II
¿QUÉ ES EL INFIERNO?
EL INFIERNO: CONSISTE EN SEGUNDO
LUGAR EN LA PENA HORRIBLE
DEL FUEGO
Hay fuego en el infierno: esto es de fe revelada. Recordad las palabras
claras, precisas, formales, del Hijo de Dios: “Apartaos de Mí, malditos; id al
fuego, in ignem ]. En la cárcel de fuego éste no se
extinguirá nunca. El Hijo del Hombre enviará sus Ángeles, y éstos tomarán a
aquéllos que habrán obrado mal para echarlos en el horno de fuego, in
caminum ignis”. Palabras divinas, infalibles, que han repetido los
Apóstoles y que son la base de la enseñanza de la Iglesia. En el infierno los
condenados sufren la pena del fuego. En la historia eclesiástica leemos que los
jóvenes que en el siglo tercero asistían a los cursos de la célebre escuela de
Alejandría, en Egipto, habiendo entrado un día en una iglesia, en la que un
clérigo predicaba sobre el fuego del infierno, burlóse uno de ellos, mientras
que el otro, poseído de temor y de arrepentimiento, se convirtió, y poco tiempo
después se hizo religioso para mejor asegurar su salvación. Algún tiempo
después murió repentinamente el primero, permitiendo Dios que se apareciese a
su antiguo compañero y le dijese:
“La Iglesia predica la verdad cuando predica el fuego eterno del
infierno. Los eclesiásticos no tienen más que un defecto, y es que dicen cien
veces menos de lo que existe” .
EL FUEGO DEL INFIERNO
ES SOBRENATURAL E INCOMPRENSIBLE
¡Ay! ¿cómo expresar y cómo concebir en el mundo las grandes realidades
de la eternidad? Por más que hagan los eclesiásticos, su entendimiento y su
palabra sucumben bajo este peso. Si del cielo se ha dicho: “El ojo no ha visto,
la oreja no ha oído, el entendimiento del hombre no puede comprender lo que
reserva Dios a los que le aman”, puede igualmente y en nombre de
la justicia infinita decirse del infierno: “No, el ojo del hombre no ha visto,
su oreja no ha oído, su entendimiento no ha podido ni podrá jamás concebir lo
que la justicia de Dios reserva a los pecadores impenitentes” . “ ¡Yo sufro,
sufro cruelmente en estas llamas!” exclamaba desde el fondo del infierno el mal
rico del Evangelio. Para penetrar la extensión de esta primera palabra del reprobo: “
¡Sufro! crucior! Deberíase poder penetrar la extensión de las
otras: “En estas llamas, in hac flamma”. El fuego de este mundo
es imperfecto, como todo lo del mundo, y nuestras llamas materiales, a pesar de
su espantoso poder, no son más que una miserable figura de las llamas eternas
de que habla, el Evangelio. ¿Es posible expresar, sin quedar muy por debajo de
la verdad, el horror del, sufrimiento que experimentaría un hombre que fuese
metido no sólo por algunos minutos en un horno ardiente, suponiendo que en él
pudiese vivir? ¿Es esto posible, pregunto yo? Evidentemente no ¿Qué decir,
pues, de aquel fuego sobrenatural, de aquel fuego eterno, cuyos horrores no pueden
compararse con cosa alguna? No obstante, como estamos en el tiempo y no en la
eternidad, hemos de valernos de pequeñas imágenes de este mundo, débiles e imperfectas
como son, para elevarnos un poco a las realidades invisibles e inmensas de la otra
vida. Por la consideración del indecible sufrimiento que en este mundo causa el
fuego terrestre, debemos espantarnos a nosotros mismos, a fin de no caer en los
abismos del fuego del infierno.
El Padre De Bussy
y el joven libertino
Esto es lo que un día quiso hacer tocar con el dedo a un joven libertino
un santo misionero de principios de este siglo, célebre en toda Francia por su
apostólico celo, su elocuencia y sus virtudes, y un poco también por sus
originalidades. El P. de Bussy daba, en no sé qué importante ciudad del sur de
Francia, una interesante Misión que conmovió a toda la población. Era en lo más
crudo del invierno; aproximábase Navidad, y hacía un frío riguroso. En el
aposento en que el Padre recibía a los hombres había una estufa con mucho
fuego. Un día vio el Padre llegar un joven que le había sido recomendado a
causa de sus desórdenes y de sus impías fanfarronadas. El P. de Bussy
comprendió entonces que sería del todo inútil cuanto haría por él. “Venid acá,
mi buen amigo, le dijo alegremente; no tengáis miedo; yo no confieso a nadie contra
su voluntad. Venid, sentaos aquí y platiquemos un poco, mientras nos
calentamos” Abre la estufa, y viendo que la leña iba a consumirse pronto: “Antes de
sentaros, traedme uno o dos troncos”, dice al joven. Éste, algo sorprendido,
hace sin embargo lo que le pedía el Padre. “Ahora, añade éste, metedlo en la
estufa, allá muy adentro” . Y como el otro introdujese la leña en la puerta de
la estufa, el P. de Bussy le toma de improviso el brazo, y se lo mete hasta el
fondo. El joven da un grito y retrocede.
“ ¡Ah! —exclamó—, ¿estáis loco? ¡ibais a quemarme!
“ ¿Qué tenéis, querido 'mío?, replica el Padre tranquilamente; ¿acaso no
tenéis que acostumbraros? En el infierno, a donde iréis si continuáis viviendo
como vivís, no será sólo la punta de los dedos que arderá en el fuego, sino
todo vuestro cuerpo; y este pequeño fuego es nada en comparación del otro.
Vamos, vamos, mi buen amigo, valor; es menester acostumbrarse a todo” . Quiso
volver a tomarle el brazo, pero se resistió el joven, como puede pensarse. “Pobre
hijo mío, —le dice entonces el P. de Bussy cambiando de tono—, reflexionadlo un
poco: ¿no vale más renunciar al pecado que arder eternamente en el infierno? Y
los sacrificios que Dios os pide para evitaros tan espantoso suplicio, ¿no son
en realidad bien poca cosa?”
El joven libertino se marchó pensativo. Reflexionó, en efecto, y lo hizo
tan bien, que no tardó en volver a casa del misionero, quien le ayudó a
descargarse de sus pecados y a entrar en el buen camino. Doy por sentado que
entre mil o diez mil hombres que viven alejados de Dios, y por consiguiente en
camino del infierno, no habría quizás uno solo que resistiese “ a la prueba del
fuego” . No hay uno solo que fuese bastante loco para aceptar el siguiente
trato: “Durante todo el año podrás entregarte impunemente a todos los placeres,
saciarte de voluptuosidades, satisfacer- todos los caprichos, con la sola
condición de pasar un día, únicamente un día, o bien una hora en el fuego” .
Lo repito, ni uno solo aceptaría la propuesta. ¿Queréis una prueba?
Escuchad.
Los tres hijos de
un viejo usurero
Un padre de familia, que se había enriquecido a fuerza de irritantes
injusticias, había caído enfermo de peligro. Sabía que tenía ya en sus llagas
la gangrena, y con todo no podía decidirse a restituir. “ Si restituyo, decía,
¿qué será de mis hijos?” . Su párroco, hombre de talento, para salvar aquella
pobre alma recurrió a una curiosa estratagema. Le dijo que si quería curarse le
indicaría un remedio muy sencillo, pero caro, muy caro.
—Mas que cueste mil, dos mil, diez mil francos;
¿qué importa? —responde con viveza el anciano—; ¿en qué consiste?
—Consiste en hacer fundir en los puntos gangrenados la grasa de una
persona viva. No se necesita mucho: si halláis alguna que por diez mil francos
quiera dejarse quemar una mano durante un cuarto de hora escaso, habrá
bastante.
—¡Ay! —dijo el pobre hombre suspirando—, temo no encontrar nadie que
quiera aceptar.
—He aquí un medio, —dice tranquilamente el párroco: haced venir a
vuestro hijo mayor, el cual os ama y ha de ser vuestro heredero. Decidle:
Querido hijo mío, puedes salvar la vida a tu anciano padre si consientes en
dejarte quemar una mano, tan sólo durante un cuarto de hora escaso. Si rehúsa,
podéis hacer la proposición al segundo, obligándoos a instituirlo heredero en
lugar de su hermano mayor. Si éste rehúsa a su vez, el tercero aceptará sin
duda. Hizo sucesivamente la proposición a los tres hermanos, quienes uno tras
otro la rechazaron horrorizados. Entonces el padre les dijo:
—¡Qué! ¡para salvarme la vida os espanta un momento de dolor, cuando yo
para procuraros vuestro bienestar iré al infierno a arder eternamente! ¡En
verdad sería muy loco!
Y se apresuró a restituir cuanto debía, sin considerar lo que sería de
sus hijos. Y tuvo razón, y sus tres hijos también. Dejarse quemar una mano
durante un cuarto de hora, aun para salvar la vida a su padre, es un sacrificio
superior a las fuerzas humanas. Pero ¿qué es esto, como ya lo hemos dicho, en comparación
de los ardientes abismos del fuego del infierno?
¡Hijos míos, no
vayáis al infierno!
Conocí en 1844, en el señiinario de San Sulpicio, en Issy, cerca de
París, a un profesor de ciencias sumamente distinguido, y cuya humildad y
mortificación admiraban todos. Antes de ordenarse, el Padre Pinault había sido uno
de los más eminentes profesores de la Escuela politécnica. En el seminario daba
la clase de física y química. Un día, durante un experimento, se prendió el
fuego, no sé como, con el fósforo que manipulaba, y en un instante se encontró
su mano rodeada de llamas. Auxiliado por sus discípulos, el pobre profesor intentaba
en vano apagar el fuego que devoraba su mano, la cual en pocos minutos era una
masa informe, incandescente, y de la que habían desaparecido ya las uñas.
Vencido por el exceso del dolor, el desgraciado había perdido el conocimiento.
Se le metió la mano y el brazo en un cubo de agua fría, para ver de templar
algún tanto la violencia de aquel martirio. Durante todo el día y toda la noche
fue el suyo un continuo grito, irresistible, desgarrador, y cuando a intervalos
podía articular algunas palabras, decía y repetía a tres o cuatro seminaristas que
lo asistían:
“ ¡Hijos míos!. . . ¡hijos míos! ¡no vayáis al infierno!. . . ¡no vayáis
al infierno!
El mismo grito de dolor y de caridad salió en 1867 de los labios, o
mejor, del corazón de otro eclesiástico en una circunstancia análoga. Cerca de
Pontivy, diócesis de Vanne, un joven vicario llamado Laurent se había arrojado
en medio de las llamas de un incendio para salvar a una desgraciada madre y dos
hijos pequeños; dos o tres veces se precipitó con un valor y una caridad
heroicos hacia el lado de donde salían los gritos, y había tenido la dicha de
sacar sanos y salvos a los dos pobres pequeñuelos. Pero quedaba la madre, y
nadie se atrevía a afrontar la violencia de las llamas que iba creciendo por
minutos. No atendiendo más que a su caridad, el vicario Laurent se precipitó una
vez más a través de la hoguera, llega a agarrar a la desgraciada madre, casi loca de terror, y la tira, por
decirlo así, fuera de los alcances del fuego. Al mismo instante, se hunde el
techo; el santo clérigo, derribado, rueda en medio de los restos inflamados;
pide auxilio, y a duras penas pueden arrancarlo a una muerte inminente. ¡Ay!
era demasiado tarde. El pobre sacerdote había sido mortalmente atacado, había
aspirado las llamas; el fuego empezaba a quemarlo interiormente, y lo devoraban
indecibles sufrimientos. En vano los buenos habitantes de la parroquia se
esmeraban en auxiliarlo: todo era inútil, el fuego interior continuó sus
estragos, y en pocas horas el mártir de la caridad había ido a recibir en el
cielo el premio de su heroica conducta. Durante su terrible agonía, decía
también a los que lo rodeaban:
“ ¡Amigos míos, hijos míos!. . . ¡no vayáis al infierno!.. . ¡es espantoso!... ¡de este modo deben quemarse en el infierno!..
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