XX
Un hecho, sin duda, no habrá dejado de sorprender al
lector en todo este asunto: en ningún momento se trató de la misa que sin
embargo está en el corazón del conflicto. Ese silencio forzado constituye la
confesión de que el rito llamado de san Pío V continúa siendo autorizado. Sobre
esta cuestión los católicos pueden estar perfectamente tranquilos. Esa misa no
está prohibida ni puede estarlo. San Pío V que, repitámoslo, no la inventó,
sino que "restableció el misal de conformidad con la regla antigua y con
los ritos de los santos padres", nos da todas las garantías en la bula Quo
Primum firmada por él el 14 de julio de 1570: "Hemos decidido y declaramos que los superiores,
administradores, canónigos, capellanes y otros sacerdotes, cualquiera que sea
el nombre con que se los designe, o los religiosos de cualquier orden, no están
autorizados a celebrar la misa de manera diferente de como nosotros la hemos
fijado y que nunca en ningún tiempo se los podrá forzar y obligar a dejar este
misal o abrogar la presente instrucción o modificarla, pues ella permanecerá
siempre en vigor y será válida con toda su fuerza. Si empero alguien se
permitiera semejante alteración, sepa que incurrirá en la indignación de Dios
Todopoderoso y de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo".
Suponiendo que el Papa pueda revocar esta medida
perpetua, tendría que hacerlo mediante un acta igualmente solemne. La
Constitución Apostólica Missale Romanum del 3 de abril de 1969 autoriza
la misa llamada de Pablo VI, pero no contiene ninguna prohibición expresamente
formulada de la misa tridentina. 16 Y esto es así hasta el punto de que el
cardenal Ottaviani podía decir en 1971: "El rito tridentino de la misa
no está abolido, que yo sepa". Monseñor Adam que pretendía, en la
asamblea plenaria de los obispos suizos, que la constitución Missale Romanum
había prohibido celebrarla, salvo indulto, según el rito de san Pío V, tuvo que
retractarse cuando se le pidió que dijera en qué términos habría sido
pronunciada esta prohibición. Síguese de ello que si un sacerdote fuera
censurado y hasta excomulgado por este motivo, la condenación sería
absolutamente inválida. San Pío V canonizó esta Santa Misa, y un papa no puede
anular una canonización, así como no puede retirar la de un santo. Podemos
decir esa misa con toda tranquilidad y los fieles asistir a ella sin la menor
preocupación, sabiendo además que ésa es la mejor manera de conservar su fe.
Esto es tan cierto que Su Santidad Juan Pablo II, después de varios años de
silencio sobre la cuestión de la misa, terminó por aflojar esa picota impuesta
a los católicos. La carta de la Congregación para el Culto divino fechada el 3
de octubre de 1984 "autoriza" de nuevo el rito de san Pío V para los
fieles que lo soliciten. Verdad es que la carta impone condiciones que nosotros
no podemos aceptar y, por otra parte, no teníamos necesidad de semejante
permiso para gozar de un derecho que nos ha sido otorgado hasta el fin de los
tiempos. Pero ese primer gesto papal —roguemos para que haya otros— disipa la
sospecha indebidamente lanzada sobre la misa y libera la conciencia de los
católicos perplejos que todavía vacilaban en asistir a ella.
Consideremos
ahora la suspensión ad divinis de que fui objeto el 22 de julio de 1976. Siguió
a las ordenaciones del 29 de junio realizadas en Écóne; desde tres meses atrás
nos llegaban desde Roma exhortaciones, súplicas, órdenes, amenazas, para
conminarnos a cesar nuestra actividad y a no continuar esas ordenaciones
sacerdotales. Los días anteriores a la suspensión dejamos de recibir mensajes y
enviados. ¿Qué nos decían aquellos enviados? En seis ocasiones me pidieron que
restableciera relaciones normales con la Santa Sede, que aceptara, el nuevo
rito y que yo mismo lo celebrara. Llegaron hasta el punto de enviarme a un
monseñor que se ofreció a concelebrar conmigo, me pusieron en la mano un misal
nuevo y me prometieron que si decía la misa de Pablo VI el 29 de junio en
presencia de toda la asamblea, que había acudido a orar por los nuevos
sacerdotes, todo quedaría zanjado entre Roma y yo. Esto significa que no me
prohibían que llevara a cabo esas ordenaciones, pero querían que lo hiciera
según la nueva liturgia. A partir de ese momento era claro que todo el drama
entre Roma y Écóne giraba alrededor del problema de la misa. En el sermón de la
misa de ordenación dije: 'Tal vez
mañana aparezca en los diarios nuestra condenación; eso es muy posible a causa
de esta ordenación de hoy; probablemente a mí me toque una suspensión y estos
jóvenes sacerdotes serán afectados por una irregularidad que en principio les
impediría decir la santa misa. Eso es posible. Pues bien, yo apelo a san Pío
V." Algunos católicos habrán podido sentirse turbados por mi
repudio de esa suspensión ad divinis. Pero lo que hay que comprender bien
es que todo esto está encadenado: ¿por qué se oponían a que yo llevara a cabo
esas ordenaciones? Porque la Fraternidad había sido suprimida y, por lo tanto,
el seminario debería haber estado clausurado. Pero precisamente yo no había
aceptado ni esa supresión ni ese cierre del seminario porque ambas cosas habían
sido decididas ilegalmente, porque las medidas tomadas presentaban diversos
vicios canónicos tanto de forma como de fondo (especialmente lo que los autores
de derecho administrativo llaman "desvío de poderes", es decir la
utilización de competencias contra el fin para el cual ellas deben ejercerse).
Habría sido menester que yo aceptara todo desde el comienzo, pero yo no lo
acepté porque habíamos sido condenados sin juicio, sin ocasión de defendernos,
sin amonestación, sin escritos y sin recursos. Una vez que uno rechaza la
primera sentencia, no hay razón para no rechazar las otras, pues esas otras se
apoyan siempre en aquélla. La nulidad de una sentencia acarrea la nulidad de
las siguientes. A veces se plantea otra cuestión a los fieles y a los
sacerdotes: ¿se puede tener razón contra todo el mundo? En una conferencia de
prensa el enviado de Le Monde me decía: "Pero,
en definitiva, usted está solo. Está solo contra el Papa, contra todos los
obispos. ¿Qué significa su combate?" Pues bien, el caso es que no
estoy solo, tengo toda la tradición conmigo, la Iglesia existe en el tiempo y
en el espacio. Y, además, sé que muchos obispos piensan como nosotros en su
fuero interno. Hoy, después de la carta abierta al Papa que firmamos monseñor
Castro Mayer y yo, somos dos los que nos hemos declarado abiertamente contra la
"protestantización" de la Iglesia. Y tenemos con nosotros a muchos
sacerdotes. Por otro lado, están nuestros seminarios que suministran ahora
alrededor de cuarenta nuevos sacerdotes por año, nuestros doscientos cincuenta
seminaristas, nuestros treinta hermanos, nuestras sesenta religiosas, nuestros
treinta oblatos; tenemos monasterios que se fundan y se desarrollan y una
multitud de fieles acude a nosotros.
La verdad, por lo demás, no se hace con el número, el
número no hace la verdad. Aun cuando yo estuviera solo, aun cuando todos mis
seminaristas me abandonaran y también me abandonara la opinión pública, eso me
sería indiferente en lo que a mí respecta. Pues yo me atengo a mi Credo, a mi
catecismo, a la tradición que santificó a todos los elegidos que están ahora en
el cielo; yo quiero salvar mi alma. Ya se sabe demasiado bien lo que es la
opinión pública; la opinión pública fue la que condenó a Nuestro Señor a los
pocos días de haberlo aclamado. El domingo de Ramos y luego el Viernes Santo.
Su Santidad Pablo VI me preguntó: "Pero, en fin, en el interior de usted
mismo, ¿no siente algo que le reprocha lo que está haciendo? Usted causa en la
Iglesia un escándalo enorme, enorme. ¿No se lo dice su
conciencia?" Le respondí: "No,
Santo Padre, de ninguna manera". Si hubiera tenido
algo que reprocharme, habría dejado inmediatamente de hacerlo. El papa Juan
Pablo II no confirmó ni anuló la sanción pronunciada contra mí. En la audiencia
que me concedió en 1979, después de una prolongada conversación, parecía
bastante dispuesto a dejar la libertad de elección en materia de liturgia, a
dejarme obrar como me parece, en suma, lo que reclamo desde el principio: "la
experiencia de la tradición". Tal vez había llegado el momento en que
las cosas iban a arreglarse; tal vez ya no habría ese ostracismo contra la misa
de la tradición, ya no habría más problemas. Pero el cardenal Seper, que estaba
presente, vio el peligro y exclamó: "¡Pero,
Santo Padre, ellos hacen de esta misa una bandera!" La
pesada cortina que se había levantado un instante volvió a caer. Habrá que
esperar aún.
CONTINUA...
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