SEGUNDA PARTE: EL
LIBERALISMO
Naturalistas y racionalistas, autores del
liberalismo.
Así entramos en la segunda parte de la encíclica
consagrada al liberalismo. Viene primero el liberalismo absoluto y sus
principios.
«Pero hay ya muchos
imitadores de Lucifer, de quien es aquel nefando grito: “No serviré”, que
con nombre de libertad defienden cierta licencia tan absoluta como absurda. Son
los partidarios de ese sistema tan extendido y poderoso, que tomando su nombre
de la libertad ha dado en llamarse liberalismo». Esta es la definición del liberalismo.
«En realidad, lo que en
filosofía pretenden los naturalistas o racionalistas, eso mismo
pretenden en la moral y en la política los fautores del liberalismo, los cuales
no hacen sino aplicar a las acciones y realidad de la vida los principios
puestos por aquéllos».
En las encíclicas sobre la Masonería, hemos
visto que los Papas denunciaban estos graves errores:
naturalismo y racionalismo. Los
liberales son, pues, sus “partidarios” en el orden civil y moral. ¿Cuál es el
gran principio de los racionalistas? La dominación suprema de la razón humana.
El hombre, efectivamente, se hace Dios y sólo obedece a su propia razón y
persona:
«Ahora bien; el principio capital de
todo el racionalismo es la soberanía de la razón humana, que, por negar a la
razón divina y eterna la obediencia debida y declararse independiente, se
constituye a sí misma en principio primero, fuente y criterio de la verdad. Así
también los secuaces del liberalismo, de quienes hablamos, pretenden que en la
práctica de la vida no hay ninguna potestad divina a la que se deba obedecer,
sino que cada uno es ley para sí».
El deber es anterior al derecho
El Papa dirá más adelante que hay diferentes clases de
liberales y que todos no son tan radicales en su modo de pensar, pero que sin
embargo ahí está el vicio radical del liberalismo: la negación de la autoridad.
Lo mismo sucede con la teoría de los derechos del hombre: hay derechos pero no
deberes, porque quien dice deberes dice obligación y, por lo tanto, autoridad y
referencia a algo superior a sí mismo.
¿Quién nos da estos deberes? ¿Quién juzgará si los
cumplimos? ¿Quién castigará si los descuidamos? Evidentemente, una autoridad
superior. Está la autoridad del padre de familia, la del jefe de Estado y la
del jefe de la Iglesia, pero ¿a quién se refieren ellas sino a la autoridad de
Dios? De modo que desde el momento en que se habla de deberes, se hace
referencia a la autoridad de Dios. Por eso, hay que hablar del decálogo y de la
ley de Dios. Predicar el deber, es incitar a la virtud y a la responsabilidad.
Cuando todo el mundo cumpla con sus deberes, se observarán los derechos de los
demás.
El padre de familia tiene la obligación de educar a sus
hijos según la religión cristiana. Por el mismo hecho, cumple los derechos que
tienen los hijos de ser educados cristianamente, y lo mismo para lo demás… El
jefe de una industria, al cumplir con sus deberes, respetará los derechos de
sus empleados con un salario justo, pero estos tienen también el deber de
cumplir con el trabajo que se les pide justamente. El deber precede al derecho.
Es muy importante no olvidar esto. Nacemos con deberes y, para cumplirlos,
tenemos derechos. Nacemos con el deber de adorar a Dios y por esto nadie nos lo
puede impedir. Lo mismo, el padre de familia tiene el deber de educar a sus
hijos, alimentarlos y darles una casa; por eso tiene derechos, como el de tener
cierta propiedad privada, y por eso tiene también derecho a esperar de su
trabajo un mínimo vital para educar a sus hijos. Entendamos bien, pues, que el
deber funda el derecho, y no al revés, como se atreven a decir los racionalistas
y los liberales, para quienes el hombre nace con derechos.
La ideología democrática y el positivismo moral
Si ya no hay reconocimiento de la autoridad, se sufren las
consecuencias. Ya no puede haber moral, o habrá sólo una moral “independiente”
«De ahí —dice León XIII— nace esa moral
que llaman independiente, que apartando a la voluntad, bajo pretexto de
libertad, de la observancia de los preceptos divinos, suele conceder al hombre
una licencia sin límites».
Es lo que se llama hoy moral permisiva: hacer lo que se
quiera… Aquí está el origen de ese laxismo: como la autoridad no viene ya de
Dios, reside en los individuos y en el pueblo; es la ley del número, la
democracia, la ideología que quiere que el número otorgue la autoridad.
Por supuesto que las personas pueden designar al sujeto de la autoridad, pero
no se puede decir que den la autoridad. Sin embargo, la ideología
democrática —prosigue el Papa— pretende que:
«…la potestad pública tiene su primer
origen en la multitud y que, además, como en cada uno la propia razón es único
guía y norma de las acciones privadas, debe serlo también de todos en lo tocante
a las cosas públicas. Por todo esto, el poder es proporcional al número, y la
mayoría del pueblo
es la autora de todo derecho y obligación».
Así es como se reemplaza a Dios, supremo legislador. Ya no
es El quien crea el deber o el derecho, sino el pueblo o sus representantes; se
pueden de este modo hacer cualquier cosa, ya que son la única fuente de
derechos y deberes.
«Muy claramente resulta de lo dicho
cuánto repugne todo esto a la razón: repugna, en efecto, sobremanera no sólo a
la naturaleza del hombre, sino a la de todas las cosas creadas, querer que no
intervenga vínculo alguno entre el hombre o la sociedad civil y Dios, Creador
y, por lo tanto, Legislador Supremo y Universal».
León XIII señala a continuación algunas consecuencias de
estos principios abominables con que los hombres forjan su propia sociedad:
«Esta doctrina es perniciosísima, no
menos a las naciones que a los particulares. En efecto, dejando el juicio de lo
bueno y verdadero a la razón humana sola y única, desaparece la distinción
propia del bien y del mal; lo torpe y lo honesto no se diferenciarán en la
realidad, sino según la opinión y juicio de cada uno; será lícito cuanto
agrade, y (…) quedará, naturalmente, abierta la puerta a toda corrupción. En
cuanto a la cosa pública, la facultad de mandar se separa del verdadero y
natural principio, de donde toma toda su virtud para realizar el bien común, y
la ley que establece lo que se ha de hacer y omitir se deja al arbitrio de la
multitud más numerosa, lo cual es una pendiente que conduce a la tiranía.
Rechazado el señorío de Dios en el hombre y en la sociedad, es consiguiente que
no hay públicamente religión alguna, y se seguirá el mayor desprecio a todo
cuanto se refiera a la Religión».
Moral permisiva, moral independiente, positivismo moral,
predominancia del número… todo esto viene de la ideología democrática, y acaba
con una sociedad laica y atea, que describe León XIII: «Asimismo, armada la multitud con la
creencia de su propia soberanía, se precipitará fácilmente a promover
turbulencias y sediciones; y, quitados los frenos del deber y de la conciencia,
sólo quedará la fuerza, que nunca es bastante para refrenar por sí sola las
pasiones populares…»
La autodestrucción de la sociedad
En ese punto, quizás se tendrá que dar a cada persona dos
policías: uno para impedir que la maten y otro para impedirle que mate… Hoy
tienen que aumentar el número de policías, porque la gente ya no se deja guiar
por la ley moral. Como ya no hay disciplina interior, hay que impedirle exteriormente
que haga cualquier cosa. La situación se vuelve intolerable y vemos como surgen
Estados “policías”… puesto que —dice el Papa— la fuerza “por sí sola” es muy
débil.
«…de lo cual es suficiente testimonio
la casi diaria lucha contra los socialistas y otras turbas de sediciosos, que
tan porfiadamente maquinan por conmover las naciones hasta en sus cimientos.
Vean, pues, y decidan los que bien juzgan si tales doctrinas sirven de provecho
a la libertad verdadera y digna del hombre, o sólo sirven para pervertirla y
corromperla del todo».
León XIII veía cómo se perfilaba el comunismo, con sus
métodos para esclavizar a las masas. La sedición y la guerra social lo
preparan. La gente está ahora acostumbrada a esta clase de desorden. Cuando un
día la situación vuelva a ser normal, las generaciones futuras descubrirán qué
ridícula era nuestra época… Tomemos como ejemplo las vacaciones. Hace algunos
años, todo el mundo se precipitaba hacia España. Hubo bombas y luego la gente
prefirió ir a Italia. Pero ahí hubo robos de coches y de lo que había dentro, y
la gente se fue a Portugal, pero ese país se hizo socialista y nada iba bien. Ahora
parece que la gente se queda en Francia, que está más o menos tranquila, quizás
porque la pena de muerte hace que la gente vacile en cometer crímenes… Vemos,
pues, que la gente tiene miedo de ir a tal o cual lugar, aunque nadie busca la
causa, y es muy sencilla: hace falta volver a una moral.
Hasta en Suiza se producen
manifestaciones y disturbios. Se buscan los “motivos profundos” de esos jóvenes
y nadie quiere que la policía los trate brutalmente… Se olvida sencillamente
que esos jóvenes que se revelan ya no tienen moral, que nadie les ha enseñado
el catecismo y que se les ha dejado hacer todo lo que querían. Incluso hay
oficinas en donde los niños pueden ir a quejarse contra sus padres y
demandarlos. Se invierte la sociedad: ya no puede haber autoridad. Los jóvenes
queman coches, rompen los vidrios de los almacenes y los saquean, hieren a los
policías o a los transeúntes, otros se suicidan… ¡Es realmente una hermosa
sociedad!... una sociedad “liberal”… Me parece que ni los católicos saben qué
hacer. Sin embargo es algo muy sencillo: volver a la religión de siempre, a la
Tradición, a los mandamientos y dejar de hablar siempre de los derechos.
El liberalismo mitigado
Primera categoría: la negación del orden sobrenatural
Después de haber explicado la doctrina del liberalismo
absoluto y sus consecuencias, el Papa expone el liberalismo mitigado y sus
diversos grados.
«Cierto es —dice León XIII— que no
todos los fautores del liberalismo asienten a estas opiniones, aterradoras por
su misma monstruosidad y que abiertamente repugnan a la verdad, y son causa
evidente de gravísimos males; antes bien, muchos de ellos, obligados por la
fuerza de la verdad, confiesan sin avergonzarse y aun de buen grado afirman que
la libertad degenera en vicio y aun en abierta licencia cuando se usa de ella
destempladamente, postergando la verdad y la justicia, y que debe ser, por
tanto, regida y gobernada por la recta razón y sujeta consiguientemente al
derecho natural y a la eterna ley divina. Mas juzgando que no se ha de pasar más
adelante, niegan que esta sujeción del hombre libre a las leyes que Dios quiere
imponerle haya de hacerse por otra vía que la de la razón natural».
Rechazan, pues, todo lo que no es según la naturaleza: todo
lo sobrenatural, toda la Iglesia, todo lo que nos ha podido dar Nuestro Señor…
Todo eso para los liberales no existe y, dice el Papa: “En esto, están en total
desacuerdo consigo mismos”. Quisieran admitir que hay que someterse a la ley
natural y a los mandamientos, pero no a la Iglesia, ni a sus prescripciones, ni
a la revelación. Esto es absurdo, pues si se obedece a Dios en cierta medida es
que se le puede obedecer en todo.
Prosigamos con el texto:
«Es, pues, necesario que la norma
constante y religiosa de nuestra vida se derive no sólo de la ley eterna, sino
también de todas y cada una de las demás leyes que, según su beneplácito, ha
dado Dios, infinitamente sabio y poderoso (…). Tanto más, cuanto que estas
leyes tienen el mismo autor que la eterna».
No se entiende, pues, cómo se hace una distinción entre las
cosas a que se obedece y las demás…
Segunda categoría: los partidarios de
la separación de la Iglesia y del Estado
Esta es otra clase de liberales mitigados:
«...que dicen que, en efecto, según las
leyes divinas se ha de regir la vida y costumbres de los particulares [en la
familia, por ejemplo], pero no las del Estado».
De modo que las familias tendrían que someterse a la ley de
Dios, pero los Estados no.
«Porque en las cosas públicas está permitido
apartarse de los preceptos de Dios y no tenerlos en cuenta al establecer las
leyes. De donde, viene aquella perniciosa consecuencia: “Es necesario se-parar
la Iglesia del Estado”. No es difícil conocer lo absurdo de todo esto».
Por desgracia esta es una opinión bastante corriente aun
entre los católicos: el Estado no tiene que ocuparse de la religión, tiene que
dejar a cada uno siga la suya, y que no tiene que ocuparse de las
cosas espirituales, pues su función se
extiende únicamente a las cosas temporales. Tal no es la opinión de León XIII.
«La misma naturaleza exige del Estado
que proporcione a los ciudadanos medios y oportunidad con qué vivir
honestamente, esto es, según las leyes de Dios, ya que es Dios el principio de
toda honestidad y justicia, es absolutamente contradictorio que sea lícito al
Estado no tener en cuenta di-chas leyes, o el establecer la menor cosa que las
contradiga. Además, los que gobiernan los pueblos son deudores a la sociedad,
no sólo de procurarle con leyes sabias la prosperidad y bienes exteriores, sino
de mirar principalmente por los bienes del alma».
Es también un deber de los gobernantes proteger y sostener
la fe de sus súbditos. En otro tiempo perseguían a los herejes porque juzgaban
que éstos, al difundirse, sembraban la división y el desorden en la sociedad y
en el Estado. Hoy se permite en todas partes la libertad, como por ejemplo, que
el protestantismo difunda sus errores con sus sectas, y sufrimos las
consecuencias. Está claro que si la Iglesia, con la ayuda de los Estados y
gobiernos, hubiese podido ahogar el protestantismo en el siglo XVI antes de que
se extendiera, la situación hoy sería muy diferente, pues es el protestantismo
el que ha traído el liberalismo y todos esos principios que han corroído a la
sociedad y ahora destruyen a la Iglesia. Ya no hay autoridad, y todo el mundo
tiene la libertad de hacer y creer lo que quiera…
Para León XIII los Estados tienen también que intervenir
para que se dispensen los bienes del alma a sus súbditos:
«Pero lo que más importa y Nos hemos
más de una vez advertido es que, aunque la potestad civil no mira próximamente
al mismo fin que la religiosa, ni va por las mismas vías, con todo, al ejercer
la autoridad, fuerza es que hayan de encontrarse, a veces, una con otra. Ambas
tienen los mismos súbditos, y no es raro que una y otra decreten acerca de lo
mismo, pero con motivos diversos. Llegado este caso, y pues el conflicto de las
dos potestades es absurdo y enteramente opuesto a la voluntad sapientísima de
Dios, preciso es algún modo y orden con que, apartadas las causas de porfías y
rivalidades, haya un criterio racional de concordia en las cosas que han de
hacerse. Con razón se ha comparado esta concordia a la unión del alma con el
cuerpo [es decir, la unión entre la Iglesia y el Estado], igualmente provechosa
a entrambos, cuya desunión, al contrario, es perniciosa, singularmente al
cuerpo, pues por ella pierde la vida».
Vaticano II acaba con los buenos concordatos
Estas palabras de León XIII condenaban de antemano,
absolutamente lo que dijo el cardenal Liénart en nombre del Papa Pablo VI el
día de la clausura del Concilio Vaticano II, el 8 de diciembre de 1965, leyendo
el “primer mensaje” a los gobernantes:
«En vuestra ciudad terrestre y temporal
El [Cristo] construyó su ciudad espiritual y eterna: su Iglesia. ¿Y qué pide
ella de vosotros, esa Iglesia, después de casi dos mil años de vicisitudes de
todas clases en sus relaciones con vosotros, las potencias de la Tierra, ¿qué
os pide hoy? Os lo dice en uno de los textos de mayor importancia de su
Concilio [el de la libertad religiosa]: no os pide más que la libertad».
Eso no es lo que pedía León XIII. No, eso no basta. Tiene que
haber una concordia y unión ntre ambos poderes. El cardenal seguía también diciendo:
«La libertad de creer y de predicar su
fe. La libertad de amar a su Dios y servirlo. La libertad de vivir y de llevar
a los hombres su mensaje de vida. No le temáis…»
Eso es falso e insuficiente: el Estado tiene que ayudar. Si
no, podría decir: “Como sólo me pides la libertad, ¡arréglatelas solo!”, y
entonces se acabó el mantenimiento de las iglesias, con la paga a los
sacerdotes… Si de un día para otro el Gobierno dice: “¡Se acabó, ya no os damos
nada!”, ¿en qué situación estaría la Iglesia? Algunos dicen: “Más vale estar en
una situación de libertad como en Francia, donde los sacerdotes no cobran nada
del Gobierno”. Habría que ver la miseria en que viven muchas veces los
sacerdotes. En muchos países aún hay exención de impuestos para los bienes del
culto; si la Iglesia tuviese que pagar, eso significaría sumas enormes.
El caso de Alemania es algo particular:
los sacerdotes no cobran nada del Gobierno sino de los obispos; sin embargo
todos los alemanes pagan al Estado un “impuesto de culto” y tienen que declarar
su religión. Esta parte del impuesto se deriva así a los obispos en función del
número de personas que se han declarado católicas y con eso los obispos
remuneran a los sacerdotes. Por esto en Alemania, como en algunos cantones
suizos que tienen el mismo sistema, el clero no es pobre y los despachos de los
obispos se parecen a los ministerios de una administración importante. De este
modo, la iglesia de Alemania puede ayudar a Hispanoamérica y enviar a todas
partes fondos para las misiones. Sucede
entonces que tienen hasta demasiado dinero (salarios importantes, exención de
impuestos, donativos, intenciones de misas…). Por supuesto, no está bien que un
sacerdote sea demasiado rico. No hay peligro de que esto suceda en Francia, en
donde no reciben ninguna ayuda del Estado y el obispo sólo los puede remunerar
con el diezmo. En las diócesis pequeñas hay pobreza. Yo me acuerdo de la
diócesis de Tulle, en donde la gente no era muy rica y el diezmo no rendía
mucho. Sólo se podía dar poca cosa a los sacerdotes, pero ellos sobrellevaban
la pobreza con ánimo y mucha virtud. Las mismas colectas daban muy poco y
realmente había miseria.
Esto hace que los sacerdotes franceses puedan tener cierta
independencia. Los sacerdotes tradicionalistas han podido sacar provecho de
esto, pues son únicamente sus fieles quienes los sostienen y no el Estado ni
los obispos, mientras que en Alemania y en Suiza, desde el momento en que dejan
la casa parroquial, se acaban sus ingresos, ya que los fieles, que pagan el
“impuesto del culto”, no están acostumbrados a mantener a sus sacerdotes, y así
les dan menos de lo que proporcionalmente les dan los fieles en Francia. Es
triste decirlo, pero el tema material tiene siempre un papel en la vi-da y hace
falta mucho valor para aceptar vivir pobremente. Algo parecido sucede en
Italia, en donde el Estado paga a los sacerdotes: desde el día en que dejan su
parroquia para ocuparse de un grupo tradicionalista, saben que a partir de ese
día ya no tendrán dinero. Hay, pues, algunos inconvenientes cuando el Estado
mantiene a los sacerdotes, aunque a pesar de todo, es la ley normal. Por esto,
León XIII expresa la conveniencia de la unión entre la Iglesia y el Estado, que
puede regularse con un concordato. Lo que es anormal, es la separación de la
Iglesia y del Estado. Es como la unión del alma y del cuerpo, o también como la
unión de los esposos. Discuten a menudo, pero ¿habría que pensar por eso que es
normal que se separen para ya no discutir? Eso sería caer en el ridículo. Puede
ser que haya, frecuentemente, dificultades entre la Iglesia y el Estado, pero
eso no es un motivo para pedir la “libertad” como hizo Vaticano II: se
suprimieron concordatos excelentes a petición de la misma Iglesia. De ahí seguirán
las consecuencias. Así que, para León
XIII los Estados no tienen que ser indiferentes en cuanto al bien espiritual.
Tienen que ayudar con medios materiales a que la religión se mantenga y se
desarrolle. En cuanto a qué religión, ahora lo va a precisar el Papa.
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