El Médico Cristiano
Entre las profesiones que encauzan las actividades del hombre en esta
vida, hay una a la que sólo supera en nobleza y dignidad la del sacerdote; y es
la profesión del médico. En la misma Sagrada Escritura, en el libro del
Eclesiástico, se hace este magnífico elogio del médico (cap. 38): "Honra
al médico, porque lo necesitas; pues el Altísimo es el que lo ha hecho para tu
bien. Porque de Dios viene toda medicina; y será remunerada por el rey. Al
médico le elevará su ciencia a los honores, y será celebrado entre los
magnates. El Altísimo es quien crió de la tierra los medicamentos, y el hombre
prudente no los desechará. Hijo, cuando estés enfermo no te descuides a ti
mismo; antes bien haz oración al Señor y El te curará. Apártate del pecado y
endereza tus acciones y limpia tu corazón de toda culpa. Ofrece el incienso y
la oblación de flor de harina. . . Y llama al médico, porque el Señor le creó y
no le alejes de ti, pues te es necesario. A veces acierta; porque también él
oró al Señor, para que le dirigiera en procurar el alivio y la salud, para
prolongar la vida del enfermo, que es a lo que se dirige su profesión".
Y Jesucristo Nuestro Señor, no sólo fue el Sumo Sacerdote y Pontífice que
se ofreció a Sí mismo en holocausto por nuestros pecados, sino que ejerció,
como sabemos, la profesión de médico de los cuerpos, curando a los enfermos y
devolviendo la salud a los que habían perdido ese don precioso del Señor. Casi
todos sus milagros los hizo en favor de los enfermos. Y es que tanto el
sacerdocio como la profesión del médico, proceden y viven de la Caridad Divina,
el gran precepto característico de nuestra religión. Así el médico debe
entender esto muy bien: su profesión se cimenta en la caridad y se ayuda por la
ciencia. Dios, como dice la Escritura, lo ha elegido y creado, para que
valiéndose de la ciencia, unida estrechamente a la caridad, las dirija al
socorro de la humanidad enferma. Uno de estos médicos, conscientes de la grandeza de su profesión y de sus
obligaciones como tal, era sin duda el Dr. D. Baltasar López, que ejercía, en
la villa de Moroleón, del estado de Guanajuato, y en toda la región Sur del
mismo estado, desde Yuriria a Acámbaro.
Católico práctico, frecuentaba los sacramentos; jefe de familia había educado
a sus hijos en el santo temor de Dios, y regía su hogar con las leyes del
Evangelio; hombre de ciencia y de mucha experiencia, se había granjeado la
confianza de muchísimos enfermos del Bajío, que acudían a él en demanda de su
salud alterada; y muy caritativo, nunca se negó a asistir a los pobres, con la
misma diligencia que a los ricos, sin cuidarse de si podían o no pagarle sus
justos honorarios, que nunca reclamaba, contentándose con aliviar al enfermo
que en sus manos se ponía. Si hubiera querido pasar a alguna de las grandes
ciudades de nuestra patria, su ciencia le hubiera colocado pronto en un lugar
de preferencia; pero no le sufría el corazón apartarse de los aldeanos y los
humildes de las villas y haciendas del Bajío, que sin él, quizás no hubieran
tenido más la asistencia médica que él les prodigaba de día y de noche, sin
preocuparse por sus comodidades e interés propio, sino en la medida de lo justo.
Por eso fijó su residencia durante toda su vida en la pequeña villa de Moroleón
desde donde irradiaba su acción a toda aquella simpática región guanajuatense.
Era, en una palabra, el tipo del médico cristiano.
El miércoles 6 de mayo de 1927, á las cinco de la mañana, un camión cargado
de soldados federales se detuvo ante la morada del galeno, y bajando de él, el
capitancito, comenzó a llamar, con estrépito desacostumbrado, a la puerta del
zaguán. A medio vestir salió el Dr. López al balcón para informarse de lo que quería
aquel hombre.
— ¿Quién es usted? —preguntó altaneramente el capitán.
—El doctor López, para servir a usted.
—Salga usted inmediatamente para ver a un enfermo.
La manera de pedir aquello, y una rápida mirada del doctor al camión de
los soldados, le hizo comprender que no había tal enfermo, y que aquello era
una celada inexplicable. Por lo que, por primera vez en su vida, se negó a
salir al llamado de un prójimo, que decían sufría.
—Yo también estoy algo enfermo (lo que era verdad), y no puedo salir a
esta hora. Iré más tarde. Dígame usted dónde está el enfermo.
—Baje usted inmediatamente, o entramos a su casa a sacarle por la fuerza,
¡viejo bribón! —gritó el capitancito.
Don Baltasar, aunque se temía lo peor, para evitar un susto a su
familia, le dijo al grosero interpelante:
—Bajo en seguida; voy a vestirme, y echarme un abrigo encima.
Y en efecto bajó y preguntó al soldadón:
— ¿A dónde vamos?
—A Acámbaro, suba al coche pronto.
Y subió, comprendiendo desde luego eme iba preso.
— ¿Por qué es esto? —preguntó—. ¿Me han aprehendido? Yo no he hecho
nada reprobable, capitán.
— ¿Es usted católico?
— ¡Claro que sí y a mucha honra! . . .¡Ah! ¿es por eso? Y ¿usted no lo
es? ¿Es acaso un crimen?...
El capitán guardaba silencio.
Acertó el camión a pasar frente a una tienda de comestibles cuyo dueño estaba
abriendo en esos momentos las puertas.
—Capitán, permítame bajar unos instantes, a comprar unos cigarros. . .
—Baje, y no se demore —dijo el capitán.
Don Baltasar pidió los cigarros, y en voz baja dijo al tendero, que le era
conocido: "hágame usted el favor de avisar a Miguel Cerrato, mi hermano
político, que me llevan preso por católico, probablemente a Acámbaro.
Gracias".
El tendero, rápidamente, le dijo que lo haría en seguida, y no quiso aceptar
el precio de los cigarros. Continuó el camión por el camino de Acámbaro. Va
cerca de la villa de Uriangato. el capitán volvió a interrogar al silencioso doctor.
— ¿Dónde están sus hijos?
—En este momento no lo sé: están fuera de Moroleón en vacaciones. Pero
usted comprende, que aunque lo supiera no se lo había de decir. ¿Voy a
causarles algún mal a mis buenos muchachos...? ¡Jamás! ¡Jamás!
El camión se detuvo nuevamente ante la casa del Presidente Municipal de
Uriangato, y uno de los soldados, por orden del capitán, comenzó a llamar a
culatazos a la puerta. Bajó azorado el Presidente, y el capitán desde el camión
le gritó:
—Mande usted recoger el cadáver de esta persona, que vamos a fusilar en
la plaza. Y ante el asombro e indignación del munícipe, el camión prosiguió su
marcha. El doctor, al oír aquello, se quedó aterrado. Llegados a la plaza dio orden
el jefe de que bajasen todos. Como don Baltasar viera que el capitancillo trataba
de desenfundar su pistola, abalanzóse a él, para impedírselo
—No, capitán, no vaya usted a cometer un crimen. En esto hay alguna
equivocación. Yo soy inocente, nunca he hecho mal a nadie, sino todo el bien
que he podido... Pregúntelo en Moroleón... todos responderán por mí. . . No,
capitán. . . yo soy médico. . . y ¿sabe usted las consecuencias que trae el
matar a un médico?... No, capitán, no vaya a cometer un crimen de tantas
consecuencias. . .Y mientras esto decía, luchaba abrazado con el militar para
impedirle el uso del alma mortífera. Pero éste era más fuerte y al cabo de una
lucha terrible logró desprenderse de los brazos del anciano, y lanzarlo contra
la pared de una casa cercana, magullándole contra ella la cara. Comprendió
entonces el doctor, que era inútil cuanto hiciese, e irguiéndose entonces, con
la serenidad del inocente y del mártir, ante sus verdugos, hizo sobre sí la
señal de la Cruz, y exclamó por última vez:
¡Muero por Cristo Rey!
El capitán ebrio de furor, descargó su pistola sobre el médico, y los soldados
lo secundaron a su orden de: ¡Fuego! Y dejando allí tirado el cadáver
ensangrentado, volvieron a subir al camión y continuaron velozmente su camino,
para evitar la ira del pueblo, por el infame asesinato de su médico católico.
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