Aquella mañana fresca y alegre del 29 de enero de 1927, por las
polvorientas
callejuelas de un suburbio de Guadalajara, un humilde chicuelo del pueblo, de
camisita y pantalón muy usados, caminaba presuroso, con sus pies descalzos,
rumbo a la escuela, como lo indicaba una especie de zurrón, que llevaba colgado
al hombro, en el que se podía adivinar un manojo de libros o cuadernos.
Su
nombre lo ignoro, pero Dios lo sabe: y los hechos que voy a referir me han sido
garantizados por una carta de un notable sacerdote misionero del Corazón de
María, que andaba entonces por aquellos rumbos.
De vez en cuando, al toparse con algún transeúnte, que iba también presuroso a su trabajo, el chico se detenía, y le ofrecía una hoja suelta, un periodiquito de combate llamado Desde mi Sótano . . . muy difundido por todas partes en propaganda, del que los enemigos de Cristo llamaron el "ridículo boycot", arma elegida entonces, por la "Liga Defensora de la Libertad Religiosa", para obligar a los gobernantes a cesar en su insensata persecución a los católicos, y que con toda su "ridiculez", puso en un brete a los perseguidores, hasta el punto de que el diputado Gonzalo Santos, declarara en la misma Cámara, que aquello "que llamamos ridículo boycot es algo muy serio".
Los
transeúntes miraban la hojita que les daba aquel vivaracho y simpático chiquillo,
y al verlo, rápidamente, sin rechazarlo, pero con toda prudencia, se lo
guardaban en la bolsa para leerlo después.
Pero
quiso Dios, que uno de aquellos transeúntes con quienes el niño se encontró, y
al que tendió valientemente la hojita de propaganda, fuera uno de esos esbirros
de la tiranía, especie de espías disimulados, malos mexicanos, que por unos
cuantos centavos, vendían al perseguidor sus conciencias.
Ver de
lo que se trataba y agarrar por el brazo al muchacho, abrir su zurrón y sacar
de él, en vez de libros, un paquete de las dichas hojas, todo fue uno.
—¿Quién
te dio esto?
Pero el
niño, por toda respuesta, se le quedó mirando, desafiante y sereno.
—¿No me
lo dices? Pues ya verás cómo lo dices en la Comisaría. Vamos.
Y sin
soltarlo del bracito, lo llevó hasta la oficina del Comisario de Policía.
El chico
iba pálido, pero sereno.
El Sr.
Comisario acababa de tomar su abundante desayuno y se encontraba satisfecho,
sentado en su sillón ante la mesa de la Comisaría, contemplando las volutas del
humo de su oloroso cigarrillo.
—¿Qué me
traes ahí? —preguntó al esbirro que traía al niño.
—A este
chamaco, que anda repartiendo en las calles estas porquerías, y no quiere decir
quién se las ha dado—, respondió, echando sobre la mesa el paquete de
propaganda.
—Pero a
mí sí me lo vas a decir, ¿verdad? Yo soy el Comisario.
El chico
cruzó sus bracitos a la espalda; miró impertérrito al policía y selló sus labios.
—Si no
me lo dices te voy a zurrar un poco, ¡ya verás! Si se hubiera convertido el
muchacho en una estatua de piedra, no hubiera guardado mayor firmeza en su
actitud, y mayor silencio.
—¿Eh?,
¿no me lo dices?, pues ya lo verás. —Y levantándose cogió su fuete, que tenía
sobre una de las sillas cercanas, y dio con él un tremendo latigazo al
inocente, quien sólo lanzó un gemido de dolor.
Ante tal
actitud el Comisario redobló dos o tres veces sus golpes, y como no venciera al
chico, entre él y el esbirro, le arrancaron su pobre camisa y pantaloncitos y
en carne viva redoblaron los golpes hasta amoratarle las espaldas.
—¡No sea
malo, señor! ¡No sea malo!, ¡no me pegue así!, —lloraba el niño.
—Pues
dime quién te dio esa propaganda, y no te pegaré más.
El niño
apretó sus labios y aun cesó de lamentarse, para que no se le fuera a salir una
palabra comprometedora.
Admirado,
pero no arrepentido el Comisario, por la entereza del chico, dejó de azotarlo,
le ordenó se vistiera, y le dijo al esbirro:
—Enciérralo
en esa pieza vecina. Ya vendrá su madre a buscarlo y veremos entonces si habla
o no habla.
En
efecto, la madre del niño, que desde temprano era presa de un presentimiento doloroso
e inexplicable, llegado el medio día y no viendo volver su hijo, como siempre
lo hacía, satisfecho y alegre de haber ayudado en la medida de sus posibles a
la buena causa, salió a buscarle.
No faltó
algún conocido o vecino, a quien la pobre mujer preguntaba si no había visto al
niño por casualidad, que le dijera que temprano había visto al chicuelo de las
señas que daba la madre, ser llevado del brazo por un hombre en dirección de la
Comisaría.
Diole un
vuelco el corazón, porque adivinó que lo habían atrapado en su valiente
comisión, y volviendo rápidamente a su casa preparó algo de comida para
llevársela al chico, considerando que tal vez lo tendrían arrestado por algunas
horas o un día cuando más, y el niño ya tendría hambre.
Corrió
anhelante hacia la Comisaría con su pobre envoltorio, y se presentó al
Comisario, preguntándole si tenía allí a su chico, pues le habían dicho que lo
habían detenido por una travesura.
El
policía sonriente, porque no se había equivocado en su previsión de que la
madre del niño vendría a buscarlo, le dijo:
—No es
una travesura cualquiera, señora. Es que andaba repartiendo papeles subversivos
de la maldita "Liga" de los católicos; y tenemos necesidad de saber
quién le dio a repartir esa propaganda; y el chico no quiere decirlo.
—Yo se
la di, señor —dijo la madre, aturdida por aquella revelación de la causa
principal del atropello al inocente.
—Eso no
es cierto, señora. Usted no podía tener esos papeles sin que otra persona o
personas se los hayan dado, y usted o el chico nos van a decir ahora, quiénes
son los que la dan a repartir.
Y dando
orden al esbirro, que se había presentado nuevamente en la oficina, para que
trajera al muchacho, lo sacó éste de su encierro.
Presentóse
el niño todo lloroso y doliente ante los ojos de su pobre madre, que comprendió
inmediatamente lo habían atormentado, y lo bendecía ya en su interior por su
noble actitud.
—A ver
—exclamó el Comisario—, dígale usted a su hijo, que nos denuncie aquí mismo
quiénes son esas personas, o voy a hacer ante usted un escarmiento, del que
habrán de acordarse siempre.
Miró el
niño a la madre y la madre miró al niño. Uno al otro se fortaleció con esa
mirada de firmeza sin igual. . . y ¡ambos callaron!
—No lo
dicen, ¿eh? Pues ahora lo verán.
Y volvió
a desnudar al chico. La madre se echó a llorar amargamente al ver las
amoratadas espaldas del niño, y más aún cuando vio al bárbaro policía levantar
el látigo para reanudar los golpes. Ciega, valiente, como leona herida, lanzóse
para interponerse entre el látigo del salvaje policía y su hijito; pero el otro
esbirro estaba preparado, y agarró fuertemente a la mujer, que forcejeaba
inútilmente por desprenderse de las garras de aquel bárbaro.
—Nada
más digan quiénes son los que les dieron los papeles, y todo está acabado
—gritó el Comisario golpeando con furor al pobrecito.
—¡No le
pegue! —gritó la mujer—, ¡pégueme a mí, si es hombre, y no a un niño!
—Pues
que diga . . .
Y
entonces algo increíble sucedió, algo que debió resonar en el Cielo como
resonaron en otro tiempo las voces de la madre de los Macabeos alentando a sus
hijos al martirio. . . —¡No digas, hijo. . . no digas. . .! —clamó la madre
entre un torrente de lágrimas. . .
El
Comisario, furioso por haber sido vencido por una mujer y un niño, soltó el
látigo, y cogiendo al niño por los bracitos se los retorció con furia, hasta
que se los quebró ... El niño cayó desmayado.
Entonces
el Comisario, asustado, le dijo a la madre:
—Vieja
infame . . . llévese a su hijo ... tal por cual . . .
La madre
se lanzó inmediatamente a levantar el cuerpo del chiquillo y abrazándolo con
trabajo lo cargó sobre sus hombros, y salió como loca de la Comisaría, para ir
a curarlo en su pobre vivienda. Cubriólo con su rebozo, pues estaba desnudo y
sangriento. . . Y corría, corría. . . repitiendo como un estribillo
sublime.
. . ¡No digas, hijo. . . no digas! En un momento dado, el cuerpecillo del
mártir se estremeció sensiblemente, y la madre doliente, poniendo en su acento
toda la ternura de su heroico
corazón.
. . le repitió angustiada: ¡No digas, hijo. . . no digas!
Cuando
al llegar a su casa depositó en la pobre camita el cuerpo llagado de su hijo. .
. ¡estaba muerto!
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