PROMETEO
LA RELIGIÓN
DEL HOMBRE
ENSAYO DE UNA HERMENÉUTICA
DEL CONCILIO VATICANO II
PADRE ÁLVARO CALDERÓN
(CAUSA
EFICIENTE)
1º La reinvención
moderna de la autoridad
De un modo muy esquemático
-que exigiría muchas explicaciones- podemos decir que el movimiento humanista surgió
como un movimiento de rechazo de la autoridad. Nació en el siglo XIV como una
liberación de la autoridad doctrinal de la Iglesia, liberando la fe por el
recurso a las fuentes escriturarias sin la glosa de los teólogos y liberando la
razón por la vuelta a la filosofía y literatura paganas. En esta tarea
destructiva tuvo especial efecto el movimiento pendular entre el formalismo
voluntarista de Duns Escoto y el nominalismo simplista de fray Guillermo de
Ockham. Como era inevitable, esto llevó a liberarse también de la autoridad
disciplinar de la Iglesia. Los reyes cristianos fueron de los primeros en
hacerlo (Felipe el Hermoso), favoreciendo con su ejemplo la generalización de
este movimiento en la reforma protestante del siglo XVI. El proceso de
liberación tampoco podía quedar allí. En el siglo XVII, Descartes se libera,
con su «duda metódica», de toda autoridad doctrinal anterior, sean teólogos
cristianos o filósofos paganos, poniéndose a pensar sin el respeto reverencial
de la tradición, que hasta entonces había caracterizado al hombre desde la
antigüedad. Y como no podía dejar de ocurrir, un siglo después, el humanismo
ilustrado le corta la cabeza a los reyes para liberarse también de la autoridad
disciplinar del orden político cristiano.
Pero como sin autoridad no
existe ninguna sociedad, en la medida en que se fue destruyendo el concepto y
la realidad de la autoridad sostenida por la Iglesia, se iba intentando fundar
un modo de autoridad nueva, a la que podemos llamar moderna. Si ponemos el
origen de este proceso en Marsilio de Padua y su plenitud en Maquiavelo, no
creemos equivocarnos demasiado. El primero invierte la relación entre el poder político
y el eclesiástico en el orden temporal, justificando la existencia de una
autoridad política liberada sobre todo de su subordinación al magisterio de la
Iglesia. Maquiavelo va a llevar ese proceso a su término, liberando el
ejercicio del poder de toda subordinación a principios doctrinales. Invierte la
relación entre el orden especulativo y el práctico. Ahora bien, el ejercicio
maquiavélico del poder -al que malamente se puede llamar autoridad- exige una
justificación ante los ingenuos, y así se fue creando el sofisma de la
democracia. Esta es una máscara que oculta un poder sin principios doctrinales
ni responsabilidad moral.
El Concilio Vaticano II
significó la adopción de la modalidad moderna en el ejercicio del poder por parte
de la jerarquía eclesiástica, única que guardaba todavía el ejercicio de una
verdadera autoridad. Caían así junto con ella todas las autoridades políticas
que intentaban trabajosamente sostenerse en un ejercicio más tradicional, pues
se hacían fuertes con el respaldo doctrinal y moral de la Iglesia.
Una nueva
jerarquía para una «nueva cristiandad»
El humanismo liberal había
rechazado la autoridad de una Iglesia que supuestamente ponía de tal modo el hombre
al servicio de Dios, que terminaba despreciando los valores humanos, impidiendo
su influencia en el orden temporal. Pero el humanismo nuevo - como dijimos - no
sólo comprobó, con la experiencia de las divisiones del protestantismo, la
necesidad de cierta autoridad para mantener en la unidad a una comunidad
religiosa, sino que comprobó también, dolorosísimamente con las dos guerras
mundiales, la necesidad de la Iglesia para mantener el orden entre las
naciones. El liberalismo había fracasado, por lo que había que proponer,
entonces, un nuevo modo de ejercer la autoridad que le permitiera a Cristo volver
a reinar en las personas y pueblos, para lo cual no tenía que buscar
demasiado, porque le bastaba trasladar al orden eclesiástico el modelo
democrático de los modernos poderes políticos. En el Concilio triunfó y se puso
en obra la proposición del nuevo humanismo que ponía la Iglesia al servicio del
hombre para alcanzar así una «nueva cristiandad». Observemos que nosotros,
católicos integristas, no terminamos de entender el carácter católico del
nuevo humanismo y lo identificamos sin más con el liberalismo clásico, pero no
es así. Ante el triunfo universal de la revolución moderna, el antiliberalismo
tradicional había prácticamente desesperado del reinado social de Nuestro
Señor, especialmente desanimado por la política de ralliement adoptada
por la jerarquía eclesiástica en el último siglo34. Ahora bien,
queriendo ser fiel a las directivas ponso a hacer el oficio más servil, nunca
la menoscabó: “Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque de
verdad lo soy. Si Yo, pues, os he lavado los pies, siendo vuestro Señor y
Maestro, también habéis de lavaros vosotros los pies unos a otros” (Jn 13, 13).
Los Papas tenían una clara noción de la autoridad y del bien común cuando, sin bajarse
de la Cátedra de San Pedro, se declaraban «siervos de los siervos de Dios». Una
de las exigencias, justamente, del catolicismo del nuevo «humanismo,
consiste en no abandonar - pese a todas las dificultades que implique - el
diálogo con el pensamiento tradicional y la reinterpretación de sus doctrinas.
Los que se tomaron la libertad de pensar en ruptura con la tradición,
terminaron separados de la Iglesia. Cree necesario, entonces, aferrarse a lo
que Benedicto XVI ha llamado la «hermenéutica de la continuidad». Esta
exigencia obliga a los nuevos pensadores a dar alguna interpretación a las
nociones tradicionales de autoridad y bien común, por más que su
manera de pensar los lleva más bien a librarse de ellas. Y resulta
sorprendente que autores de formación tan diferente, como pueden serlo el
tomista Jaques Maritain y el jesuíta Gastón Fessard, formado en el diálogo con
Hegel y el existencialismo, terminen en posiciones muy semejantes. Pero quizás
no deberíamos sorprendernos tanto, porque la esencia de la posible solución es
única y simple. Vimos que la exageración de la dignidad de la persona humana
lleva a invertir su relación con el bien común, subordinando éste a aquélla.
Pues bien, no hace falta hacer más, porque como todos están de acuerdo en que
la autoridad se entiende en orden al bien común, también la autoridad va a
quedar subordinada a la persona por alguna manera de democracia.
4º Conclusión
El éxito del humanismo
integral, fruto de su sincera y perseverante voluntad de permanecer católico,
consistió en no haberse opuesto al poder jerárquico sino, por el contrario,
en habérsele ofrecido como mediador en sus conflictos con el mundo
moderno, hasta persuadirlo de transformarse según sus consejos, lo que
logró completamente en el Concilio Vaticano II. Allí comienza, con audacia y
decisión, la puesta en práctica de la estrategia de la «nueva
cristiandad», poniendo ahora en la empresa no sólo la fuerza de las ideas
cristianas, sino el inmenso poder del Papa y de la jerarquía eclesiástica.
IV. QUÉ ES FORMALMENTE EL HUMANISMO CONCILIAR
La inversión personalista
que pone a Dios al servicio del hombre, y por lo tanto a la Iglesia, lleva también
a invertir la relación entre gracia y naturaleza, estimando a aquella sólo
porque perfecciona a ésta. Del hombre, entonces, se promueve la dignidad que le
viene de sus valores estrictamente humanos, en especial de su libertad; de allí
que este humanismo termina siendo un naturalismo capaz de traer a su molino todos
los dogmas cristianos. Por lo tanto -como dijimos
al principio-, el Concilio ha cometido de manera social y con carácter oficial,
el mismo pecado que comete el religioso que deja de vivir para Cristo y comienza
a mirarse a sí mismo. De hecho, Pablo VI y Juan Pablo II han definido muchas
veces el Concilio como una «toma de conciencia» que la Iglesia ha hecho de sí
misma, como si hasta entonces hubiera estado olvidada de su propio ser. Si bien
esta manera de hablar responde al psicologismo del pensamiento moderno, no deja
de tener fundamento real. El verdadero religioso debe vivir olvidado de sí y
vuelto totalmente a Nuestro Señor, y su religión entra en riesgo cuando
comienza a prestarse atención a sí mismo. Este ha sido justamente el pecado del
Concilio: dejar la orientación a Dios y volver la mirada satisfecha a la propia
humanidad, engalanada por los dones de Dios. Sí, es cierto, nuestra humanidad
está hecha a imagen de Dios, pero ¡ay de nosotros si nuestro corazón se detiene
en la imagen y no sigue al Creador! ¡Este y no otro fue el pecado que perdió a Lucifer! Si bien se mira, así como la
religión católica se llama con toda propiedad «cristianismo», así también la
religión conciliar merece el nombre de «humanismo»:
• El catolicismo consiste en
una actitud religiosa que orienta todas las cosas a Jesucristo, en cuanto es
“Imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación, porque en él fueron
creadas todas las cosas” (Col 1, 15), rindiendo culto a Dios “per
Ipsum, et cum Ipso, et in Ipso” (Canon romano). Si bien Jesucristo es Dios
y hombre, y como hombre nos facilita el acceso al conocimiento y amor de Dios, “ut
dum visibiliter Deum cognoscimus, per hunc in invisibilium amorem
rapiamur, para que, conociendo a Dios visiblemente, seamos por ello
arrebatados en el amor de lo invisible” (Prefacio de Navidad), sin embargo
nuestra religión no es idolátrica, porque la humanidad de Nuestro Señor está
asumida en la Persona del Verbo, Imagen consubstancial de la divinidad. De
manera que nuestra religión es ciertamente «cristianismo», pues el culto a
Cristo es culto a Dios en sí mismo.
• Formalmente considerada,
la novedad conciliar consiste en una actitud religiosa que reorienta todas las
cosas al hombre, en cuanto es imagen de Dios y primogénito de toda la creación,
porque - según la inversión del personalismo -para él fueron creadas todas las
cosas. La persona humana sería como la producción y emanación de las Personas
divinas en la que Dios quedaría realizado como Creador; de manera que el
Concilio enseña a rendir culto al hombre, porque supuestamente por él, con
él y en él se hallaría glorificado Dios. Por eso es muy exacto llamar
«humanismo» a la religión conciliar, tanto como a la religión católica se la
llama «cristianismo». El mismo Jesucristo - como se verá - es valorado por el
Concilio en cuanto perfecto Hombre y no tanto porque sea Dios. Lo único que
tenemos que aclarar es que, a diferencia del cristianismo, el humanismo
conciliar es idolátrico, porque la humanidad adorada por el Concilio no
está en unión hipostática con la divinidad.
Si consideramos, entonces,
la modalidad introducida por el Concilio según su forma propia, debemos decir
que se trata de una nueva religión que adora al hombre como realidad suprema de
la creación y del Creador. En pocas palabras, lo que aquí tenemos es «La
Religión del Hombre».
V. Conclusión
Formalmente considerada,
la modalidad impresa en la Iglesia por el Concilio Vaticano II es una nueva
religión. Tiene como finalidad rendir culto a la dignidad de la persona
humana, en lo que coincide con el humanismo ateo; pero, a diferencia de éste,
halla en el hombre un valor trascendente en cuanto imagen viva de la divinidad,
que coronaría a Dios como Creador. En esta empresa han sido empeñadas, a manera
de materia, todas las riquezas de la Iglesia - tanto sus doctrinas e
instituciones, como la nobleza de sus hijos más ingenuos - por medio de una
sutil reorientación antropocéntrica, tarea preparada con sufrida paciencia por
el «modernismo», condenado por San Pío X a principios del pasado siglo, y por
la «nueva teología», condenada por Pío XII hacia los años 50. Y si esta
transformación pudo imponerse en la Iglesia, fue porque se utilizó como agente
a la misma jerarquía eclesiástica, modificada para el caso según los
principios maquiavélicos de la democracia moderna.
C. PROPIEDADES MÁS NOTORIAS
DEL ESPÍRITU CONCILIAR
Una vez que se ha podido
definir una cosa y señalado sus causas fundamentales, se hace normalmente fácil
explicar algunas de sus propiedades, sobre todo las más manifiestas. Respecto a
la obra del Concilio Vaticano II, saltan a la vista varias propiedades
interesantes, pero creemos suficiente destacar tres que nos parecen tener un
puesto principal. La cualidad más notoria de la religión conciliar es, nos
parece, su optimismo. De ésta se sigue otra que podríamos denominar la inclusividad
de la mente conciliar. Y por último, no queremos dejar de referirnos a una
tercera cualidad que le es muchas veces y de muchos modos atribuida: la novedad.
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