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lunes, 28 de diciembre de 2015

El Peregrino Ruso (Anónimo)



El Peregrino Ruso

CAPÍTULO SEGUNDO

Seguí viajando durante mucho tiempo por toda suerte de regiones, acompañado de la oración de Jesús, que me fortificaba y me consolaba en todos los caminos, en todas las ocasiones y en toda situación. Al fin, pensé que debía detenerme en algún lugar a fin de hallar mayor soledad y ponerme a estudiar la Filocalía, que sólo por la noche podía leer o durante la siesta del mediodía; grandes eran mis deseos de dedicarme de lleno a su estudio para extraer de ella con fe la verdadera doctrina de la salud del alma por la oración del corazón. Por desgracia, para satisfacer este deseo no podía emplearme en ningún trabajo manual, pues había perdido el uso de mi brazo derecho desde mi infancia; y así, en la imposibilidad de radicarme en ninguna parte, me dirigí a los países siberianos, hacia San Inocente de Irkutsk , en la creencia de que en las llanuras y bosques de Siberia encontraría mayor silencio y podría entregarme más cómodamente a la lectura y a la oración. Allá me fui, pues, recitando incesantemente la oración. Al cabo de cierto tiempo noté que la oración se originaba sola dentro de mi corazón, es decir que mi corazón, latiendo con toda regularidad, se ponía en cierto modo a recitar las palabras santas a cada latido; por ejemplo: 1º-Señor, 2º Jesús…, 3º-cristo, y así con lo demás. Dejaba de mover los labios y escuchaba con atención lo que decía mi corazón, acordándome de cuán agradable es esto según me decía mi difunto starets. Después, sentía un ligero dolor en el corazón, y en mi espíritu tan grande amor a Nuestro Señor Jesucristo, que me parecía que, si lo hubiera visto, me hubiera echado a sus pies, los hubiera abrazado y bañado con mis lágrimas, dándole gracias por los consuelos que nos procuraba con su nombre, en su bondad y su amor por la criatura indigna y pecadora. Muy pronto brotó en mi corazón un dulce calor que inundó todo mi pecho. Esto me condujo en particular a una atenta lectura de la Filocalía para ver qué decía de estas sensaciones y estudiar en ella el desarrollo de la oración interior del corazón; sin este control, temía caer en la ilusión, tomar las acciones de la naturaleza por las de la gracia y ensoberbecerme por tan rápida adquisición de la oración, según lo que me había explicado mi difunto starets. Por esta razón, caminaba sobre todo de noche y pasaba el día leyendo la Filocalía sentado en el bosque a la sombra de los árboles. ¡Cuántas cosas nuevas, profundas e ignoradas llegué a descubrir en estas lecturas! Mientras duraba esta ocupación, sentía una beatitud mucho más perfecta que todo lo que hasta entonces había podido imaginar. Indudablemente que ciertos pasajes quedaban sin que mi pobre espíritu pudiera entenderlos, pero los efectos de la oración del corazón aclaraban lo que yo no entendía. Además, a veces veía en sueños a mi difunto starets, que me explicaba muchas de las dificultades e inclinaba cada vez más a la verdad a mi alma tan poco inteligente. En esta absoluta felicidad pasé dos largos meses del verano. Viajaba sobre todo por los bosques y caminos de la campiña; cuando llegaba a una aldea, pedía un saco de pan, un puñado de sal, llenaba de agua mi calabaza y seguía caminando otras cien verstas.

EL PEREGRINO ES ATACADO POR LOS LADRONES

En castigo sin duda de mis pecados y de la dureza de mi alma, o para el progreso de mi vida espiritual, las tentaciones hicieron su aparición al fin del verano. Y fue así: una tarde que había salido a la carretera, encontré ados hombres que tenían aspecto de soldados; me pidieron dinero. Cuando les dije que no tenía ni un céntimo, no quisieron creerme y gritaron brutalmente:

-¡Mientes! Que los peregrinos recogen mucho dinero. -Uno de ellos
añadió: Es inútil hablar mucho con él- Y me dio con un palo en la cabeza; caí sin sentido. No sé si estuve mucho tiempo así, pero cuando volví en mí me di cuenta de que estaba en el bosque cerca de la carretera. Mis ropas estaban hechas jirones y mi alforja había desaparecido. Gracias a Dios, me habían dejado mi pasaporte, que llevaba escondido en el forro de mi viejo sombrero, a fin de poderlo enseñar fácilmente cuando fuera necesario. Me levanté y lloré amargamente, no tanto por el dolor cuanto por la pérdida de mis libros, la Biblia y la Filocalía, que estaban en la alforja que me robaron. Lloré y me afligí todo el día y toda la noche. ¿Dónde estaba mi Biblia, que yo leía desde pequeño y que siempre había llevado conmigo? ¿Dónde mi Filocalía, de la que tan grandes enseñanzas y consuelo sacaba? Infeliz, que he perdido el único tesoro de mi vida sin haberlo aprovechado como debía. Mejor me hubiera sido morir que vivir así sin mi alimento espiritual. Jamás podré volverlos a tener. Por espacio de dos días apenas si pude caminar por la aflicción; al tercer día, caí sin fuerzas junto a un matorral y me dormí. Y he aquí que, en sueños, me vi en el eremitorio, en la celda de mistarets, a quien lloré mi dolor. El starets, después de haberme consolado, me dijo:

-Que este acontecimiento te sirva de lección de desapego de las cosas de la tierra, a fin de poder volar más libremente hacia el cielo. Esta prueba te ha sido enviada a fin de que no caigas en la voluptuosidad espiritual. Dios quiere que el cristiano renuncie a su propia voluntad y a todo apego a ella, para poder ponerse así enteramente en los brazos de la voluntad divina. Todo lo que Él hace es para el bien y la salvación de los hombres. Él quiere que todos los hombres sean salvos. De modo que ten ánimo y cree que Dios dispondrá con la tentación el éxito para que podáis resistirla. Pronto recibirás un consuelo mayor que todas tus penas.

Al oír estas palabras, desperté y sentí en mi cuerpo fuerzas renovadas y en mi alma como una aurora y una nueva tranquilidad. ¡Qué se cumpla la voluntad de Dios!, dije. Me levanté, hice la señal de la cruz y partí. La oración obraba de nuevo en mi corazón como antes, y durante tres días seguí tranquilo mi camino. De repente, me encontré en él con una tropa de forzados, que eran conducidos bajo escolta. Al llegar junto a ellos, vi a los dos hombres que me habían robado, y como iban a la cabeza de la columna pude echarme a sus pies y suplicarles que me dijeran dónde estaban mis libros. Al principio fingieron no conocerme, pero al final uno de ellos dijo:

-Si nos das alguna cosa, te diremos dónde están tus libros. Necesitamos un rublo de plata.

Yo les juré que de un modo u otro se lo daría, aunque tuviese que mendigar para hacerme con él.

-Tomad en prenda, si os interesa, mi pasaporte.

Entonces me dijeron que mis libros estaban en los carros con los objetos robados que les habían recogido.

-¿Cómo podré conseguirlos?

-Pídeselos al capitán de la escolta.

Me fui donde estaba el capitán y le expliqué todo tal como había
sucedido. En la conversación, me preguntó si sabía leer la Biblia.

-No sólo sé leerla, le contesté, sino que también sé escribir; vos mismoveréis en la Biblia una inscripción que indica que me pertenece; y aquí tenéis en mi pasaporte mi nombre y apellido.

El capitán me dijo:

-Estos ladrones son desertores; vivían en una cabaña y se dedicaban a desplumar a los viandantes. Un cochero muy hábil los detuvo ayer, cuando querían robarle su troica. Tendré sumo placer en devolverte tus libros, si acaso están allí; pero tendrás que venir con nosotros hasta la posada. Estamos a cuatro verstas solamente y yo no puedo detener todo el convoy para buscarlos ahora.

Lleno de alegría, me puse en marcha junto al caballo del capitán, y fui conversando con él. Pronto me di cuenta de que era un hombre honesto y bueno y que ya no era joven. Me preguntó quién era yo, de dónde venía y a dónde iba. Respondí a todas sus preguntas y poco a poco llegamos a la posada donde se hacía el alto. Fue en busca de mis libros, y me los entregó diciendo:

-¿Adónde piensas ir ahora? Es ya de noche; sería mejor que te quedases conmigo.

Y con él me quedé. Sentía tal contento por haber recobrado mis libros que no sabía cómo dar gracias a Dios; los apretaba contra mi corazón hasta sentir calambres en los brazos. Lágrimas de felicidad corrían por mis mejillas y mi corazón palpitaba de gozo y dicha.
El capitán me miró y me dijo:

-Veo que sientes placer en leer la Biblia.

En mi alegría, no me fue posible responderle una sola palabra. Yo no hacía más que llorar. Él continuó:

-Yo también, hermano, leo cada día con gran atención el Evangelio -Y al momento, entreabriendo su uniforme, sacó de él un pequeño Evangelio de Kiev con cubierta de plata-. Siéntate y te contaré cómo me fui acostumbrando a ello. ¡Mesonero!, que nos traigan la cena.

HISTORIA DEL CAPITÁN
Nos sentamos a la mesa. El capitán comenzó su relato:

«-Desde mi juventud he servido en el ejército y nunca en una guarnición. Conocía bien mi oficio y mis superiores me consideraban como un oficial modelo. Pero yo era joven, al igual que mis amigos. Por desgracia empecé a beber, y de tal modo me entregué a la bebida, que caí enfermo. Cuando no bebía era un excelente oficial, pero al primer vaso que volvía a beber, tenía que guardar cama seis semanas. Me aguantaron durante mucho tiempo; pero al fin, por haber insultado a un jefe después de haber bebido, fui degradado y condenado a servir tres años en una guarnición; me amenazaron con un castigo más severo aún, si no abandonaba la bebida. En situación tan miserable, quise luchar por contenerme, pero fue inútil; me fue imposible renunciar a mi pasión y decidieron enviarme a un batallón disciplinario. Cuando me lo hicieron saber, yo no sabía lo que me cogía.
Un día, sentado en mi dormitorio, iba pensando en todas estas cosas. Y en esto se presentó un monje que pedía para una iglesia. Cada cual daba lo que podía. Al llegar junto a mí, me preguntó por qué estaba tan triste. Yo hablé un poco con él y le conté mi desgracia. El monje se compadeció de mi situación y me dijo:

»-Lo mismo que a ti le sucedió a un hermano mío, y voy a contarte cómo consiguió vencer su vicio. Su padre espiritual le dio un Evangelio y le ordenó leer un capítulo cada vez que le vinieran ganas de beber; si las ganas volvían, debía leer el capítulo siguiente. Mi hermano puso en práctica el consejo, y de allí a poco tiempo quedó libre de la pasión por la bebida. Hace ya quince años que no ha probado ninguna bebida fuerte. Imita su ejemplo, y pronto verás cuánto bien te hace abstenerte como él. Yo tengo un Evangelio; si quieres, mañana te lo traeré.

»A lo que yo repliqué:

»-¿Y qué voy a hacer yo con el Evangelio, cuando ni mis esfuerzos, ni los remedios de los médicos han podido conseguir que me abstenga de beber? (Hablaba así porque jamás había leído el Evangelio.)

»-No digas eso, replicó el monje. Yo te aseguro que si haces lo que te he dicho, encontrarás provecho.

»Al día siguiente, en efecto, volvió el monje con el Evangelio que aquí ves. Lo abrí, lo miré, leí algunas frases y le dije:

»-No lo quiero, pues no entiendo nada. No estoy acostumbrado a leer los caracteres de iglesia.

»El monje continuó exhortándome, diciendo que en las mismas palabras del Evangelio se encierra una fuerza bienhechora; porque es el mismo Dios el que pronunció las palabras que en él están impresas. No importa que no entiendas nada; basta con que leas con atención. Un Santo ha dicho: "Si tú no comprendes la Palabra de Dios, los demonios comprenden lo que tú lees, y tiemblan." Y seguramente que el deseo de beber es obra de los demonios. Y te digo además esto: San Juan Crisóstomo escribe que hasta el lugar donde está el Evangelio espanta a los espíritus de las tinieblas y es un obstáculo a sus intrigas.

»No me acuerdo ya muy bien, pero creo que di alguna cosa al monje; tomé su Evangelio y lo eché en mi baúl entre mis otras cosas, olvidándolo completamente. Algún tiempo después llegó el momento de beber. Tenía unas ganas terribles de hacerlo; abrí el baúl para coger algún dinero y entrar en la taberna. El Evangelio se me presentó delante de los ojos y, acordándome de repente de todo lo que me había dicho el monje, lo abrí y comencé a leer el primer capítulo de San Mateo. Lo leí hasta el fin sin entender cosa alguna; pero me acordé de lo que me había dicho el monje: "No importa que no entiendas nada; basta con que leas con atención". ¡Está bien!, me dije; leamos un capítulo más. La lectura me pareció más clara. Veamos el tercero; apenas lo había comenzado, cuando se oyó una campana: era la retreta o llamada de la tarde. Y ya no había tiempo de salir del cuartel, con lo que me quedé sin beber por aquel día.

»Al día siguiente, por la mañana, estando para salir a comprar aguardiente, me dije:¿Y si leyese un capítulo del Evangelio? Después veremos. Lo leí y no me moví. Algo después tuve de nuevo ganas de beber, pero me puse a leer y me sentí aliviado. Me sentí fuerte igualmente, y a cada asalto de la tentación de beber la vencía leyendo mi capítulo del Evangelio. Cuanto más tiempo pasaba, me iba mejor. Cuando hube acabado los cuatro Evangelios, mi pasión por el vino había desaparecido completamente; me era ya del todo indiferente. Y hace ya veinte años que no he llevado a mis labios ninguna bebida fuerte.

»Todos se extrañaron de mi cambio. Pasados tres años fui admitido de nuevo en el cuerpo de oficiales; fui ascendiendo los grados sucesivos y quedé nombrado capitán. Contraje matrimonio con una excelente mujer; hemos reunido algunos bienes y ahora, gracias a Dios, las cosas van marchando. Ayudamos a los pobres en la medida de nuestras posibilidades y damos alojamiento a los peregrinos. Tengo un hijo que ya es oficial y que vale mucho.

»Pues bien, después que me puse bueno del todo, prometí leer cada día, durante toda mi vida, uno de los cuatro Evangelios entero, sin admitir dispensa alguna. Y así lo hago. Cuando estoy abrumado de trabajo y me siento muy fatigado, me acuesto y le pido a mi mujer o a mi hijo que lean el Evangelio junto a mí, y de esta manera cumplo mi promesa. En testimonio de agradecimiento y para gloria de Dios, he hecho cubrir este Evangelio de plata maciza y siempre lo llevo sobre mi corazón.»

Yo le escuché con gran placer, y le dije:

-Yo he conocido un caso semejante: en nuestro pueblo, en la fábrica, había un excelente obrero, muy hábil en las cosas de su oficio; pero para su desgracia, bebía con demasiada frecuencia. Un hombre piadoso le aconsejó que, cada vez que le viniesen ganas de beber aguardiente, recitase treinta y tres veces la oración de Jesús en honor de la   y en memoria de los años de la vida de Jesús sobre la tierra. Y no es esto todo: tres años después entraba en un monasterio.

-¿Y qué vale más, la oración de Jesús o el Evangelio?

-Ambos son la misma cosa, le respondí. El Evangelio es como la oración de Jesús, porque el divino nombre de Jesús encierra en sí todas las verdades evangélicas. Los Padres dicen que la oración de Jesús es un resumen de todo el Evangelio. 

Después de esta conversación dijimos nuestras oraciones; el capitán comenzó a Feer el Evangelio de San Marcos desde el principio; yo le escuchaba haciendo oración en mi corazón. El capitán terminó su lectura a las dos de la madrugada y nos fuimos a acostar.

Según tengo por costumbre, me levanté muy temprano cuando todos aún dormían. Apenas apuntaba el día cuando yo me enfrascaba ya en mi Filocalía. ¡Con cuánta alegría la abrí! Me parecía haber vuelto a encontrar a mi padre después de una larga ausencia o a un amigo que hubiera resucitado de entre los muertos. La abracé y di gracias a Dios por habérmela devuelto; comencé a leer a Teolepto de Filadelfia ,en la segunda parte de la Filocalía. Quedé asombrado al leer que propone entregarse a la vez a tres diversas clases de actividad: cuando te sientes a la mesa, dice, da alimento al cuerpo, lectura a tu mente y oración a tu corazón. Pero el recuerdo de la bienhechora sobremesa de la víspera me explicaba prácticamente este pensamiento. Y entonces comprendí el misterio de la diferencia entre el corazón y la mente. Cuando se despertó el capitán, quise darle gracias por su bondad y despedirme de él. Me sirvió el té, me dio un rublo de plata y nos dijimos adiós. Yo emprendí la marcha lleno de alegría. Al fin de la primera versta, me acordé de que había prometido a los soldados un rublo, y ahora tenía uno en mi bolsillo. ¿Debía dárselo, o no? Por un lado, pensaba para mis adentros, te dieron de golpes y te robaron, y ya no pueden hacerte mal alguno porque están detenidos; pero por otro  lado, acuérdate de lo que está escrito en la Biblia: Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer. Y el mismo Jesucristo dijo: Amad a vuestros enemigos; y en otro lugar: Y al que quiera litigar contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto. Hechas estas reflexiones, volví sobre mis pasos y llegué a la posada en el preciso momento en que el convoy se estaba formando para iniciar la marcha. Corrí en busca de los dos malhechores y les puse el rublo en las manos, diciéndoles:

-Orad y haced penitencia; Jesucristo es el amigo de los hombres y nunca os abandonará.

Dichas estas palabras, me alejé siguiendo el camino en dirección contraria a la que llevaban ellos.

SOLEDAD

Después de haber caminado cincuenta verstas por el camino real, entré por unos caminos de campo, más solitarios y propios a la lectura. Durante un tiempo fui vagando por los bosques; de cuando en cuando encontraba una aldea. Con frecuencia, me quedaba todo el día en el bosque leyendo la Filocalía, en la que encontraba admirables y profundas enseñanzas. Mi corazón se inflamaba en deseos de unirse con Dios mediante la oración interior, que yo me esforzaba por estudiar y descubrir en la Filocalía. Al mismo tiempo estaba triste por no haber podido hallar un abrigo donde poder entregarme a la lectura en paz y sin distraerme en otras cosas. Por esa época, leía también mi Biblia y veía que empezaba a entenderla mejor; encontraba en ella menos pasajes oscuros. Razón tienen los Padres al decir que la Filocalía es la llave que descubre los misterios encerrados en las Escrituras. Bajo su dirección, comencé a comprender el sentido oculto en la Palabra de Dios; descubrí lo que significan el hombre interior oculto en el corazón, la verdadera oración: la adoración en espíritu el Reino de Dios dentro de nosotros, la intercesión del Espíritu Santo ; entendí el sentido de estas palabras: Vosotros estáis en mi ,dame tu corazón, revestíos del Señor Jesucristo , los desposorios del Espíritu en nuestros corazones, la invocación: ¡Abba, Padre! , y otras muchas cosas. Cuando oraba en lo más profundo de mi corazón, todas las cosas que me rodeaban aparecían me bajo un aspecto encantador: árboles, hierbas, aves, tierra, aire, luz, todas parecían decirme que existen para el hombre y que dan testimonio del amor de Dios por el hombre; todas oraban, todas cantaban la gloria de Dios. Así llegué a comprender aquello que la Filocalía llama «el conocimiento del lenguaje de la creación», y veía cómo es posible conversar con las criaturas de Dios.

HISTORIA DE UN GUARDABOSQUES

Así anduve caminando durante mucho tiempo. Llegué al fin a un país tan apartado que estuve tres días sin ver una sola aldea. Había terminado mi pan y me preguntaba no sin inquietud cómo haría para no morir de hambre. Al momento de haber empezado a orar en mi corazón, desapareció mi angustia, me puse en las manos del Señor, y me volvió la alegría y la tranquilidad. Continué luego un poco por el  camino a través de un inmenso bosque, cuando apareció ante mi vista un perro de guarda que salía de entre los árboles; le llamé y se me acercó muy cariñoso, dejándose acariciar. Yo me alegré y me dije: He aquí también la bondad de Dios; seguramente habrá en este bosque algún rebaño y este será el perro del pastor, o acaso sea el perro de algún cazador. De cualquier modo, ahora tendré ocasión de pedir un poco de pan, pues hace ya dos días que no pruebo bocado; o al menos me indicarán dónde puedo encontrar el pueblo más cercano. El perro, después de haber dado unas vueltas a mi alrededor, y al ver que no encontraba nada que comer, se volvió al bosque por el mismo sendero por donde había venido. Yo le seguí, y al cabo de unos doscientos metros volví a verlo, a través de los árboles, en una guarida de la que sacaba la cabeza, ladrando. Luego vi que se acercaba por entre los árboles un campesino delgado y pálido, ya entrado en años sin ser viejo. Me preguntó cómo había llegado hasta allí, y yo le dije qué es lo que hacía en un lugar tan apartado, cambiando algunas palabras amistosas. Me rogó que entrase en su cabaña y me explicó que era guardabosques y que tenía a su cuidado aquel monte, que iba a ser talado. Me ofreció el pan y la sal, y entablamos conversación.

-Te envidio esta vida solitaria que llevas, le dije; no es como yo, que ando caminando de continuo y estoy en contacto con todo el mundo.

-Si te gusta, me respondió, puedes vivir aquí; ahí cerca hay una cabaña vieja que ha servido de vivienda al guarda que estuvo aquí antes que yo; está un poco en ruinas, pero para el verano puede valer. Tú tienes tu pasaporte; hay pan para los dos con lo que me traen cada semana del pueblo, y junto a nosotros corre este arroyo que no se seca jamás. Yo hermano, hace diez años que no como otra cosa que pan y no bebo más que agua. Para el otoño, cuando se hayan terminado los trabajos de la recolección, vendrán doscientos hombres para la tala de árboles; yo ya no tendré nada que hacer aquí y a ti tampoco te permitirán continuar en este lugar.

Al oír estas palabras sentí tanta alegría que me faltó poco para echarme a sus pies. No sabía cómo agradecer a Dios su bondad para conmigo. Todo lo que yo podía desear y por lo que tanto había suspirado, aquí se me ofrecía en un momento. Hasta el otoño aún quedan cuatro meses y yo puedo, durante este tiempo, aprovechar el silencio y la paz del bosque para estudiar con ayuda de la Fiocalía la oración continua en el corazón. De modo que resolví instalarme en la dicha cabaña. Continuamos hablando y aquel buen hermano me contó su vida y sus ideas.

-En mi pueblo -me dijo- yo no era el último; tenía un oficio que consistía en teñir las telas de rojo y azul; vivía con holgura, pero no sin pecado; engañaba mucho a mi clientela y juraba continuamente; era grosero, bebedor y pendenciero.

En ese pueblo había un viejo chantre que tenía un libro antiguo, muy antiguo sobre el Juicio final 20. Iba a menudo a casa de los fieles ortodoxos para leer en ellas y recibía por ello alguna pequeña retribución; alguna vez también venía a mi casa. La mayor parte de las veces, le daba unos ochavos y él se quedaba a leer hasta el canto del gallo. Una vez estaba yo trabajando y oyéndole al mismo tiempo; leía un pasaje sobre los tormentos del infierno y sobre la resurrección de los muertos, cómo Dios vendrá a juzgar; cómo harán los Ángeles sonar sus trompetas, el fuego y el pez que habrá allá y cómo los gusanos devorarán a los pecadores. De repente, sentí un miedo espantoso y me dije: ¡Yo no escaparé a esos tormentos! Desde ahora voy a dedicarme a salvar mi alma y acaso llegue a conseguir el rescate de mis pecados. Reflexioné detenidamente y decidí abandonar mi oficio; vendí mi casa, y como vivía solo me hice guardabosques, no pidiendo de salario más que el pan, vestido con que cubrirme y algunos cirios para encender durante las oraciones. Y ya llevo viviendo así más de diez años. Solamente como una vez al día y no tomo sino pan y agua. Todas las noches me levanto al primer canto del gallo y hasta que amanece hago genuflexiones y salutaciones hasta tierra; mientras rezo enciendo siete velas delante de las imágenes. Durante el día, mientras recorro el bosque, llevo unas cadenas de sesenta libras sobre la piel. No juro, no bebo ni cerveza ni alcohol, ni peleo con nadie; mujeres, no las he conocido jamás.

Al principio me sentía muy contento de vivir así, pero de cuando en cuando me veo asaltado por reflexiones que no puedo echar de la mente. Dios sabe si podré alcanzar el perdón de mis pecados, pero esta vida es bien dura. Y además, ¿sería verdad lo que decía el libro? ¿Cómo puede resucitar un hombre? Pues de aquellos que murieron hace cien años y más, hasta el polvo ha desaparecido. Y ¿quién sabe si habrá un infierno o no? Por lo menos, ninguno ha vuelto del otro mundo; cuando el hombre muere, se corrompe y ninguna huella queda de él. Ese libro, acaso lo hayan escrito los popes o los funcionarios para asustarnos, a nosotros los imbéciles, a fin de tenernos cada vez más sumisos. De modo que en esta vida vivimos miserablemente y sin consuelo alguno, y a lo mejor en la otra no habrá cosa alguna. Entonces, ¿para qué continuar así? ¿No será preferible aprovechar inmediatamente las buenas ocasiones? Estas ideas me persiguen -añadió-, y tengo miedo de tener que volver a mi antigua ocupación.

Yo sentía gran compasión por él y me decía a mí mismo: Se dice que sólo los sabios y los intelectuales se hacen librepensadores e incrédulos, pero por lo visto también nuestros hermanos, los sencillos campesinos, se forman ideas bien raras y faltas de fe. Seguramente que el mundo oscuro llega a todos y acaso ataca más fácilmente aún a los simples. Hay que buscar las mejores razones posibles y fortalecerse contra el enemigo por la Palabra de Dios. Por eso, a fin de sostener un poco a este hermano y confirmar su fe, saqué de mi bolsillo la Filocalía y la abrí en el capítulo 109 del bienaventurado Hesiquio 21. Le leí y expliqué que el miedo del castigo no es el único freno contra el pecado, porque el alma no puede librarse de los pensamientos culpables sino mediante la vigilancia del espíritu y la pureza del corazón. Todo esto se adquiere por la oración interior. Si alguno escoge el camino del ascetismo no sólo por miedo de las torturas del infierno, sino también por el deseo del reino celestial, añadí, los Padres comparan esta acción con la de un mercenario. Dicen que el miedo a los tormentos es la vía del esclavo, y el deseo de recompensa, la del mercenario. Pero Dios quiere que vayamos a Él como hijos; quiere que el amor y el celo nos empujen a comportarnos dignamente, y que gocemos de la perfecta unión con Él en el alma y en el corazón .

-En vano te agotarás y te impondrás las pruebas y penitencias físicas más duras; si no llevas constantemente a Dios en el espíritu y la oración de Jesús en el corazón, nunca estarás al abrigo de los malos pensamientos; estarás siempre dispuesto a pecar a la menor ocasión. Comienza, pues, hermano, a rezar de continuo la oración de Jesús; esto te resultará fácil en esta soledad, y pronto verás el provecho de esta oración. Las ideas impías desaparecerán, a la vez que la fe y el amor a Jesucristo se revelarán en tu interior. Y comprenderás cómo los muertos pueden resucitar, qué es verdaderamente el Juicio final y qué significa. Y encontrarás tanto gozo y ligereza en tu corazón, que quedarás admirado; y ya no te cansarás ni serás turbado por tu vida de penitencia. Luego le expliqué como mejor pude, cómo debía recitar la oración de Jesús según el divino mandamiento y las enseñanzas de los Padres. Él parecía no desear otra cosa, y su turbación fue disminuyendo. Entonces, separándome de él, entré en la vieja cabaña que me había indicado.

CONTINUA...

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