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viernes, 7 de junio de 2019

SAN JUAN BOSCO Y El INFIERNO


—Al menos ahora —le supliqué— me dejarás escribir los nombres de esos jóvenes para poder avisarles en particular.
—No hace falta— me respondió. 
Entonces, ¿qué les debo decir? 
Predica siempre y en todas partes contra la inmodestia. Basta avisarles de una manera general y no olvides que aunque lo hicieras particularmente, te harían mil promesas, pero no siempre sinceramente. Para conseguir un propósito decidido se necesita la gracia de Dios, la cual no faltará nunca a tus jóvenes si ellos se la piden. Dios es tan bueno que manifiesta especialmente su poder en el compadecer y en perdonar. Oración y sacrificio, pues, por tu parte. Y los jóvenes que escuchen tus amonestaciones y enseñanzas, que pregunten a sus conciencias y éstas les dirán lo que deben hacer. Y seguidamente continuó hablando por espacio de casi media hora sobre las condiciones necesarias para hacer una buena confesión. El guía repitió después varias veces en voz alta:
— ¿Qué quiere decir eso?
— ¡Que cambien de vida!... ¡Que cambien de vida!...
Yo, confundido ante esta revelación, incliné la cabeza y estaba para retirarme cuando el desconocido me volvió a llamar y me dijo: —Todavía no lo has visto todo. Leí esta sentencia y dije:
—Esto no interesa a mis jóvenes, porque son pobres, como yo; nosotros no somos ricos ni buscamos las riquezas. ¡Ni siquiera nos pasa por la imaginación semejante deseo! Al correr el velo vi al fondo cierto número de jóvenes, todos conocidos, que sufrían como los primeros que contemplé, y el guía me contestó:
—Sí, también interesa esa sentencia a tus muchachos.
—Explícame entonces el significado del término divites.
Y él dijo: —Por ejemplo, algunos de tus jóvenes tienen el corazón apegado a un objeto material, de forma que este afecto desordenado le aparta del amor a Dios, faltando, por tanto, a la piedad y a la mansedumbre. No sólo se puede pervertir el corazón con el uso de las riquezas, sino también con el deseo inmoderado de las mismas, tanto más si este deseo va contra la virtud de la justicia. Tus jóvenes son pobres, pero has de saber que la gula y el ocio son malos consejeros. Hay algunos que en el propio pueblo se hicieron culpables de hurtos considerables y a pesar de que pueden hacerlo no se han preocupado de restituir. Hay quienes piensan en abrir con las ganzúas la despensa y quien intenta penetrar en la habitación del Prefecto o del Ecónomo; quienes registran los baúles de los compañeros para apoderarse de comestibles, dinero y otros objetos; quien hace acopio de cuadernos y de libros para su uso... Y después de decirme el nombre de estos y de otros más, continuó:
—Algunos se encuentran aquí por haberse apropiado de prendas de vestir, de ropa blanca, de mantas y manteles que pertenecían al Oratorio, para mandarlas a sus casas. Algunos, por algún otro grave daño que ocasionaron voluntariamente y no lo repararon. Otros, por no haber restituido objetos y cosa que habían pedido a título de préstamo, o por haber retenido sumas de dinero que les habían sido confiadas para que las entregasen al Superior. Y concluyó diciendo: —Y puesto que conoces el nombre de los tales, avísales, diles que desechen los deseos inútiles y nocivos; que sean obedientes a la ley de Dios y celosos del propio honor, de otra forma la codicia los llevará a mayores excesos, que les sumergirán en el dolor, en la muerte y en la perdición.
Yo no me explicaba cómo por ciertas cosas a las que nuestros jóvenes daban tan poca importancia hubiese aparejados castigos tan terribles. Pero el amigo interrumpió mis reflexiones diciéndome:
—Recuerda lo que se te dijo cuando contemplabas aquellos racimos de la vid echados a perder.
— y levantó otro velo que ocultaba a otros muchos de nuestros jóvenes, a los cuales conocí inmediatamente por pertenecer al Oratorio.
Me preguntó: — ¿Sabes qué significa esto? ¿Cuál es el pecado designado por esta sentencia?
—Me parece que debe ser la soberbia. —
No, me respondió.—Pues yo siempre he oído decir que la raíz de todos los pecados es la soberbia.
—Sí; en general se dice que es la soberbia; pero en particular, ¿sabes qué fue lo que hizo caer a Adán y a Eva en el primer pecado, por lo que fueron arrojados del Paraíso terrenal?
—La desobediencia. —Cierto; la desobediencia es la raíz de todos los males.
— ¿Qué debo decir a mis jóvenes sobre esto? —Presta atención. Aquellos jóvenes los cuales tú ves que son desobedientes se están preparando un fin tan lastimoso como éste. Son los que tú crees que se han ido por la noche a descansar y, en cambio, a horas de la madrugada se bajan a pasear por el patio, sin preocuparse de que es una cosa prohibida por el reglamento; son los que van a lugares peligrosos, sobre los andamios de las obras en construcción, poniendo en peligro incluso la propia vida. Algunos, según lo establecido, van a la iglesia, pero no están en ella como deben, en lugar de rezar están pensando en cosas muy distintas de la oración y se entretienen en fabricar castillos en el aire; otros estorban a los demás. Hay quienes de lo único que se preocupan es de buscar un lugar cómodo para poder dormir durante el tiempo de las funciones sagradas; otros crees tú que van a la iglesia y, en cambio, no aparecen por ella. ¡Ay del que descuida la oración! ¡El que no reza se condena! Hay aquí algunos que en vez de cantar las divinas alabanzas y las Vísperas de la Virgen María, se entretienen en leer libros nada piadosos, y otros, cosa verdaderamente vergonzosa, pasan el tiempo leyendo obras prohibidas (¡hasta pornografía!). Y siguió enumerando otras faltas contra el reglamento, origen de graves desórdenes.
Cuando hubo terminado, yo le miré conmovido y él clavando sus ojos en mí, prestó atención a mis palabras.
— ¿Puedo referir todas estas cosas a mis jóvenes?—, le pregunté.
—Sí, puedes decirles todo cuanto recuerdes.
— ¿Y qué consejos he de darles para que no les sucedan tan grandes desgracias?
—Debes insistir en que la obediencia a Dios, a la Iglesia, a los padres y a los superiores, aún en cosas pequeñas, los salvará.
— ¿Y qué más?
—Les dirás que eviten el ocio, que fue el origen del pecado del Santo Rey David: incúlcales que estén siempre ocupados, pues así el demonio no tendrá tiempo para tentarlos. Yo, haciendo una inclinación con la cabeza, se lo prometí.
Me encontraba tan emocionado que dije a mi amigo: —Te agradezco la caridad que has usado para conmigo y te ruego que me hagas salir de aquí.
El entonces me dijo: — ¡Ven conmigo!—, y animándome, me tomó de la mano y me ayudó a proseguir porque me encontraba agotado. Al salir de la sala y después de atravesar en un momento el horrido patio y el largo corredor de entrada, antes de trasponer el dintel de la última puerta de bronce, se volvió de nuevo a mí y exclamó:
—Ahora que has visto los tormentos de los demás, es necesario que pruebes un poco lo que se sufre en el infierno.
— ¡No, no!—, grité horrorizado.
El insistía y yo me negaba siempre.
—No temas —me dijo—; prueba solamente, toca esta muralla.
Yo no tenía valor para hacerlo y quise alejarme, pero el guía me detuvo insistiendo:
—A pesar de todo, es necesario que pruebes lo que te he dicho— y aferrándome resueltamente por un brazo, me acercó al muro mientras decía:
—Tócalo una sola vez, al menos para que puedas decir que estuviste visitando las murallas de los suplicios eternos, y para que puedas comprender cuan terrible será la última si así es la primera. ¿Ves esa muralla? Me fijé atentamente y pude comprobar que aquel muro era de espesor colosal. El guía prosiguió:
—Es el milésimo primero antes de llegar adonde está el verdadero fuego del infierno. Son mil muros los que lo rodean. Cada muro es mil medidas de espesor y de distancia el uno del otro, y cada medida es de mil millas; este está a un millón de millas del verdadero fuego del infierno y por eso apenas es un mínimo principio del infierno mismo.
Al decir esto, y como yo me echase atrás para no tocar, me tomo la mano, me la abrió con fuerza y me la acercó a la piedra de aquel milésimo muro. En aquel instante sentí una quemadura tan intensa y dolorosa que saltando hacia atrás y lanzando un grito agudísimo, me desperté. Me encontré sentado en el lecho y pareciéndome que la mano me ardía, la restregaba contra la otra para aliviarme de aquella sensación. Al hacerse de día, pude comprobar que mi mano, en realidad, estaba hinchada, y la impresión imaginaria de aquel fuego me afectó tanto que cambié la piel de la palma de la mano derecha. Tengan presente que no les he contado las cosas con toda su horrible crueldad, ni tal como las vi y de la forma que me impresionaron, para no causar en ustedes demasiado espanto. Nosotros sabemos que el Señor no nombró jamás el infierno sino valiéndose de símbolos, porque aunque nos lo hubiera descrito como es, nada hubiéramos entendido. Ningún mortal puede comprender estas cosas. El Señor las conoce y las puede manifestar a quien quiere. Durante muchas noches consecutivas, y siempre presa de la mayor turbación, no pude dormir a causa del espanto que se había apoderado de mi ánimo. Les he contado solamente el resumen de lo que he visto en sueños de mucha duración; puede decirse que de todos ellos les he hecho un breve compendio. Más adelante les hablaré sobre el respeto humano, y de cuanto se relaciona con el sexto y séptimo Mandamiento y con la soberbia. No haré otra cosa más que explicar estos sueños, pues están de acuerdo con la Sagrada Escritura, aún más, no son otra cosa que un comentario de cuanto en ella se lee respecto a esta materia. Durante estas noches les he contado ya algo, pero de cuando en cuando vendré a hablarles y les narraré lo que falta, dándoles la explicación consiguiente.


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