CAPÍTULO 11
Carta Notre charge apostolique
del Papa San Pío X
a los obispos de Francia
sobre Le Sillon
(25 de agosto de 1910)
(Primera parte)
En una carta dirigida a los
obispos de Francia el 25 de agosto de 1910, el Papa San Pío X condenó Le Sillon .
Esta asociación nació en suelo francés y, por eso, el Papa se
dirige a los arzobispos y obispos franceses. Sabemos que Le Sillon fue
fundado por Marc Sangnier, precursor de lo que más tarde fue la Acción
católica. Aunque como persona privada era buen católico, sostenía ideas que
sencillamente se aproximaron poco a poco a las ideas liberales y masónicas, ni
más ni menos. Además, el mismo Papa hace alusión a esto. En su origen Le
Sillon era un movimiento sentimental de estudiantes. Marc Sangnier visitaba
a sus compañeros y universidades, en donde pronunciaba discursos fogosos.
Orador brillante y muy sentimental, levantaba un entusiasmo extraordinario
entre sus oyentes. Pero se descubrió que era peligroso porque preconizaba una
especie de concepto falso de la caridad, como explica muy bien el Papa. Al
principio los mismos obispos se mostraron más bien favorables a este
movimiento, porque sus afiliados eran católicos que manifestaban el deseo de
extender el reinado social de Nuestro Señor, de desarrollar la Iglesia y de
renovar el cristianismo. Pero poco a poco se desvió completamente, y el Papa
tuvo que intervenir severamente y sin más condenó Le Sillon. Con todo, Marc Sangnier se sometió, pero las ideas de Le Sillon
siguieron siendo muy tenaces, y se puede decir que una gran parte de los
arzobispos y obispos franceses, e incluso de los cardenales, como Gerlier y
Liénart y otros que vivían todavía hace poco, quedaron marcados profundamente
por las ideas que propagó este movimiento y que los habían influenciado cuando,
siendo jóvenes, frecuentaban los colegios o universidades. El cardenal Gerlier,
por ejemplo, fue uno de los que die-ron gran apoyo a las ideas de Le Sillon en
la diócesis de Lyón, donde fue nombrado arzobispo en 1937. Finalmente, este
movimiento causó estragos considerables, que se manifestaron más tarde y aún en
nuestros días. Ya que en la descripción que hace de ese movimiento vemos de
modo increíble y extraordinario las ideas que se propagan ahora, esta carta de
San Pío XI es aún mucho más interesante. Ya en esa época el Papa se refería a
las personas que se llaman católicas pero que se han desviado completamente:
«Nuestro cargo apostólico
nos obliga a vigilar por la pureza de la fe y por la integridad de la
disciplina católica; a preservar a los fieles de los peligros del error y del
mal, sobre todo cuando el error y el mal les son presentados con un lenguaje
atrayente, que, ocultando la vaguedad de las ideas y el equívoco de las
expresiones bajo el ardor del sentimiento y la sonoridad de las palabras, puede
encender los corazones en favor de causas seductoras, pero funestas. Tales han
sido en otro tiempo las doctrinas de los llamados filósofos del siglo XVIII,
las de la Revolución y las del liberalismo, tantas veces condenadas; tales son
también hoy día las teorías de Le
Sillon, que, bajo sus brillantes y generosas apariencias, faltan con
mucha frecuencia a la claridad, a la lógica y a la verdad, y, bajo este
aspecto, no realzan el genio católico y francés».
Es una pequeño halago a los franceses, para poder combatir con más
fuerza las ideas de Le Sillon.
Los buenos tiempos de Le Sillon
«Hemos dudado mucho tiempo, venerables
hermanos, decir públicamente y solemnemente nuestro pensamiento sobre Le Sillon. Ha sido necesario que
vuestras preocupaciones vinieran a unirse a las nuestras para decidirnos a
hacerlo. Porque amamos a la valerosa juventud enrolada bajo la bandera de Le Sillon y la juzgamos digna, en
muchos aspectos, de elogio y de admiración. Amamos a sus jefes, en quienes Nos
reconocemos gustosamente almas elevadas, superiores a las pasiones vulgares y
animadas del más noble entusiasmo por el bien. Vosotros mismos los habéis
visto, venerables hermanos, penetrados de un sentimiento muy vivo de la
fraternidad humana, marchar al frente de los que trabajan y sufren, para
ayudarlos, sostenidos en su entrega por su amor a Jesucristo y la práctica
ejemplar de la religión. Era el día siguiente de la memorable encíclica de
nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII sobre la situación de los
obreros. La Iglesia, por boca de su Pastor supremo, había derramado sobre los
humildes y los pequeños todas las ternuras de su corazón materno y parecía
llamar con sus deseos a campeones cada día más numerosos de la restauración del
orden y de la justicia en nuestra sociedad perturbada. ¿No venían los
fundadores de Le Sillon, en el
momento oportuno, a poner a su servicio tropas jóvenes y creyentes para la
realización de sus deseos y de sus esperanzas? De hecho, Le Sillon levantó entre las clases
obreras el estandarte de Jesucristo... Eran los buenos tiempos de Le Sillon; es su lado positivo, que
explica los alientos y las aprobaciones que le han concedido el episcopado y la
Santa Sede, hasta el punto de que este fervor religioso ha podido velar el
verdadero carácter del movimiento sillonista».
Manifestaciones y tendencias inquietantes
«Porque hay que decirlo, venerables hermanos, nuestras
esperanzas se han visto en gran parte de-fraudadas. Vino un día en que Le Sillon acusó, para los ojos
clarividentes, tendencias inquietantes. Le
Sillon se desviaba. ¿Podía ser de otro modo? Sus fundadores, jóvenes,
entusiastas y llenos de confianza en sí mismos, no estaban suficientemente
equipados de ciencia histórica, de sana filoso-fía y de sólida teología para
afrontar sin peligro los difíciles problemas sociales hacia los que eran
arrastrados por su actividad y su corazón, y para precaverse, en el terreno de
la doctrina y de la obediencia, contra las infiltraciones liberales y
protestantes».
Podría
decirse que durante, e incluso antes del Concilio, se produjo algo parecido.
Todos esos liberales son, por supuesto, también católicos. Se ven sacerdotes,
obispos y hasta cardenales, llenos de buenos sentimientos y deseos, que
preconizan con todas las religiones e ideólogos: “¡Que ya no haya discusiones
—dicen—, ni discordias, ni luchas! ¡La paz!…” Ese lenguaje parece muy noble
pero no son más que palabras vanas: “En nuestra época hay que mostrar una gran
caridad, favorecer la unidad de la humanidad, etc.”…
Lo
que les falta a todos esos ideólogos es lo que decía San Pío X, es decir, la
ciencia histórica, la sana filosofía y la sólida teología. Se han dejado
embaucar por ideales que los alejan de la Iglesia. No han sabido resistir a los
errores liberales y protestantes.
«Los consejos no les faltaron —escribe
el Papa—; tras los consejos vinieron las amonestaciones; pero hemos tenido el
dolor de ver que tanto los avisos como las amonestaciones resbalaban sobre sus
almas esquivas y quedaban sin resultado».
La
descripción que hace el Papa es interesante:
«Resbalaban sobre sus almas esquivas y
quedaban sin resultado».
Es
lo mismo que sucede actualmente con los católicos liberales. Por más que se les
expone la ver-dad y se les hace ver la realidad, ¡no hay nada que hacer! Hace
cinco años que discutimos con los liberales que están en Roma y los ponemos
ante la verdad. No responden a nuestras preguntas ni a los problemas que les
planteamos. Se escamotean. Todo lo que podemos decirles corre como el agua
sobre las plumas del pato: ¡corre pero no cala! Y siempre repiten lo mismo:
“¡Sumisión!” Pero ¿sumisión a qué? La situación se ha invertido con relación a
la que conoció San Pío X porque ahora son los liberales los que ocupan Roma.
Ahora son ellos los que quieren imponer sus ideas y son los tradicionalistas
los que parecen desobedientes a la Iglesia, siendo que son ellos los primeros
que desobedecen… Podemos decir que esas personas son sillonistas. Lo que
creen, dicen y practican es exactamente todo lo que San Pío X denunció con
clarividencia sobre Le Sillon.
«Nos somos
deudores de la verdad a nuestros queridos hijos de Le Sillon, a quienes un ardor generoso ha puesto en un camino
tan falso como peligroso. Somos deudores a un gran número de seminaristas y de
sacerdotes...»
Los
que ahora son obispos y cardenales, y que tuvieron gran influencia en el
Concilio, eran seminaristas precisamente en ese momento: el cardenal Gerlier,
el cardenal Liénart… y eso sólo para hablar de los franceses.
«...que Le Sillon ha substraído, si no a la autoridad, sí al menos a la
dirección y a la influencia de sus obispos; somos deudores, finalmente, a la
Iglesia, en la que Le SilIon siembra
la división y cuyos intereses compromete».
Luego,
el Papa define algunos puntos de la doctrina sillonista que condena:
«En primer lugar conviene notar
severamente la pretensión de Le Sillon
de substraerse a la dirección de la autoridad eclesiástica».
En
segundo lugar, Le Sillon
«...impulsado por un amor mal entendido
a los débiles, ha incurrido en el error».
Y
en tercer lugar,
«...tienen una concepción especial de
la dignidad humana... Pero esta dignidad la entiende a la manera de algunos
filósofos, de los que la Iglesia está lejos de tener que alabarse».
Primer error: independencia de la autoridad
El
Papa da su juicio sobre las diferentes tendencias de Le Sillon, entre
las que, en primer lugar, está la de sustraerse a la autoridad eclesiástica.
«Los jefes de Le Sillon, en efecto, alegan que se desenvuelven sobre un
terreno que no es el de la Iglesia; que no persiguen más que intereses del
orden temporal y no del orden espiritual...».
Buscan el bien de los pobres, de los obreros; el bienestar
social…
«...que el sillonista es sencillamente un católico consagrado a la causa de
las clases trabajadoras, a las obras democráticas, bebiendo en las prácticas de
su fe la energía de su consagración; que ni más ni menos que los artesanos, los
trabajadores, los economistas y los políticos católicos, permanece sometido a
las reglas de la moral comunes a todos, sin separarse, ni más ni menos que ellos,
de un modo especial, de la autoridad eclesiástica». Evidentemente no se puede tratar de la justicia sin caer en
el terreno de la moral y de éste al de la Iglesia.
Segundo error: amor mal entendido de los pobres
«Lo hemos dicho ya: Le Sillon, impulsado por un amor mal
entendido a los débiles, ha incurrido en el error».
Todo
esto es el caso de hoy. La teología de la liberación, por ejemplo, se basa
supuestamente en el amor a los pobres, al tercer mundo, a los que sufren
hambre… “¡Hay que liberarlos! ¡Son esclavos!…” ¿De qué clase de liberación se
trata? ¿Qué tratan de hacer para aliviar las miserias de esa gente?
«En efecto, Le Sillon se propone la exaltación y la regeneración de la clase
obrera».
En
aquel entonces las clases obreras eran la preocupación; hubo la encíclica Rerum
novarum del Papa León XIII. Ahora se refieren sobre todo a las poblaciones
rurales y del tercer mundo. Quieren dedicarse a levantar y regenerar a los
campesinos de Sudamérica. Eso se vio cuando Pablo VI fue a Colombia. Quiso a
fuerzas tener un encuentro con los campesinos, sin que hubiera ningún
representante del poder civil ni autoridad alguna, y por supuesto, sin que hubiera ningún terrateniente. Se fue un poco a las
afueras de Bogotá, en donde todos esos su-puestos dirigentes de los movimientos
sociales y de la teología de la liberación los habían reunido. Pablo VI los
visitó para animarlos en sus reivindicaciones y en su espíritu de rebelión
contra los que los oprimen.
La teología de la liberación
Es
algo muy grave, porque es poner en el corazón de esas personas el vicio de la
codicia, cuando no lo sienten de manera alguna. Si se les preguntara
individualmente, la mayor parte de ellos no sienten esta idea de lucha, como
tampoco la de robar a su prójimo porque tiene más que ellos. Tienen
sencillamente sus pequeñas plantaciones de café y su agricultura. Tienen
también sus productos y algunos animales de crianza. Es verdad que viven
pobremente en casas modestas y muy sencillas. Son personas felices y que
generalmente tienen ocho, diez o quince hijos. Hay niños en todas par-tes: en
la casa, en los campos, entre las cañas de azúcar, y en las plantaciones de
café. Esa gente no se siente movida por las ideas que se le atribuyen y que se
les quiere inspirar, es decir: que están descontentos porque son pobres. Se
trata de hacer que no estén contentos y de introducir en las almas de esa
gente sencilla que no piensa en eso, un espíritu de revolución: “Si estáis en
la miseria es por culpa de los que tienen mucho dinero; es la culpa del
gobierno”. Se les quiere convertir en revolucionarios. Es horrible. Por esto
procuran reunirlos y darles la impresión de la que Iglesia está con ellos: esa
pobre gente que está en la miseria, tiene que reclamar la justicia social, y si
no puede de otro modo, que sea por la fuerza. Es espantoso. El resultado es que
los llevan a alistarse como guerrilleros que ponen a todo el país a sangre y
fuego, y esa gente sencilla, los campesinos, se vuelven aún más desdichados.
Cuando los guerrilleros llegan a sus modestas viviendas los saquean y les
quitan todo, porque tienen necesidad de comida y de dinero, y de ese modo la
gente del campo se ve reducida realmente a la miseria. ¡Así es como se pretende
liberarlos! ¡Es una locura criminal y pura maldad! El espíritu que anima a esos
su-puestos libertadores es diabólico. Yo tuve oportunidad de ver a los
campesinos, tanto en Colombia como en Perú, cuando visitaba a nuestros
sacerdotes misioneros que estaban entre esa gente sencilla. Es verdad que eran
pobres, pero no manifestaban ningún rencor ni odio contra los demás. Vivían
sencillamente pero felices. Sin duda, los gobiernos tienen que hacer todo lo
posible para elevar su nivel de vida y facilitarles la adquisición de pequeñas
propiedades para que continúen en el campo, cultivando sus terrenos y logren
que se les compren sus productos a precio razonable. En
lugar de practicar esta política, son atraídos a la ciudad, donde van a verse
entre enormes aglomeraciones, y en donde serán aún más desdichados que cuando
vivían en el campo y disponían de sus bienes. Así se convierten en gente
desposeída y a la que se les llama realmente proletarios. Se agrupan
masivamente alrededor de las ciudades, en las chabolas que se llaman favelas,
y constituyen finalmente un peligro, porque agrupados como están, es fácil
sembrar en ellos el fuego de la revolución. Reunidos de ese modo, pueden
provocar auténticas revoluciones.
En
Sudamérica, esas ciudades se han vuelto tentaculares y enormes... y la tercera
parte de la población del país se concentra en ellas. Tienen millones de
habitantes, y siguen llegando más, porque sin duda no se hacen bastantes
esfuerzos para sostener la agricultura. Hay además una especie de atractivo
hacia la ciudad que les fascina. Si alguno logra encontrar un trabajo y recibir
un pequeño salario, enseguida compra ropa buena, una cámara, un sombrero... y
esa es toda su fortuna... Cuando vuelve a su casa, se lo enseña a sus hermanos
y hermanas... que lo miran con los ojos abiertos... “Vuelves de la ciudad...
¿Qué es la ciudad? ¿Cómo es?” Y todos los que se habían quedado en el campo
tienen ganas de ir y seguir al que gana un poco de dinero y puede vestirse un
poco mejor que ellos. La única idea que tienen es la de irse con los que les
cuentan lo que se ve en la ciudad: televisión, revistas, las maravillas... Ese
atractivo de la ciudad es espantoso.
Así, seducidos por lo que se imaginan, se van también a la
ciudad, donde la mayor parte no encuentra trabajo, y así caen en un estado de
mucha miseria o viven pegados a uno o dos que trabajan, y que reciben un
salario más o menos conveniente, y todos viven de ello. Los que rodean a esos
pobres que trabajan son quince o veinte, y no pueden arreglárselas de otro
modo: “Es mi sobrino, es mi primo, es mi hermano o hermana, y tengo que
alimentarlos”. Todo el salario se va en eso; no lo-gran ahorrar nada, lo cual
plantea problemas muy, muy difíciles. También eso está hecho a propósito. Se
proletariza a la gente. Ya no tienen nada, y el hombre que no tiene nada está
maduro para la revolución. En cambio, el que tiene una pequeña propiedad,
aunque no represente mucho, que tiene por lo menos su casa, algunos árboles de
cacao y de plátano, y algunas cañas de azúcar, puede vivir de su terrenito, y
está apegado a la tierra y al lugar en que está. No tiene deseos de hacer una
revolución, y por lo menos puede vivir. Mientras que los que están en la ciudad
y no tienen nada, ¿qué hacen en todo el día? O van a robar o van a vagar... y
se convierten en presa de todos los vicios. Es evidente que hay un profundo
malestar. Pero el peligro está en infundir la rebelión en todas esas pobres
almas en lugar de darles un trabajo, propiedad... y ayudarles a soportar sus
dificultades. Los ponen en tales condiciones que inconscientemente los
convierten en gente rebelde, mientras que si, al contrario, con los bienes
espirituales se le diera un equilibrio interior, ya no estarían en el mismo
estado de espíritu. Estas reflexiones y ejemplos que he citado, porque yo mismo
los pude observar, no nos alejan de los motivos que llevaron al Papa San Pío X
a condenar Le Sillon, sino al contrario, pues él había medido bien los
peligros de las falsas concepciones de la vida social que proponía este
movimiento.
Supresión y nivelación de las clases
«
Le Sillon se propone la exaltación y la regeneración de la clase obrera.
Ahora bien, sobre esta materia los principios de la doctrina católica están
fijamente establecidos, y la historia de la civilización cristiana está ahí
para atestiguar la benéfica fecundidad de aquellos. Nuestro predecesor, de
feliz memoria, los ha recordado en páginas magistrales, que los católicos
consagrados a las cuestiones sociales deben estudiar y tener siempre ante los
ojos. Ha enseñado expresamente que la “democracia cristiana” debe “mantener la
diversidad de las clases, que es propia ciertamente de to-do Estado bien
constituido, y querer para la sociedad humana la forma y carácter que Dios, su
autor, ha impreso en ella”. Ha condenado “una democracia que llega al grado de
perversidad que consiste en atribuir en la sociedad la soberanía al pueblo y en
procurar la supresión y la nivelación de las clases”».
Esto
es lo que proponen los falsos doctrinarios: la supresión y nivelación de las
clases, y San Pío X recuerda los principios que había enunciado León XIII.
«Al mismo tiempo, León XIII imponía a
los católicos un programa de acción, el único programa capaz de volver a
colocar y de mantener a la sociedad sobre sus bases cristianas seculares. Pero
¿qué han hecho los jefes de Le Sillon?
(...) Han rechazado abiertamente el programa trazado por León XIII y han
adoptado otro diametralmente opuesto; además, rechazan la doctrina recordada
por León XIII sobre los principios esenciales de la sociedad, colocando la
autoridad en el pueblo o casi suprimiéndola y tomando como ideal para realizar
la nivelación de las clases».
Una
vez más se puntualiza el principio de la igualdad.
Como
ya hemos visto, lo que León XIII mencionó y denunció tantas veces en sus
encíclicas, son los principios modernos que pretenden instaurar la igualdad, es
decir, la nivelación: igualdad en los bienes de este mundo, en las facultades
que se tienen que poseer, en la riqueza, etc... Los Papas siempre han repetido
que esta igualdad no existe. Sí, hay una igualdad ante Dios; todos somos iguales
ante El, pero no en la igualdad temporal, en las facultades naturales y en los
bienes. Eso no existe. Si eso no existe y las cosas son así en la naturaleza,
es porque Dios lo ha querido. Y si Dios lo ha querido así, es para el bien y no
para el mal. “Eso no puede ser. ¿Por qué para el bien?” Porque precisamente los
hombres están hechos para vivir en sociedad y para comunicarse unos a otros los talentos que tienen. El que es inteligente,
tiene que comunicar los bienes de su inteligencia a los demás; es normal.
También esto concierne a las generaciones: los que tienen conocimiento, tienen
que comunicar su saber a los que no saben, educar a la juventud, etc... Es
practicar también la caridad, con que el rico comparte sus bienes con los
pobres. La caridad se manifiesta también compartiendo los diferentes bienes de
que se dispone. Todos los que trabajan y hacen algo son útiles para la
sociedad. ¿En qué ciudad viviríamos si no hubiera barrenderos para limpiar las
calles? Los más modestos servicios son útiles a la sociedad con cada uno en su
lugar. Querer nivelar absolutamente la sociedad es algo ridículo.
«Nos sabemos muy bien que se glorían de
exaltar la dignidad humana y la condición demasiado menospreciada de la clase
trabajadora, de hacer justas y perfectas las leyes del trabajo y las relaciones
entre el capital y los asalariados; finalmente, de hacer reinar sobre la tierra
una justicia mejor y una mayor caridad, y de promover, por medio de movimientos
sociales profundos y fecundos, en la humanidad un progreso inesperado. Nos,
ciertamente, no reprochamos estos esfuerzos, que serían, desde todos los puntos
de vista, excelentes si los sillonistas
no olvidasen que el progreso de un ser consiste en vigorizar sus
facultades naturales por medio de energías nuevas y en facilitarle el juego de
su actividad dentro del marco y de una manera conforme a las leyes de su
constitución; y que, por el contrario, al lesionar sus órganos esenciales, al
romper el marco de su actividad, se impulsa a ese ser, no hacia el progreso, sino
hacia la muerte».
Estos
marcos son precisamente los sociales. Todo el mundo no puede ser obrero o
empleado, ni todo el mundo puede ser patrón. Todos tienen su lugar en la sociedad
y esos lugares pueden modificarse según las aptitudes, inteligencia y habilidades
de unos y otros. El que antes era sólo un empleado, de pronto se vuelve jefe
subordinado y, si le va bien, principal. Cuando se emplea la justicia, hay una
selección natural en la sociedad. Son cosas normales y cosas queridas por Dios.
«Este es su sueño, de cambiar las bases
naturales y tradicionales de la sociedad y de prometer una ciudad futura
edificada sobre otros principios, que ellos tienen la osadía de declarar más
fecundos, más beneficiosos que los principios sobre los cuales reposa la ciudad
cristiana actual».
A
este punto, el Papa escribe la siguiente declaración vigorosa:
«No, venerables hermanos —hay que recordarlo enérgicamente
en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que cada individuo se
convierte en doctor y legislador—, no se edificará la ciudad de un modo
distinto a como Dios la ha edificado; no se levantará la sociedad si la Iglesia
no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por
inventar, ni la ciudad nueva por construir en las nubes. Ha existido y existe;
es la civilización cristiana, es la ciudad católica».
Por
este motivo, los fundadores de la “Ciudad Católica” eligieron esta expresión
formulada por San Pío X, que dijo: “No, la civilización no está por inventar;
ya ha recibido su forma terminada. La civilización no tiene otro nombre, es la
civilización cristiana, es la ciudad católica”.
«No se trata más que de instaurarla y
restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y di-vinos contra los
ataques siempre nuevos de la utopía malsana, de la revolución y de la impiedad:
omnia instaurare in Christo».
Es
algo sencillo. Como estos falsos doctrinarios se revisten de tesis que les
favorecen al enunciar las reformas que pretenden realizar, es mucho más difícil
desmitificar su acción nefasta. Dicen que quieren la justicia social. Usan el
vocabulario que siempre ha empleado la Iglesia, pero como sus ideas son
diferentes, sus palabras tienen otro sentido. Su lenguaje se inspira en las
ideas liberales y da un sentido revolucionario a las palabras libertad,
igualdad y fraternidad.
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