Nota. San Juan Crisóstomo cuando habla del sacerdote, se refiere al sacerdocio católico según el orden de Melquisedec establecido por Nuestro Señor Jesucristo en la ultima cena y no al emanado del Concilio Vaticano II, que es de procedencia humana y protestante (si es que existe como tal) contrario al divino.
Cuando contemplas al Señor sacrificado y
puesto sobre el altar, y al sacerdote que ora y asiste al sacrificio, y a todos
los presentes bañados con la púrpura de aquella sangre preciosísima, ¿acaso
piensas que estás aún entre los hombres y que pisas la tierra?, ¿no te sientes
más bien trasladado a los Cielos donde, desterrado de tu alma todo pensamiento
carnal, miras con alma desnuda y mente pura las realidades mismas de la gloria?
¡Oh maravilla! ¡Oh benignidad de nuestro Dios! El
que está sentado en la gloria junto al Padre,
es tomado en aquel momento en manos de todos, y se deja abrazar y estrechar de
los que quieren. Así lo hacen con los ojos de la fe.
¿Quieres ver la soberana santidad de estos
misterios? Imagínate, te ruego, que tienes ante los ojos al profeta Elías; mira
la ingente muchedumbre que lo rodea, las víctimas sobre las piedras, la quietud
y el silencio absoluto de todos y sólo el profeta que ora; y, de pronto, el
fuego que baja del cielo sobre el sacrificio... Todo esto es admirable y nos
llena de estupor.
Pues trasládate ahora de ahí y contempla lo
que entre nosotros se cumple: verás no sólo cosas maravillosas, sino algo que
sobrepasa toda admiración. Aquí está en pie el sacerdote, no para hacer bajar
fuego del cielo, sino para que descienda el Espíritu Santo; y prolonga largo
rato su oración, no para que una llama desprendida de lo alto consuma las
víctimas, sino para que descienda la gracia sobre el sacrificio y, abrasando
las almas de todos los asistentes, los dejes más brillantes que plata
acrisolada.
¿Quién habrá, pues, tan loco, quién tan
perdido de juicio que desprecie soberbiamente misterio tan tremendo? ¿Acaso
ignoras que, sin una particular ayuda de la gracia de Dios, no habría alma
humana capaz de soportar el fuego de ese sacrificio, sino que nos consumiría a
todos absolutamente?
Si alguien considera atentamente qué cosa
significa estar un hombre envuelto aún de carne y sangre, y poder no obstante
llegarse tan cerca de aquella bienaventurada y purísima naturaleza; ése podrá
comprender cuán grande es el honor que la gracia del Espíritu otorgó a los
sacerdotes. Porque por manos del sacerdote se cumplen no sólo los misterios
dichos, sino otros que en nada les van en zaga, ya en razón de su dignidad en
sí, ya en orden a nuestra salvación.
En efecto, a moradores de la tierra, a quienes
en la tierra tienen aún su conversación, se les ha encomendado administrar los
tesoros del Cielo, y han recibido un poder que Dios no concedió jamás a los
ángeles ni a los arcángeles. A ninguno de éstos dijo: lo que atareis sobre la
tierra será también atado en el cielo (Mt 18, 18). Cierto que quienes ejercen
autoridad en el mundo tienen también poder de atar, pero sólo los cuerpos. La
ligadura del sacerdote toca al alma misma y penetra dentro de los cielos. Lo
que los sacerdotes hacen aquí abajo, Dios lo ratifica allá arriba; la sentencia
de los siervos es confirmada por el Señor. ¿Qué otra cosa es esto, sino
haberles concedido todo el poder celeste? A quienes perdonareis—dice—los
pecados, les serán perdonados; y a quienes se los retuviereis, les serán
retenidos (Jn 20, 23). ¿Qué poder puede haber mayor que éste? Todo el juicio se
lo ha dado el Padre al Hijo (Jn 5, 22); pero yo veo que ese juicio ha sido a su
vez enteramente puesto por el Hijo en manos de sus sacerdotes (...)
Sin la dignidad del sacerdocio no podríamos
salvarnos ni alcanzar los bienes que nos han sido prometidos. Porque si nadie
puede entrar en el reino de los cielos, si no es regenerado por el agua y el
Espíritu (cfr. Jn 3, 5), si se excluye de la vida eterna al que no come la
carne y bebe la sangre del Señor (cfr. Jn 6, 53-54), y todo esto sólo puede
cumplirse por las manos santas del sacerdote, ¿cómo podría nadie escapar al
fuego del infierno y alcanzar las coronas que nos están reservadas?
Los sacerdotes son quienes nos engendran
espiritualmente, los que por el Bautismo nos dan a luz. Por ellos nos
revestimos de Cristo (cfr. Rm 13, 14; Gal 3, 27), nos consepultamos con el Hijo
de Dios (cfr. Rm 6, 4) y nos hacemos miembros de aquella bienaventurada Cabeza.
De suerte que los sacerdotes debieran merecernos más reverencia que los
magistrados y reyes, y sería incluso justo tributarles mayor honor que a
nuestros mismos padres. Porque éstos nos engendran por la sangre y la voluntad
de la carne (cfr. Jn 1, 13), más aquellos son autores de nuestro nacimiento de
Dios, de la regeneración bienaventurada, de la libertad verdadera y de la
filiación divina por la gracia.
Los sacerdotes judíos tenían poder de librar
de la lepra del cuerpo; digo mal: sólo tenían poder de examinar a los ya
curados de ella, y bien sabemos cuán disputada era entonces la dignidad
sacerdotal. Mas los sacerdotes cristianos han recibido potestad, no sobre la
lepra del cuerpo, sino sobre la impureza del alma; no de examinar la lepra ya
curada, sino de limpiar absolutamente de ella. Por eso, los que desprecian al
sacerdote cometen un sacrilegio mayor que Datan y sus secuaces, y merecen más
severo castigo (cfr. Num 16).
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