionales y heroicas de paciencia, de
adaptación, de perseverancia, de fe esclarecida, de caridad indefectible; para
decirlo todo, de santidad excepcional. Con conocimiento de causa, con visión
serena, con una psicología y un espíritu de fe remarcable, nuestro Venerable
Padre nos precisará esos caminos que estimó necesarios para la santidad del
misionero libermaniano, del misionero de las almas más abandonadas en los
países de misión.
Estos medios son:
- la vida religiosa y la
vida de comunidad que realizan;
- la vida de abnegación;
- la vida de oración;
- la vida de caridad
fraterna, necesaria para el desarrollo de la santidad.
El celo apostólico o la
unión práctica con Nuestro Señor por la cual se realiza la difusión de la
santidad. Sería fácil citar largos
pasajes de los escritos del Venerable Padre para convencerlos de la importancia
que atañe a esos medios para el misionero del Santo Corazón de María.
Les recomiendo la lectura
del capítulo VII del Directorio Espiritual que habla de la vida religiosa, y
toda la segunda parte de la Regla provisoria comentada, y en particular lo que
concierne al celo apostólico. De estos escritos, resalta
claramente que nuestro Venerable Padre no concibe la vida religiosa y la vida
de comunidad para sus misioneros más que como las fuentes necesarias y
condiciones sine qua non de la adquisición de la santidad de su vocación
que define por el celo apostólico. Describe ese celo
apostólico con una abundancia de precisiones, con una perfección tal, que
encierra todas las virtudes del apóstol. Pero no concibe que se
pueda obtener y aplicar ese celo apostólico en las misiones de una manera
verdaderamente perfecta y permanente sin el sostén de la vida de comunidad y de
la vida religiosa. Estos medios necesarios
para la santidad tal como la concibe para sus misioneros les procurarán esa
abnegación, ese don total de sí mismos a Dios, esta vida de oración y de sostén
fraternal sin los cuales el verdadero celo apostólico será defectuoso. La realización práctica de
esta vida de comunidad y de la vida religiosa, es la observancia de la regla
bajo la vigilancia del Superior. He aquí lo que dice al
comienzo de la parte que intitula del Estado espiritual de la Congregación de
los misioneros del Santo Corazón de María.
“Así como los miembros del
cuerpo físico están unidos entre sí, es necesario que los miembros del cuerpo
espiritual estén vinculados entre ellos y el vínculo que debe unirlos es la
regla. Lo he dicho y lo repito, mientras haya unión entre los miembros de
nuestra Congregación, haremos mucho bien, pero si esta unión viene a romperse,
entonces tendremos miseria”. Un poco más adelante,
agrega: “La vida de comunidad es una vida de sociedad, de regularidad, de
obediencia a los Superiores. Necesita un Superior, primero para hacer ejecutar
la regla; luego, para emplear, según el espíritu y el fin mismo de estas
reglas, lo que cada miembro lleva a la comunidad”.
Ahora bien, debemos
reconocer muy humildemente que muchos de los nuestros no quieren más esta vida
religiosa y de esta vida de comunidad tales como son esencialmente conocidas
por nuestro Venerable Padre. ¿Para qué esconder esto? Desde hace un cierto
número de años, lentamente, progresivamente, pero como irremediablemente, un
buen número de compañeros han perdido la estima y la práctica de la verdadera
vida religiosa y de la vida de comunidad. Contra la vida de obediencia, de
prudencia hacia el mundo, de verdadero desapego de los bienes y posibilidades
de este mundo, contra las realidades de la vida de comunidad que nos mortifican
y nos obligan a la práctica de la caridad, que nos invitan a la vida de
oración, han prevalecido su individualismo, su egoísmo, su sed de libertad, de
independencia.
Muchos no quieren más
estar verdaderamente sometidos a un Superior, en quien respetamos al
representante de Dios. Todas las autorizaciones que hay pedirle les parecen
odiosas, humillantes, sea por su actividad, sea por su pobreza. Quieren seguir
su conciencia, sus aptitudes, rechazan que los Superiores tengan las gracias de
estado especiales para guiarlos y dirigirles en su actividad. No quieren más
estar restringidos a una regla en común, sino tener su regla ellos mismos.
Oraciones, comidas, recreaciones, sueño, todo eso no puede ser más que personal
y no puede estar arreglado de una manera común obligatoria. Quieren salir de la
comunidad libremente. Se debe tenerles confianza. Quieren llevar hábitos que
les convengan sin que nadie tenga que decirles nada. Estos son detalles que
miran a cada uno personalmente. En breve, digámoslo claramente, esperan y
pretenden dejar atrás a todos los predecesores en el ejercicio del celo
apostólico y de la santidad, llegando a eso por los medios que han creído un
deber tomar, es decir, sin la vida religiosa y sin la vida de comunidad. ¿No
hay un Santo Cura de Ars y santos sacerdotes seculares? Sin duda, pero han
practicado la esencia de la vida religiosa y de la vida de comunidad. Los
santos sacerdotes han sido formados en seminarios que eran verdaderos
noviciados de 5 ó 6 años. Han quedado marcados por la vida.
Hay que elegir desde
ahora. O se reencuentra la vida religiosa y la vida de comunidad tal como la
quiso nuestro Venerable Padre, o se abandona la Congregación para hacer una
piadosa unión. Debemos tener cuidado con esta aspiración de vida comunitaria
anárquica que consiste en una especie de vida de grupo sin autoridad, sin
Superior, esa vida supuestamente comunitaria sin comunidad, dejando libre curso
al individualismo, no puede vivir más que como parásita sobre una sociedad
religiosa normal que le da los medios de existencia, pero reducida a ella sola,
es efímera y caduca. Seamos francos y claros,
no nos paguemos de palabras, de fraseología, de literatura o de poesía, pero
digamos las cosas claramente. ¿Queremos la verdadera vida religiosa y la
verdadera vida de comunidad?
Volvamos entonces a lo que
nuestro Venerable Padre nos da como esencial para estas dos vidas; volvamos a
la obediencia, la castidad y la pobreza tales como las concibe para sus
misioneros; volvamos a la vida de comunidad más verdadera, agrupando a los
misioneros, según fórmulas adaptadas a los lugares y circunstancias bajo la
órbita de un Superior y en una comunidad teniendo algunas reglas adaptadas y
seguidas respecto al sueño, la oración, las comidas, las actividades, las salidas
y el ejercicio de la pobreza.
Que aquellos que estiman
no poder aceptar más estas dos piedras fundamentales de nuestra sociedad, tales
como el Venerable Padre las definen, busquen otra sociedad que les convenga y
funden una nueva, si no la renovación espiritual deseada y esperada será
ilusoria. Nuestro capítulo extraordinario no hará más que confirmar las
tendencias malas al individualismo, a la libertad, y en definitiva nuestra
sociedad se volvería una caricatura de Congregación religiosa, con miembros no
religiosos y una caricatura de vida de comunidad donde reinan la anarquía, el
desorden y la libre iniciativa individual. Estas tendencias ya se han
manifestado netamente en el Capítulo. Pongo en guardia a los que se dejan
influenciar y que creen hacer un bien dando su voto en este sentido. Los conjuro a leer al
Venerable Padre buscando su inspiración y sus decisiones, y no en las
tendencias modernas que arruinarán la Congregación. Terminando, doy a sus
meditaciones esa admirable página del Venerable Padre (D.S. p. 189):
“Un pensamiento me vino a
menudo al espíritu y a veces me preocupó fuertemente; he pensado que, si plugo
a Dios tratarnos tan duramente, es para castigarnos misericordiosamente por
nuestros pecados. Evidentemente parece querer que salvemos este país, mas por
nuestra propia santificación que por nuestro celo; quiero decir que la santa
voluntad de Dios parecer ser que nos ubiquemos en medio de estos pueblos
llevando una vida totalmente santa y poniendo un cuidado particular en la práctica
de las virtudes religiosas y sacerdotales: la humildad, la obediencia, la
caridad, la dulzura, la sencillez, la vida de oración, la abnegación, etc. Que
estas virtudes sean el objeto de todas nuestras preocupaciones y, lejos de
impedir de ninguna manera el ejercicio del celo apostólico, les darán, por el
contrario, más consistencia y perfección. “…Lo que ha
podido dar lugar a esa vía falsa, es la idea inexacta de su estado. Estos
pobres hijos, habiendo abandonado su país para ser misioneros, siempre han
conservado esa idea: ¡soy misionero ante todo! En consecuencia y sin darse
cuenta, no daban suficiente importancia a la vida religiosa y se libraban
demasiado, creo, a la vida exterior. “¡Muy bien! Si esa conjetura estuviese
bien fundada, sería importante esclarecer a estos queridos compañeros,
haciéndoles ver que en verdad, la misión es el fin, pero que la vida religiosa
es el medio sine que non y que ese medio tiene necesidad de fijar toda
su atención y ser el objeto de todas sus preocupaciones.
“Si son santos religiosos,
salvarán a las almas; si no lo son, no serán nada, porque la bendición de Dios
se vincula con su santidad”.
Monseñor Marcel Lefebvre
(“Aviso del mes”, septiembre-octubre de 1968)
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