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lunes, 17 de octubre de 2016

Los Martires Cristeros

El Médico Cristiano

Entre las profesiones que encauzan las actividades del hombre en esta vida, hay una a la que sólo supera en nobleza y dignidad la del sacerdote; y es la profesión del médico. En la misma Sagrada Escritura, en el libro del Eclesiástico, se hace este magnífico elogio del médico (cap. 38): "Honra al médico, porque lo necesitas; pues el Altísimo es el que lo ha hecho para tu bien. Porque de Dios viene toda medicina; y será remunerada por el rey. Al médico le elevará su ciencia a los honores, y será celebrado entre los magnates. El Altísimo es quien crió de la tierra los medicamentos, y el hombre prudente no los desechará. Hijo, cuando estés enfermo no te descuides a ti mismo; antes bien haz oración al Señor y El te curará. Apártate del pecado y endereza tus acciones y limpia tu corazón de toda culpa. Ofrece el incienso y la oblación de flor de harina. . . Y llama al médico, porque el Señor le creó y no le alejes de ti, pues te es necesario. A veces acierta; porque también él oró al Señor, para que le dirigiera en procurar el alivio y la salud, para prolongar la vida del enfermo, que es a lo que se dirige su profesión".

Y Jesucristo Nuestro Señor, no sólo fue el Sumo Sacerdote y Pontífice que se ofreció a Sí mismo en holocausto por nuestros pecados, sino que ejerció, como sabemos, la profesión de médico de los cuerpos, curando a los enfermos y devolviendo la salud a los que habían perdido ese don precioso del Señor. Casi todos sus milagros los hizo en favor de los enfermos. Y es que tanto el sacerdocio como la profesión del médico, proceden y viven de la Caridad Divina, el gran precepto característico de nuestra religión. Así el médico debe entender esto muy bien: su profesión se cimenta en la caridad y se ayuda por la ciencia. Dios, como dice la Escritura, lo ha elegido y creado, para que valiéndose de la ciencia, unida estrechamente a la caridad, las dirija al socorro de la humanidad enferma. Uno de estos médicos, conscientes de la grandeza de su profesión y de sus obligaciones como tal, era sin duda el Dr. D. Baltasar López, que ejercía, en la villa de Moroleón, del estado de Guanajuato, y en toda la región Sur del mismo estado, desde Yuriria a Acámbaro.


Católico práctico, frecuentaba los sacramentos; jefe de familia había educado a sus hijos en el santo temor de Dios, y regía su hogar con las leyes del Evangelio; hombre de ciencia y de mucha experiencia, se había granjeado la confianza de muchísimos enfermos del Bajío, que acudían a él en demanda de su salud alterada; y muy caritativo, nunca se negó a asistir a los pobres, con la misma diligencia que a los ricos, sin cuidarse de si podían o no pagarle sus justos honorarios, que nunca reclamaba, contentándose con aliviar al enfermo que en sus manos se ponía. Si hubiera querido pasar a alguna de las grandes ciudades de nuestra patria, su ciencia le hubiera colocado pronto en un lugar de preferencia; pero no le sufría el corazón apartarse de los aldeanos y los humildes de las villas y haciendas del Bajío, que sin él, quizás no hubieran tenido más la asistencia médica que él les prodigaba de día y de noche, sin preocuparse por sus comodidades e interés propio, sino en la medida de lo justo. Por eso fijó su residencia durante toda su vida en la pequeña villa de Moroleón desde donde irradiaba su acción a toda aquella simpática región guanajuatense. Era, en una palabra, el tipo del médico cristiano.

El miércoles 6 de mayo de 1927, á las cinco de la mañana, un camión cargado de soldados federales se detuvo ante la morada del galeno, y bajando de él, el capitancito, comenzó a llamar, con estrépito desacostumbrado, a la puerta del zaguán. A medio vestir salió el Dr. López al balcón para informarse de lo que quería aquel hombre.

— ¿Quién es usted? —preguntó altaneramente el capitán.

—El doctor López, para servir a usted.

—Salga usted inmediatamente para ver a un enfermo.

La manera de pedir aquello, y una rápida mirada del doctor al camión de los soldados, le hizo comprender que no había tal enfermo, y que aquello era una celada inexplicable. Por lo que, por primera vez en su vida, se negó a salir al llamado de un prójimo, que decían sufría.

—Yo también estoy algo enfermo (lo que era verdad), y no puedo salir a esta hora. Iré más tarde. Dígame usted dónde está el enfermo.

—Baje usted inmediatamente, o entramos a su casa a sacarle por la fuerza, ¡viejo bribón! —gritó el capitancito.
Don Baltasar, aunque se temía lo peor, para evitar un susto a su familia, le dijo al grosero interpelante:

—Bajo en seguida; voy a vestirme, y echarme un abrigo encima.
Y en efecto bajó y preguntó al soldadón:

— ¿A dónde vamos?

—A Acámbaro, suba al coche pronto.
Y subió, comprendiendo desde luego eme iba preso.

— ¿Por qué es esto? —preguntó—. ¿Me han aprehendido? Yo no he hecho nada reprobable, capitán.

— ¿Es usted católico?

— ¡Claro que sí y a mucha honra! . . .¡Ah! ¿es por eso? Y ¿usted no lo es? ¿Es acaso un crimen?...
El capitán guardaba silencio.
Acertó el camión a pasar frente a una tienda de comestibles cuyo dueño estaba abriendo en esos momentos las puertas.

—Capitán, permítame bajar unos instantes, a comprar unos cigarros. . .

—Baje, y no se demore —dijo el capitán.
Don Baltasar pidió los cigarros, y en voz baja dijo al tendero, que le era conocido: "hágame usted el favor de avisar a Miguel Cerrato, mi hermano político, que me llevan preso por católico, probablemente a Acámbaro.
Gracias".

El tendero, rápidamente, le dijo que lo haría en seguida, y no quiso aceptar el precio de los cigarros. Continuó el camión por el camino de Acámbaro. Va cerca de la villa de Uriangato. el capitán volvió a interrogar al silencioso doctor.

— ¿Dónde están sus hijos?

—En este momento no lo sé: están fuera de Moroleón en vacaciones. Pero usted comprende, que aunque lo supiera no se lo había de decir. ¿Voy a causarles algún mal a mis buenos muchachos...? ¡Jamás! ¡Jamás!

El camión se detuvo nuevamente ante la casa del Presidente Municipal de Uriangato, y uno de los soldados, por orden del capitán, comenzó a llamar a culatazos a la puerta. Bajó azorado el Presidente, y el capitán desde el camión le gritó:

—Mande usted recoger el cadáver de esta persona, que vamos a fusilar en la plaza. Y ante el asombro e indignación del munícipe, el camión prosiguió su marcha. El doctor, al oír aquello, se quedó aterrado. Llegados a la plaza dio orden el jefe de que bajasen todos. Como don Baltasar viera que el capitancillo trataba de desenfundar su pistola, abalanzóse a él, para impedírselo

—No, capitán, no vaya usted a cometer un crimen. En esto hay alguna equivocación. Yo soy inocente, nunca he hecho mal a nadie, sino todo el bien que he podido... Pregúntelo en Moroleón... todos responderán por mí. . . No, capitán. . . yo soy médico. . . y ¿sabe usted las consecuencias que trae el matar a un médico?... No, capitán, no vaya a cometer un crimen de tantas consecuencias. . .Y mientras esto decía, luchaba abrazado con el militar para impedirle el uso del alma mortífera. Pero éste era más fuerte y al cabo de una lucha terrible logró desprenderse de los brazos del anciano, y lanzarlo contra la pared de una casa cercana, magullándole contra ella la cara. Comprendió entonces el doctor, que era inútil cuanto hiciese, e irguiéndose entonces, con la serenidad del inocente y del mártir, ante sus verdugos, hizo sobre sí la señal de la Cruz, y exclamó por última vez:

¡Muero por Cristo Rey!


El capitán ebrio de furor, descargó su pistola sobre el médico, y los soldados lo secundaron a su orden de: ¡Fuego! Y dejando allí tirado el cadáver ensangrentado, volvieron a subir al camión y continuaron velozmente su camino, para evitar la ira del pueblo, por el infame asesinato de su médico católico.

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