Cuatro cualidades o dotes maravillosas que tendrá el cuerpo
En primer
lugar la claridad. El profeta Daniel,
describiendo el triunfo final de los elegidos, dice que “brillarán con
esplendor del cielo” y que “resplandecerán eternamente como las estrellas”
(Dan. 12, 3). Y el mismo Cristo nos dice en el Evangelio que “los justos
brillarán como el sol en el reino del Padre” (Mt. 13, 43).Los cuerpos gloriosos
serán resplandecientes de luz. Si contempláramos ahora mismo el cuerpo glorioso
de Jesús o el de María Santísima –únicos que actualmente hay en el cielo–,
quedaríamos deslumbrados ante tanta belleza.El cuerpo humano, aún acá en la
tierra, es una verdadera obra de arte. Los artistas –pintores y escultores– de
todas las épocas y de todas las razas han reproducido la belleza del cuerpo
humano. Lástima que muchas veces profanen una cosa tan bella como el cuerpo
humano para convertirla en una de las más inmundas e inmorales, en una
pornografía baja y desvergonzada. Pero no cabe duda que, contemplado con ojos
limpios y finalidad sana, el cuerpo humano constituye, aún acá en la tierra,
una verdadera obra de arte maravillosa. Pues, ¿qué será, señores, el cuerpo
espiritualizado, el cuerpo glorioso radiante de luz, mucho más resplandeciente
que la del sol? Dice Santa
Teresa que, en una visión sublime, le mostró Nuestro Señor Jesucristo nada más
que una de sus manos glorificadas. Y decía que la luz del sol es “fea y
apagada” comparada con el resplandor de la mano glorificada de Nuestro Señor
Jesucristo. Y añade que ese resplandor, con ser intensísimo, no molesta, no
daña a la vista, sino que, al contrario, la llena de gozo y de deleite.
La
contemplación de los cuerpos gloriosos resplandecientes de luz de millones y
millones de bienaventurados, será un espectáculo grandioso, deslumbrador, que
llenará, ya por sí solo, de inefable felicidad a los bienaventurados.
La segunda
cualidad del cuerpo glorioso es la agilidad.
Consta también, expresamente, en varios pasajes de la Sagrada Escritura: “Al
tiempo de la recompensa brillarán y discurrirán como centellas en cañaveral”
(Sap 3, 7). Ello quiere decir que los bienaventurados podrán trasladarse
corporalmente a distancias remotísimas casi instantáneamente. Digo casi,
porque, como advierte Santo Tomás de Aquino, todo movimiento, por rapidísimo
que se le suponga, requiere indispensablemente tres instantes: el de abandonar
el punto de partida; el de adelantarse hacia el punto de llegada, y el de
llegar efectivamente al término. Y eso puede hacerse, si queréis, en una
millonésima de segundo, pero de ninguna manera en un solo instante,
filosóficamente considerado; tiene que transcurrir algún tiempo, aunque sea
absolutamente imperceptible, una millonésima de segundo si queréis. Pero ese
tiempo tan imperceptible equivale, prácticamente, a la velocidad del
pensamiento. Con las alas de la imaginación podemos trasladarnos en este mundo,
instantáneamente, a regiones remotísimas: de la tierra a la luna, a las más
remotas estrellas; pero nuestro cuerpo permanece inmóvil en el lugar donde nos
encontramos mientras la imaginación realiza su vuelo fantástico. En el cielo,
el cuerpo acompañará al pensamiento a cualquier parte donde quiera trasladarse,
por remotísimo que esté. En esto consiste el dote maravilloso de la agilidad.
La tercera
cualidad es la impasibilidad. Eso
significa que el cuerpo glorificado es absolutamente invulnerable al dolor y al
sufrimiento, en cualquiera de sus manifestaciones. No le afecta ni puede
afectar el frío, el calor, ni ningún otro agente desagradable. Metido en una
hoguera, no se quemaría. Sumergido en el fondo del mar, no se ahogaría. En
medio del fragor de una batalla, los proyectiles no le causarían ningún daño.
Las enfermedades no pueden hacer presa en él. El cuerpo del bienaventurado no
está preparado para padecer, es absolutamente invulnerable al dolor. No es que
sea insensible en absoluto. Al contrario, es sensibilísimo y está
maravillosamente preparado para el placer: gozará de deleites inefables,
intensísimos. Pero es del todo insensible al dolor. Esto significa la impasibilidad del cuerpo glorioso.
Consta también expresamente en la Sagrada Escritura: “Ya no tendrán hambre, ni
sed, ni caerá sobre ellos el sol ni ardor alguno; porque el Cordero, que está
en medio del trono, los apacentará y guiará a las fuentes de aguas de vida, y
Dios enjugará toda lágrima de sus ojos” (Apoc. 7, 16-17).
Pero aún hay
otra cuarta cualidad: la sutileza.
Dice el apóstol San Pablo que “el cuerpo se siembra animal y resucitará
espiritual” (1 Cor 15, 44). No quiere decir que se transformará en espíritu;
seguirá siendo corporal, pero quedará como espiritualizado: totalmente
dominado, regido y gobernado por el alma, que le manejará a su gusto sin que le
ofrezca la menor resistencia. Muchos teólogos creen que, en virtud de esta
sutileza, el cuerpo del bienaventurado podrá atravesar una montaña sin
necesidad de abrir un túnel, podrá entrar en una habitación sin necesidad de
que le abran la puerta. Santo Tomás de Aquino –por el contrario– piensa que la
sutileza no es otra cosa que el dominio total y absoluto del alma sobre el
cuerpo, de tal manera, que lo tendrá totalmente sometido a sus órdenes. Es
cierto, dice el Doctor Angélico, que los bienaventurados podrán atravesar una
montaña sin necesidad de abrir un túnel, o entrar en una habitación sin
necesidad de que les abran la puerta; pero eso será, no en virtud de la
sutileza, sino de una nueva cualidad sobreañadida, de tipo milagroso, que
estará totalmente a disposición de ellos. Como se ve, para el caso es
completamente igual. Como quiera que sea, lo cierto es que podremos atravesar
los seres corpóreos con la misma naturalidad y sencillez con que un rayo del
sol atraviesa un cristal sin romperlo ni mancharlo.
La Sagrada
Escritura, señores, nada nos dice acerca de los goces de los sentidos; pero es
indudable que los tendrán también intensísimos y sublimes. No hace falta tener
una imaginación muy exaltada para comprender que si el cuerpo entero ha de
quedar beatificado, los sentidos corporales tendrán que tener sus goces
correspondientes. Ahora bien: los ojos no pueden gozar de otro modo que viendo
cosas hermosísimas, y los oídos oyendo armonías sublimes, y el olfato
percibiendo perfumes suavísimos, y el gusto y el tacto con deleites
delicadísimos proporcionados a su propio objeto sensitivo. Nada de esto dice la
Sagrada Escritura, pero lo dice el simple sentido común.
De manera,
que nuestro cuerpo entero, con todos sus sentidos, estará como sumergido en un
océano inefable de felicidad, de deleites inenarrables. Y esto, señores,
constituye la gloria accidental del
cuerpo; lo que no tiene importancia, lo que no vale nada, lo que podría
desaparecer sin que sufriera el menor menoscabo la gloria esencial del cielo.Mil
veces por encima de la gloria del cuerpo, señores, está la gloria del alma. El
alma vale mucho más que el cuerpo. Acá en la tierra, el mundo, el demonio y la
carne no nos lo dejan ver. En el otro mundo lo veremos clarísimamente. ¡La
gloria del alma! Vayamos por partes, de menor a mayor.
Empecemos por
los goces de la amistad. Cuando dos amigos se quieren de veras, cuando dos
corazones se han fusionado en uno solo, la separación violenta, sobre todo si
ha de ser para largo tiempo, resulta siempre dolorosa. Y si es la muerte quien
se encarga de separar para siempre, acá en la tierra, a esos dos íntimos
amigos, ¡qué desgarro experimenta el pobre corazón humano! Pero queda todavía
la dulcísima esperanza: en el cielo se reanudará para siempre aquella amistad
interrumpida bruscamente. Los amigos volverán a abrazarse para no separarse
jamás.
La amistad es
una cosa muy íntima, muy entrañable, no cabe duda; pero por encima de ella
están los lazos de la sangre, los vínculos familiares. ¿No lo recordáis? ¿No lo
recordáis cualquiera de los que me estáis escuchando? Cuando se os murió
vuestro padre, o vuestra madre, o vuestros hijos, experimentasteis la amargura
más grande de vuestra vida. Cuando tenemos cadáver en casa, ¡qué frío está el
hogar! Y cuando se llevan de casa los despojos de aquel ser tan querido, nos
arrancan un jirón de nuestras almas, un pedazo de nuestras entrañas. ¡Cómo nos
duele, señores, aquella terrible separación!
¡Ah!, pero
vendrá la resurrección de la carne, y con ella la reconstrucción definitiva de
la familia. ¡Qué abrazo nos daremos en el cielo! ¡La familia reconstruida para
siempre! Se acabaron las separaciones: ¡para siempre unidos!
Pero quizá a
alguno de vosotros se le ocurra preguntar: “Padre, ¿y si al llegar al cielo nos
encontramos con que falta algún miembro de la familia? ¿Cómo será posible que
seamos felices sabiendo que uno de nuestros seres queridos se ha condenado para
toda la eternidad?” Esta pregunta terrible no puede tener más que una sola
contestación: en el cielo cambiará por completo nuestra mentalidad. Estaremos
totalmente identificados con los planes de Dios. Adoraremos su misericordia,
pero también su justicia inexorable. En este mundo, con nuestra mentalidad
actual, es imposible comprender estas cosas; pero en el cielo cambiará por
completo nuestra mentalidad, y, aunque falte un miembro de nuestra familia, no
disminuirá por ello nuestra dicha; seremos inmensamente felices de todas
formas. Pero, no cabe duda, señores, que si no falta un solo miembro de nuestra
familia, si logramos reconstruirla enteramente en el cielo, nuestra alegría
llegará a su colmo y será inenarrable.
¿Queréis
lograr esa sublime aspiración? ¿Queréis que no falte un solo miembro de vuestra
familia en el cielo? Os voy a dar la fórmula para alcanzarla: rezad el rosario
en familia todos los días de vuestra
vida. La familia que reza el rosario todos los días tiene garantizada
moralmente su salvación eterna, porque es moralmente imposible que la Santísima
Virgen, la Reina de los cielos y tierra, que es también nuestra Reina y Madre
dulcísima, deje de escuchar benignamente a una familia que la invoca todos los
días, diciéndole cincuenta veces con fervor y confianza: “Ruega por nosotros
pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Es moralmente imposible,
señores, lo afirmo terminantemente en nombre de la teología católica. La Virgen
no puede desamparar a esa familia. Ella se encargará de hacerles vivir
cristianamente y de obtenerles la gracia de arrepentimiento si alguna vez tiene
la desgracia de pecar. Es cierto que el que muere en pecado mortal se condena,
aunque haya rezado muchas veces el rosario durante su vida. Eso, desde luego.
El que muere en pecado mortal se condena, aunque haya rezado muchas veces el
rosario. ¡Ah!, pero lo que es moralmente imposible es que el que reza muchas
veces el rosario acabe muriendo en pecado mortal. La Virgen no lo permitirá. Si
rezáis diariamente, y con fervor, el rosario, si invocáis con filial confianza
a la Virgen María, Ella se encargará de que no muráis en pecado mortal.
Dejaréis el pecado; os arrepentiréis, viviréis cristianamente y moriréis en
gracia de Dios. El rosario bien rezado diariamente es una patente de eternidad,
¡un seguro del cielo! No os lo dice un dominico entusiasmado porque fue Santo
Domingo de Guzmán el fundador del rosario. No es esto. Os lo digo en nombre de
la teología católica, señores. ¡Rezad el rosario en familia todos los días de
vuestra vida y os aseguro terminantemente, en nombre de la Virgen María, que
lograréis reconstruir toda vuestra familia en el cielo! ¡Que alegría tan grande
al juntarnos otra vez para nunca más volvernos a separar!
Por encima de
los goces de la familia reconstruida experimentará nuestra alma alegrías
inefables con la amistad y trato con los Santos. En este mundo no podemos
comprender esto, pero ya os he dicho que en la otra vida cambiará por completo
nuestra mentalidad. Allí veremos clarísimamente que no hay más fuente de
bondad, de belleza, de amabilidad, de felicidad que Dios Nuestro Señor, en el
que se concentra la plenitud total del Ser. Y, en consecuencia lógica, aquellos
seres, aquellas criaturas que estarán más cerca de Dios contribuirán a nuestra
felicidad más todavía que los miembros de nuestra propia familia. De manera que
el contacto y la compañía de los Santos –que están más cerca de Dios– nos
producirá un gozo mucho más intenso todavía que el contacto y la compañía de
nuestros propios familiares. Que cada uno piense ahora en los Santos de su
mayor devoción e imagine el gozo que experimentará al contemplarles
resplandecientes de luz en el cielo y entablar amistad íntima con ellos.
Pero más
todavía que por el contacto y amistad con los Santos, quedará beatificada
nuestra alma con la contemplación de los ángeles de Dios, criatura bellísimas,
resplandecientes de luz y de gloria. Dice Santo Tomás de Aquino, y lo demuestra
de una manera categórica, que los ángeles del cielo son todos específicamente distintos. Lo cual
quiere decir que no hay más que uno solo de cada clase. Imaginaos, por ejemplo,
que en el reino animal no hubiera en todo el mundo más que un solo caballo, un
solo león, un solo toro, un solo elefante, etc., etc.; uno solo de cada clase.
Pues esto, exactamente, es lo que ocurre con los ángeles: cada uno de ellos
constituye una especie distinta
dentro del mundo angélico, a cuál más hermosa, a cuál más deslumbradora, pero
totalmente diferente de todas las demás. No hay dos ángeles iguales. La
contemplación del mundo angélico, con toda su infinita variedad, será un
espectáculo grandioso, señores. Sabemos por la Sagrada Escritura que los
ángeles, a pesar de su diversidad específica individual, se agrupan en nueve
coros o jerarquías angélicas, que reciben los nombres de ángeles, arcángeles,
principados, potestades, virtudes, dominaciones, tronos, querubines y
serafines. Lo dice la sagrada Escritura, señores, lo ha revelado Dios, no son
sueños fantásticos de un poeta. La contemplación de esas nueve jerarquías
angélicas, con el número incontable de ángeles distintos que forman parte de
cada una de ellas, será un espectáculo maravilloso, sencillamente fantástico,
del que ahora no podemos formarnos la menor idea.
CONTINUA...
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