Blasfemos y sodomitas en el Infierno |
EL
CASTIGO DEL CULPABLE
Os expuse ayer, a la luz de la
teología católica, dos grandes dogmas de nuestra fe: la resurrección de la
carne y el juicio final. Asistimos con la imaginación a aquella escena
tremenda, la más trascendental de la historia de la humanidad, que tendrá lugar
al fin de los siglos; y oímos la sentencia de Jesucristo, sentencia de
bendición para los buenos: “Venid, benditos de mi Padre, a poseer el reino que
está preparado para vosotros”, y sentencia de maldición para los réprobos:
“Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno.”
No podemos rehuir estos temas
trascendentales que nos salen ahora al paso. Se trata de dos dogmas
importantísimos de nuestra fe: la existencia del cielo y del infierno, el
destino eterno de las almas inmortales. Prefiero dejar para mañana, último día
de estas conferencias, la descripción del panorama deslumbrador del cielo. Será
una conferencia llena de luz, de alegría, de colorido, que expansionará nuestro
corazón. Pero esta tarde, señores, no tenemos más remedio que enfrentarnos con
el tema tremendo, terriblemente trágico, del destino eterno de los réprobos.
Es un tema muy incómodo y
desagradable, lo sé muy bien. Me gustaría y os gustaría muchísimo más que os
hablara, por ejemplo, de la infinita misericordia de Dios para con el pecador
arrepentido. Se ha dicho que la sensibilidad y el clima intelectual moderno no
resiste el tema del infierno, tan incómodo y molesto; que es preferible hablar
de la caridad, de la justicia social, del amor y compenetración de los unos con
los otros, y otros temas semejantes.
Son temas maravillosos, ciertamente;
son temas cristianísimos. Pero la Iglesia Católica no puede renunciar, de
ninguna manera, a ninguno de sus dogmas. Yo respeto la opinión de los que dicen
que en estos tiempos no se resisten estos temas tan duros; pero tratándose de
unas conferencias cuaresmales sobre el misterio del más allá, yo no puedo
cometer el grave pecado de omisión de soslayar el dogma del infierno, que forma
parte del depósito sagrado de la divina revelación. Señores: La Iglesia
Católica viene manteniendo íntegramente, durante veinte siglos, el dogma
terrible del infierno. La Iglesia no puede suprimir un solo dogma, como tampoco
puede crear otros nuevos.
Cuando el Papa define una
verdad como dogma de fe (v. gr., la Asunción corporal de María) no crea un nuevo dogma. Simplemente, se
limita a garantizarnos, con su autoridad infalible, que esa verdad ha sido
revelada por Dios. El Papa no crea, no inventa nuevos dogmas; simplemente
declara, con su autoridad infalible –que no puede sufrir el más pequeño error,
porque está regida y gobernada por el Espíritu Santo–, que aquella verdad que
define está contenida en el depósito de la revelación, ya sea en la Sagrada
Escritura, ya en la verdadera y auténtica tradición cristiana. Se trata de una
verdad revelada por Dios, no de una opinión teológica inventada o patrocinada
por la Iglesia. La Iglesia no altera, no cambia, no modifica, poco ni mucho, el
depósito de la divina revelación que recibió directamente de Jesucristo y de
los Apóstoles.
El dogma católico permanece
siempre intacto e inalterable a través de los siglos. Si la Iglesia alterara,
reformara o modificara sustancialmente alguno de sus dogmas, os digo con toda
sinceridad que yo dejaría de ser católico; porque ésa sería la prueba más clara
y más evidente de que no era la verdadera Iglesia de Jesucristo. Este es,
precisamente, el argumento más claro y convincente de que las Iglesias
cristianas separadas de Roma (protestantes y cismáticos) no son las auténticas
Iglesias de Jesucristo. Porque están cambiando y reformando continuamente sus
dogmas. Ya creen esto, ya aquello; ya aceptan lo que antes rechazaron, ya
rechazan lo que antes aceptaron, sin más norte ni guía que el capricho del
“libre examen”. Y así, se da el caso pintoresco, señores, de que ciertas sectas
protestantes que se separaron de la Iglesia Católica principalmente por no
admitir la doctrina del purgatorio ahora proclaman que el infierno no es
eterno, sino temporal. Con lo cual –como ya les echaba en cara, con fina
ironía, José de Maistre–, después de haberse revelado contra la Iglesia por no
admitir el purgatorio, vuelven a rebelarse ahora por no admitir más que el
purgatorio. Es que el error, señores, conduce, lógicamente, a los mayores
disparates.
La Iglesia Católica, en
cambio, ha mantenido intacto, durante los veinte siglos de su existencia, el
depósito sagrado de su divina revelación; porque sabe perfectamente que
Jesucristo le confió ese tesoro para que lo custodie, vigile, defienda y lo
mantenga intacto, sin alterarlo en lo más mínimo. El dogma católico es siempre
el mismo, señores, el dogma católico no cambia ni cambiará jamás. Y
precisamente por eso, en el siglo veinte, lo mismo que en el siglo primero, la
existencia del infierno es un dogma de fe y lo continuará siendo hasta el fin
del mundo. Os voy a hablar del infierno con serenidad, con altura científica,
como debe hacerse hoy.
Por de pronto, os advierto que
rechazo, en absoluto, las descripciones dantescas. “La Divina Comedia”, de
Dante, es maravillosa desde el punto de vista poético o literario, pero tiene
grandes disparates teológicos. Aquellas descripciones de los tormentos del
infierno son pura fantasía, pura imaginación. El dogma católico no nos dice
nada de eso. Rechazo, en absoluto, las descripciones dantescas. Voy a limitarme
a exponeros lo que dice el dogma católico en torno a la existencia y naturaleza
del castigo de los réprobos.
En
primer lugar, os voy a hablar de la existencia del infierno.
Lo hemos oído muchísimas
veces: si un personaje histórico conocido del mundo entero (v. gr. Napoleón
Bonaparte) viniese del otro mundo y, compareciendo visiblemente ante nosotros,
nos dijera: “Yo he visto el infierno y en él hay esto y lo otro y lo de más
allá”, causaría en el mundo una impresión tan enorme y definitiva, que nadie se
atrevería ya a dudar de la existencia de aquel terrible lugar. ¿Por qué no lo
envía Dios, para bien de toda la humanidad? Señores: los que piden o desean esa
prueba no han reflexionado bien; no han caído en la cuenta de que ese hecho que
reclaman se ha producido ya, y en
unas condiciones de autenticidad que jamás hubiera podido soñar la crítica más
severa y exigente. No voy a invocar el testimonio de alguna revelación privada
hecha por Dios a alguna monjita de clausura. Ni siquiera voy a alegar el
testimonio de Santa Catalina de Sena o el de Santa Teresa de Jesús, a quienes
Nuestro Señor mostró el infierno y lo describieron después en sus libros de
manera impresionante. Ni voy a citar, en pleno siglo XX, a los pastorcitos de
Fátima, que vieron también, por sus propios ojos, el fuego del infierno.
Personalmente yo estoy convencido de la verdad de esas visiones y revelaciones
privadas que acabo de citar. Pero nuestra fe católica, señores, no se apoya en
estos testimonios de personas particulares, aunque se trate de grandes Santos
canonizados por la Iglesia. Nuestra fe se apoya, directamente, en un testimonio
mucho más fuerte, mucho más inconmovible. Voy a deciros cuál es el gran testigo
de la existencia y de la naturaleza del infierno. Os voy decir quién es. Trasladémonos
con la imaginación a Jerusalén, en la noche del primer Jueves Santo que conoció
la humanidad. Ante el jefe de la Sinagoga, reunida en Sanedrín con los
principales escribas y fariseos de Israel, acababa de comparecer un preso
maniatado: es Jesús de Nazaret. Y el jefe de la Sinagoga, o sea el
representante legítimo de Dios en la tierra, el entonces jefe de la verdadera
Iglesia de Dios –porque ya sabéis, señores, que el cristianismo enlaza
legítimamente con la religión de Israel, de la que es su plenitud y
coronamiento: no hay más que una sola Biblia, con su Antiguo y Nuevo
Testamento–, el representante auténtico de Dios en la tierra se pone
majestuosamente de pie, y, encarándose con aquel preso que tiene delante, le
dice solemnemente: “Por el Dios vivo te conjuro que nos digas claramente, de
una vez, si Tú eres el Cristo, el Hijo de
Dios.” Y aquel preso maniatado, levantando con serenidad su rostro, le
contesta: “Tú lo has dicho, Yo lo soy. Y os digo que un día veréis al Hijo del
hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo (Mt 26,
63-64).
Señores: nadie hasta entonces,
en toda la historia de la humanidad, se había atrevido jamás a decir: “Yo soy
el Hijo de Dios”, y nadie se ha atrevido a repetirlo de entonces acá. Esa
tremenda afirmación, solamente Jesús de Nazaret ha tenido el inaudito
atrevimiento de hacerla. Pero ese Jesús, que ha tenido la infinita osadía de
decirlo, ha tenido también la infinita audacia de demostrarlo. Una serie de
pruebas aplastantes, absolutamente infalsificables, han puesto la rúbrica
divina a esa tremenda afirmación: “Yo soy el Hijo de Dios.” ¿Queréis que
recordemos unas cuantas?
Un día se acercaba Jesús,
acompañado de un gran gentío, a un pueblo llamado Jericó. Y a la entrada del
pueblo, en lugar y sitio estratégico de paso, la escena que estamos
contemplando todos los días: un ciego pidiendo limosna. El pobrecillo no veía
absolutamente nada, pero oyó el murmullo de la muchedumbre que se acercaba, y
preguntó: “¿Qué pasa?” “Es Jesús de Nazaret que se acerca”, le contestaron. Y
al instante, el pobre ciego comenzó a gritar: “¡Jesús, Hijo de David, ten
piedad de mí!” Y alargando las manos, que son los ojos del ciego, buscaba con
ellas a Jesús. Le llevan ante Él, y le pregunta Jesús con dulzura: “¿Qué
quieres?” ¡Pobrecito, qué iba a querer! “Señor, que vea.” Y Jesús pronuncia una
sola palabra: “Quiero.” Y al instante se abren los ojos del ciego y comienza a
ver claramente (Lc 18, 35-43).
Oculista que me escuchas: tú
sabes muy bien lo que significa atrofia del nervio óptico, corteza cervical,
ceguera de nacimiento... No tiene remedio, ¿verdad? Pues lo tuvo con una sola
palabra de Jesucristo. ¿Qué te parece la prueba? Otro día se le presenta un
hombre cubierto de lepra, con su carne podrida que se le caía a pedazos; y
aquella piltrafa humana cae de rodillas ante Jesús y le dice con lágrimas en
los ojos: “Señor, si quieres, puedes limpiarme.” Y extendiendo Él su mano, le
toca diciendo: “Quiero, sé limpio.” Y en el acto la carne podrida del leproso
se vuelve fresca y sonrosada como la de un niño que acaba de nacer (Lc 5,
12-13). Señores: La medicina moderna ha hecho progresos admirables. Pero con
todos los adelantos modernos, ¡cuánto cuesta y con qué lentitud se logra la
curación de un leproso! El bacilo de Hansen es dificilísimo de vencer, aún hoy,
con todos los progresos y adelantos de la medicina. Pero a Cristo le bastó hace
veinte siglos una sola palabra: “Quiero”, y al momento desapareció la lepra.
Otro día le seguía una inmensa
multitud. Cinco mil hombres, sin contar las mujeres ni los niños. Y Jesús les
dice a sus apóstoles: “Dadles de comer.” Pero ellos le respondieron: “No
tenemos aquí sino cinco panes y dos peces.” Él les dijo: “Traédmelos acá.” Y
alzando sus ojos al cielo, bendijo y partió los panes y se los dio a sus
discípulos, y estos, a la muchedumbre.
Y comieron todos y se saciaron
y recogieron de los fragmentos sobrantes doce cestos llenos (Mt 14, 14-21).
¿Qué os parece? Otro día dormía Jesús tranquilamente en la barca de sus
discípulos. De pronto se levanta un fuerte viento, y la débil barquichuela,
bajo los embates de las olas, amenaza zozobrar. Sus discípulos le despiertan
atemorizados: “¡Señor, sálvanos, que perecemos!” Y Jesús se puso sencillamente
de pie y mandó al viento y dijo al mar: “Calla, enmudece.” Y al instante se aquietó
el viento y se hizo completa calma. Y sus discípulos se preguntaron asustados:
“¿Quién será éste que hasta el viento y el mar le obedecen?” (Mc 4, 34-41). Otro
día Jesucristo caminó majestuosamente sobre las olas del mar como sobre una
alfombra azul festoneadas de espumas (Mt 14, 25). Otro día...¿Para qué seguir?
Aquel hombre jugaba con el mar, con los vientos y tempestades, con las
enfermedades de los hombres y con las fuerzas de la Naturaleza como Dueño y
Señor de todo.
Pero hay todavía, señores, una
prueba más impresionante de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Señores:
en medicina legal no se admite más que una prueba definitiva de muerte real: la
putrefacción. Mientras el cadáver no comience a descomponerse, no podemos tener
una seguridad científica y absoluta de que está realmente muerto. Pero cuando
empieza a descomponerse, cuando comienza la putrefacción, la muerte real es
ciertísima, científicamente segura. Recordemos ahora la impresionante escena
evangélica. Lázaro de Betania, el amigo de Cristo, cae gravemente enfermo. Y
sus hermanas Marta y María envían un recado al Maestro, diciéndole: “Señor, el
que amas está enfermo”. Jesucristo no acude enseguida; deja pasar dos días
después de recibido el aviso. Cuando llegó a Betania, Lázaro llevaba ya cuatro
días en el sepulcro. Y cuando Marta le dice llorando a Jesús: “Señor: si
hubieras estado aquí, mi hermano no hubiera muerto”, Jesús le dice: “Yo soy la
resurrección y la vida... El que cree en Mí, aunque hubiese muerto, vivirá”. Se
dirige al sepulcro, seguido de una gran muchedumbre. Y ordena: “Quitad la
piedra”. Y al instante perciben todos, el hedor pestilencial del cadáver
putrefacto en descomposición. Y Jesucristo, alzando sus ojos al cielo,
pronuncia estas palabras: “Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sé
que siempre me escuchas, pero por la muchedumbre que me rodea, lo digo: para que crean que Tú me has enviado”. Y
diciendo esto, gritó con fuerte voz: “¡Lázaro, sal fuera!” Y al instante, como
un siervo obediente cuando su amo le da una orden, el cadáver putrefacto de
Lázaro se presentó delante de todos lleno de salud y de vida. Señores: el
milagro, por definición, trasciende las fuerzas de toda naturaleza creada y
creable. Solamente Dios, Autor de la Naturaleza, o alguien en nombre de Dios,
puede suspender sus leyes inmutables. Ahora bien: Jesucristo hacía los milagros
en nombre propio, no en nombre de
Dios. Cuando invoca a Dios le llama Padre,
y le invoca no para pedirle el poder de hacer milagros, sino únicamente para
que los que le rodean crean que ha sido
enviado por Él. Jesucristo tuvo la osadía de decir que era el Hijo de Dios,
pero lo demostró de una manera aplastante y definitiva. El mismo Dios se
encargó de confirmarlo desde el cielo, cuando en el momento del bautismo de
Jesús se abrieron los cielos y se oyó la voz augusta del Eterno Padre, que
exclamaba: “Este es mi Hijo muy amado,
en el que tengo puestas mis complacencias”. (Mt 3, 16-17).
Pues bien: ese que es el Hijo
de Dios, ese que ha venido del cielo y sabe perfectamente lo que hay en el otro
mundo, ése nos dice veinticinco veces en el Evangelio que existe el infierno y
que es eterno, que no terminará jamás. “Que venga alguien del otro mundo a
decirlo”. ¡Ya ha venido! Y nada menos que el que dijo y demostró que era el Hijo de Dios. ¿Comprendéis ahora la increíble
insensatez de la carcajada volteriana negando la existencia del infierno? Las
cosas de Dios son como Dios ha querido que sean, no como se les antojen a los
incrédulos.
¡Pobres incrédulos! ¡Qué pena
me dan! No todos son igualmente culpables. Distingo muy bien dos clases de
incrédulos completamente distintos. Hay almas atormentadas que les parece que
han perdido la fe. No la sienten, no la saborean como antes. Les parece que la
han perdido totalmente. Esta misma tarde he recibido una carta anónima: no la
firma nadie. A través de sus palabras se transparenta, sin embargo, una persona
de cultura más que mediana. Escribe admirablemente bien. Y después de decirme
que está oyendo mis conferencias por Radio Nacional de España, me cuenta su
caso. Me dice que ha perdido casi por completo la fe, aunque la desea con toda
su alma, pues con ella se sentía feliz, y ahora siente en su espíritu un vacío
espantoso. Y me ruega que si conozco algún medio práctico y eficaz para volver
a la fe perdida que se lo diga a gritos, que le muestre esa meta de paz y de
felicidad ansiada.
¡Pobre amigo mío! Voy a abrir
un paréntesis en mi conferencia para enviarte unas palabras de consuelo. Te
diré con Cristo: “No andas lejos del Reino de Dios”. Desde el momento en que
buscas la fe, es que ya la tienes. Lo dice hermosamente San Agustín: “No
buscarías a Dios si no lo tuvieras ya”. Desde el momento en que deseas con toda
tu alma la fe, es que ya la tienes. Dios, en sus designios inescrutables, ha
querido someterte a una prueba. Te ha retirado el sentimiento de la fe, para ver cómo reaccionas en la oscuridad. Si
a pesar de todas las tinieblas te mantienes fiel, llegará un día –no sé si
tarde o temprano, son juicios de Dios– en que te devolverá el sentimiento de la
fe con una fuerza e intensidad incomparablemente superior a la de antes. ¿Qué
tienes que hacer mientras tanto? Humillarte delante de Dios. Humíllate un
poquito, que es la condición indispensable para recibir los dones de Dios. El
gozo, el disfrute, el saboreo de la fe, suele ser el premio de la humildad.
Dios no resiste jamás a las lágrimas humildes. Si te pones de rodillas ante Él
y le dices: “Señor: Yo tengo fe, pero quisiera tener más. Ayuda Tú mi poca fe”.
Si caes de rodillas y le pides a Dios que te dé el sentimiento íntimo de la fe,
te la dará infaliblemente, no lo dudes; y mientras tanto, pobre hermano mío,
vive tranquilo, porque no solamente no andas lejos del Reino de Dios, sino que,
en realidad, estás ya dentro de él.
¡Ah! Pero tu caso es
completamente distinto del de los verdaderos incrédulos. Tú no eres incrédulo,
aunque de momento te falte el sentimiento dulce y sabroso de la fe. Los
verdaderos incrédulos son los que, sin fundamento ninguno, sin argumento alguno
que les impida creer, lanzan una insensata carcajada y desprecian olímpicamente
las verdades de la fe. No tienen ningún argumento en contra, no lo pueden
tener, señores. La fe católica resiste toda clase de argumentos que se le
quieran oponer. No hay ni puede haber un argumento válido contra ella. Supera
infinitamente a la razón, pero jamás la contradice. No puede haber conflicto
entre la razón y la fe, porque ambas proceden del mismo y único manantial de la
verdad, que es la primera Verdad por esencia, que es Dios mismo, en el que no
cabe contradicción. Es imposible encontrar un argumento válido contra la fe
católica. Es imposible que haya incrédulos de
cabeza –como os decía el otro día–, pero los hay abundantísimos de corazón. El que lleva una conducta
inmoral, el que ha adquirido una fortuna por medios injustos, el que tiene
cuatro o cinco amiguitas, el que está hundido hasta el cuello en el cieno y en
el fango, ¡cómo va a aceptar tranquilamente la fe católica que le habla de un
infierno eterno! Le resulta más cómodo prescindir de la fe o lanzar contra ella
la carcajada de la incredulidad.
¡Insensato! ¡Como si esa
carcajada pudiera alterar en nada la tremenda realidad de las cosas! ¡Ríete
ahora! Carcajaditas de enano en una noche de barrio chino. ¡Ríete ahora! ¡Ya
llegará la hora de Dios! Ya cambiarán las cosas. Escucha la Sagrada Escritura:
“Antes desechasteis todos mis consejos y no accedisteis a mis requerimientos.
También yo me reiré de vuestra ruina y me burlaré cuando venga sobre vosotros
el terror”. (Prov 1, 25-26). El mismo Cristo advierte en el Evangelio, con toda
claridad: “¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis!”
(Lc 6, 25). ¡Te burlas de todo eso? Pues sigue gozando y riendo tranquilamente.
Estás danzando con increíble locura al borde de un abismo: ¡es la hora de tu risa! Ya llegará la hora de la risa de Dios para toda la eternidad.
CONTINUA...
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