Nos dice San Bernardo que hay tres cosas capaces de hacernos llorar; más sólo una es capaz de hacer meritorias nuestras lágrimas, a saber, llorar nuestros pecados o los de nuestros hermanos; todo lo demás son lágrimas profanas, criminales, o a lo menos, infructuosas llorar la pérdida de un pleito injusto, o la muerte de un hijo: lágrimas inútiles. Plorar por vernos privados de un placer carnal: lágrimas criminales. Plorar por causa dé una larga enfermedad: lágrimas infructuosas e inútiles. Pero llorar la muerte espiritual del alma, el alejamiento de Dios, la pérdida del cielo: «¡oh, lágrimas preciosas, nos dice aquel gran Santo, más cuán raras sois!» Y ¿por qué esto, H. M., sino porque no sentís la magnitud de vuestra desgracia, para el tiempo y para la eternidad? (¡Cuan tan ciertas son estas palabras en el mundo actual mas que en tiempos de este gran santo! Hoy pocos lloran o lamentan muchos pecados como por ejemplo el amasiato detestable a los ojos de Dios que ve como desprecian el sacramento del matrimonio y prefieren vivir en enemistad de Dios nuestro supremo bien.)
¡Ay! H. M., es el temor de aquella pérdida lo
que ha despoblado el mundo para llenar los desiertos y los monasterios de
tantos cristianos penitentes; los tales comprendieron mucho mejor que nosotros
que, al perder el alma, todo está perdido, y que ella debía de ser muy preciosa
cuando el mismo Dios hacía de la misma tanta estima. Sí, H. M., los santos
aceptaron tantos sufrimientos, a fin de conservar su alma digna del cielo. (Ahora dónde están esos monjes del desierto,
¿dónde están esos monasterios de penitentes? El modernismo como un cáncer
espiritual, que es el peor, termino con todos ellos en detrimento del reino de
Dios y la salvación de las almas.) la historia nos ofrece de ello
innumerables ejemplos; voy a recordar aquí uno, H. M.; si no tenemos el valor
de imitarlo, a lo menos podremos bendecir a Dios admirándolo.
Vemos en la vida de San Juan Calybita, hijo de
Constantinopla, que este Santo desde su infancia comenzó a comprender la nada
de las cosas humanas; y a sentir el gusto de la soledad. Un religioso de un
monasterio vecino, de paso en Constantinopla para ir como peregrino a
Jerusalén, se alojó en casa de los padres de aquel santo niño, los cuales
recibían siempre con gran placer a los peregrinos. El niño le preguntó que
clase de vida se llevaba en su monasterio. Al narrarle la vida santa y
penitente de los religiosos, el gozo de que allí disfrutaban, apartados del
mundo para mantener comercio sólo con Dios, recibió tan grata impresión y
concibió tan fuerte deseo de dejar el mundo para ir a participar de aquella
felicidad, que no le satisfizo ya jamás la compañía de los hombres. Dijo a sus
padres que no pensasen en acomodarle en medio del mundo, puesto que Dios le
llamaba para terminar sus días en el retiro. Sus padres procuraron hacerle cambiar
de propósito; más todo fue inútil; por toda herencia les pidió el libro de los
Santos Evangelios, el cual retuvo y guardó como un gran tesoro. Para librarse
de las insistentes solicitaciones de sus padres y para entregarse todo entero a
Dios, abandonó su casa, y se fue a llamar a la puerta de un monasterio, donde
pidió ser admitido. Sus padres le hicieron buscar por todas partes. Al ver que
resultaban inútiles sus pesquisas, se abandonaron al más amargo llanto. El
santo joven pasó seis años en aquel retiro practicando toda suerte de virtudes
y entregándose a las penitencias que el amor de Dios le inspiraba. Pasado algún
tiempo se le ocurrió la idea de ir a ver a sus padres, esperando que Dios le concedería
la misma gracia que a San Alejo, quien estuvo veinte años en su casa sin que
nadie le conociese.
En cuanto hubo salido del monasterio, halló a
un pobre, con el cual trocó su hábito, a fin de evitar toda posibilidad de ser
reconocido; por otra parte, sus grandes austeridades y una grave enfermedad que
había sufrido, le habían desfigurado por completo. Cuando, a lo lejos, vio la
casa de sus padres, cayó de hinojos pidiendo a Dios que no le abandonase en su
empresa. Diego de noche, y hallando cerrada la puerta, pasó toda la noche junto
a ella. Al día siguiente los criados le encontraron allí y, compadeciéndose de
su miseria, le permitieron entrar en una pequeña habitación para que
permaneciese en ella. Sólo Dios sabe lo que hubo dé sufrir viendo a sus padres,
los cuales a todas horas pasaban delante de. él, llorando amargamente la pérdida
del hijo que constituía todo su consuelo. Su padre, que era muy caritativo, le
enviaba frecuentemente algo con que alimentarse. Mas su madre no podía
acercársele sin que su corazón se resistiese, tanta era la repugnancia que
aquel pobre le inspiraba. A no ser la caridad que la llevaba a vencer aquella
repugnancia, le habría echado de su casa. Siempre sumida en la mayor tristeza,
siempre derramando amargas lágrimas, y todo ello delante de aquel que no podía
permanecer insensible a lo que constituía el mayor tormento de su madre...
El Santo pasó tres años en aquella morada,
dedicado únicamente a la oración y al ayuno que observaba con gran rigor;
continuamente las lágrimas bañaban su rostro. Cuando Dios le dio a entender que
había llegado sil fin, rogó al mayordomo de la casa qué hiciese de manera que
la señora fuese a verle, pues tenía vivos deseos de hablar con ella. Al recibir
el recado, por más que estuviese acostumbrada a visitar enfermos, se mostró
bastante contrariada; le daba tanta repugnancia visitar a éste, que tuvo que
hacerse grande violencia para llegar hasta la puerta de la habitación donde se
albergaba el pobre. El moribundo le agradeció vivamente
los cuidados que se había tomado por un miserable desconocido, y le aseguró que
rogaría mucho a Dios por ella, a fin de que le recompensase cuanto había hecho
en su favor. Le suplicó, además, que cuidase de su sepultura. Después que ella
se lo hubo así prometido, le hizo presente del libro de los Santos Evangelios,
el cual estaba muy bien encuadernado. Quedó ella muy sorprendida al ver que un
pobre poseía un libro tan bien encuadernado; entonces se acordó del que en otro
tiempo había dado al hijo cuya pérdida le costara tantas lágrimas. Aquel
recuerdo renovó su dolor, y la hizo llorar muy afligida. Aquellos suspiros y
lágrimas llamaron la atención del padre, el cual acudió allí para conocer la
causa, y habiendo examinado con alguna detención el libro, reconoció ser el
mismo que había entregado a su hijo. Entonces preguntó al moribundo qué había
sido de su hijo. El santo, a quien sólo le quedaba un soplo de vida, le
respondió suspirando y con lágrimas en los ojos: «Este libro es el que me
disteis hace diez años; yo soy el hijo a quién tanto habéis buscado y por quien
habéis derramado tantas lágrimas». A estas palabras, quedaron todos estupefactos,
al ver que desde tanto tiempo tenían junto a sí al que tan lejos habían
buscado; la emoción que experimentaron era para quitarles la vida. Pero en el
mismo momento en que le estrechaban amorosamente en sus brazos, levantó sus
manos y sus ojos al cielo y entregó a Dios su hermosa alma, por la conservación
de cuya inocencia hizo tantos sacrificios, tantas penitencias, y tantas
lágrimas derramó... Ante este ejemplo, H. M., podemos muy bien decir: aquel
cristiano tuvo la dicha de conocer la grandeza de su alma, y los cuidados que
ella merecía. Aquí tenéis, H. M., un cristiano que glorificó a Dios en todos
los actos de su vida; aquí tenéis un alma que ahora está radiante de gloria en
el cielo, donde bendice a Dios por haberle hecho la gracia de vencer el mundo,
la carne y la sangre. ¡Oh! ¡cuán dichosa es, aun a los ojos del mundo, una
muerte semejante!
II. — Hemos dicho, en segundo lugar, que, para
conocer el precio de nuestra alma, no tenemos más que considerar lo que
Jesucristo hizo por ella. ¿Quién de nosotros, H. M., podrá jamás comprender
cuánto ama Dios a nuestra alma, pues ha hecho por ella todo cuanto es posible a
un Dios para procurar la felicidad de una criatura? Para sentirse más obligado
a amarla, la quiso crear a su imagen y semejanza; a fin de que, contemplándola,
se contemplase a sí mismo. Por eso vemos que da a nuestra alma los nombres más
tiernos y más capaces de mostrar el amor hasta el exceso. le llama su hija, su
hermana, su amada, su esposa, su única, su paloma. Mas no está aún todo aquí:
el amor se manifiesta mejor con actos que con palabras. Mirad su diligencia en
bajar del cielo para tomar un cuerpo semejante al nuestro; desposándose con
nuestra naturaleza, se ha desposado con todas nuestras miserias, excepto el pecado;
o mejor, ha querido cargar sobre sí toda la justicia que su Padre pedía de
nosotros. Mirad su anonadamiento en el misterio de la Encarnación; mirad su
pobreza: por nosotros nace en un establo; contemplad las lágrimas que sobre
aquellas pajas derrama, llorando de antemano nuestros pecados; mirad la sangre
quédale de sus venas bajo el cuchillo de la circuncisión; vedle huyendo a
Egipto como un criminal; mirad su humildad, y su sumisión a sus padres; miradle
en el jardín de los Olivos, gimiendo, orando y derramando lágrimas de sangre;
miradle preso, atado y agarrotado, arrojado en tierra, maltratado con los pies y
a palos por sus propios hijos; contempladle atado a la columna, cubierto de
sangre; su pobre cuerpo ha recibido tantos golpes, la sangre corre con tanta
abundancia, que sus verdugos quedan cubiertos de ella; mirad la corona de
espinas que atraviesa su santa y sagrada cabeza; miradle con la cruz a cuestas
caminando hacia la montaña del Calvario : cada paso, una caída; miradle clavado
en la cruz, sobre la cual se ha tendido El mismo, sin que de su boca salga la
menor palabra de queja. ¡Mirad las lágrimas de amor, que derrama en su agonía,
mezclándose con su sangre adorable! ¡Es verdaderamente, H. M., un amor digno de
un Dios todo amor! ¡Con ello nos muestra, H. M., toda la estima en que tiene a
nuestra alma! ¿Bastará todo esto para que comprendamos lo que ella vale, y los
cuidados que por ella hemos de tener? ¡Ah! H. M., si una vez en la vida
tuviésemos la suerte de penetrarnos bien de la belleza y del valor de nuestra
alma, ¿no estaríamos dispuestos, como Jesús, a sufrir todos los sacrificios por
conservarla? ¡Oh! ¡cuán hermosa, cuán preciosa es un alma a los ojos del mismo
Dios! ¿Cómo es posible que la tengamos en tan poca estima y la tratemos más
duramente que al más vil de los animales? ¿Qué ha de pensar el alma conocedora
de su belleza y de sus altas cualidades, al verse arrastrada a las torpezas del
pecado? ¡Ah! ¡cuando la arrastramos por el fango de los más sucios deleites,
sintamos, H. M., el horror que de sí misma debe concebir un alma que no ve
sobre ella otro ser que al mismo Dios!... Dios mío, ¿es posible que hagamos tan
poco caso de una tal belleza?
Mirad, H. M., en qué viene a convertirse un
alma que tiene la desgracia de caer en pecado. Cuando está en gracia de Dios,
la tomaríamos por una divinidad; mas ¡cuando está en pecado!... El Señor
permitió un día a un profeta ver un alma en estado de pecado, y nos dice que
parecía el cadáver corrompido de una bestia, después de haber sido arrastrado ocho
días por las calles y expuesto a los rigores del sol. ¡Ah! ahora sí que podemos
decir, H. M., con el profeta Jeremías: «Ha caído la gran Babilonia, y se ha
convertido en guarida de demonios» (i). ¡Oh! ¡cuán bella es un alma cuando
tiene la dicha de estar en gracia de Dios! ¡Sí, sí, ¡solamente Dios puede
conocer todo su precio y todo su valor!
FUENTE: Sermones del santo cura de Ars.
Amen
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