El 8 de septiembre de 1868, quince meses antes de la apertura del Concilio Vaticano I, el Papa Pio IX envió una Carta Apostólica a todos los patriarcas y obispos de la Iglesia Ortodoxa, invitándoles a finalizar con su estado de separación. Si aceptaban, tendrían los mismos derechos en el Concilio que los demás obispos, pues la Iglesia Católica les consideraba válidamente consagrados. Si no aceptaban, dispondrían de la oportunidad de participar en comisiones conciliares especiales
compuestas
por obispos católicos y teólogos
para discutir los asuntos del Concilio, como en el Concilio de Florencia en
1439. Pero el tono de la carta resulto ofensivo para los patriarcas y obispos. Y aun les molesto más el
hecho de que el texto en su totalidad fuese publicado en un periódico romano
antes de que ellos recibiesen su copia personal.
En consecuencia, ningún patriarca u obispo ortodoxo acepto la invitación. Cinco días después de escribir la carta anterior, el Papa Pio IX invito “a todos los protestantes y otros no católicos” a aprovechar la ocasión del Concilio ecuménico “para volver a la Iglesia Católica”. Un estudio cuidadoso, afirmaba su carta, probaría que ninguno de sus grupos, ni todos ellos en conjunto, “constituye ni es en modo alguno la única Iglesia Católica fundada, constituida y deseada por Jesucristo; ni pueden estos grupos en modo alguno ser llamados miembros o parte de esta Iglesia, desde el momento en que están visiblemente separados de la unidad católica”. Les invitaba “a procurar librarse a si mismos de ese estado en el que no pueden estar seguros de su propia salvación”.
También
esta carta fue considerada ofensiva, y obtuvo muy exiguo resultado.
El fracaso del Concilio Vaticano I en la consecución de la unidad de los cristianos planeaba como una nube aciaga sobre el segundo.
Pero el
Papa Juan XXIII, en su optimismo, parecía ignorarlo. Cuando; informo al mundo
de su intención de convocar un Concilio ecuménico, hablo enseguida de "una renovada invitación a los fieles
de las Iglesias separadas a seguirnos amistosamente en esta búsqueda de la
unidad y de la gracia, deseada por tantas almas en todas las partes del mundo”.
Y entre las numerosas comisiones y secretariados que instituyo el 5 de junio de
1960 para abordar inmediatamente el trabajo de preparación del Concilio, se
encontraba el Secretariado para la Unidad de los Cristianos. Su propósito era
establecer contacto con los ortodoxos, viejos-católicos, anglicanos, e Iglesias
protestantes, e invitarles a enviar representantes oficiales al Concilio.
El clima
religioso en el mundo de Juan XXIII era muy diferente
del que había
sido en tiempos del Papa Pio IX. En los años intermedios, el movimiento ecuménico,
que promovía la unidad de los cristianos, había calado hondo en las comunidades
cristianas de todo el mundo.
Muchos
factores contribuyeron al desarrollo de este movimiento verdaderamente
providencial. Uno era la investigación bíblica, que, a unos especialistas
protestantes, anglicanos, ortodoxos y católicos.
Fue el primer ámbito de colaboración entre las iglesias cristianas. Luego vino el Consejo Ecuménico de las Iglesias, fundado específicamente para promover la colaboración cristiana en todos los campos posibles, que en menos de treinta años vio crecer las adhesiones hasta 214 miembros de pleno derecho y ocho iglesias asociadas de comuniones protestantes, anglicanas, ortodoxas y viejas-católicas.
Otro
factor influyente fue la amenaza neopagana del nazismo en Europa durante la
Segunda Guerra Mundial, que unió a católicos y cristianos de otras
denominaciones en defensa de la religión. Esto explica por qué el interés católico
en el movimiento ecuménico se manifestó primero en Alemania, Francia y Holanda.
Entre los miembros más activos del ecumenismo católico figuraban dominicos y
jesuitas.
Los éxitos
iniciales en estos tres países recibieron un impulso adicional cuando la
Sagrada Congregación del Santo Oficio promulgo su larga Instrucción sobre el Movimiento Ecuménico de 20 de diciembre de
1949. Esta Instrucción instaba a los obispos de todo el mundo “no solo a vigilar con diligencia y cuidado
estas iniciativas, sino también a promoverlas y dirigirlas prudentemente, para
poder ayudar a quienes buscan la verdad y la verdadera Iglesia, y proteger a
los fieles de los peligros que podrían tan fácilmente resultar de las
actividades de este movimiento”.
Por tanto, no sorprendió que Juan XXIII eligiese al Card. Bea (alemán, jesuita, y profesor bíblico); el hecho de que el cardenal tuviese setenta y nueve años de edad parecido intrascendente.
Con
miles de iglesias cristianas separadas en todo el mundo, era imposible que
todas estuviesen representadas en el Concilio. La solución del Card. Bea consistió
en contactar con los grupos principales e invitarles a enviar delegaciones que
pudiesen representar a las iglesias afiliadas a ellos. Así pues, se remitió invitación a la Federación Luterana Mundial, a la
Alianza Mundial de Iglesias Reformadas y Presbiterianas, a la Convención
Mundial de las Iglesias de Cristo (Discípulos de Cristo), al Comité Mundial de
los Amigos (cuáqueros), al Consejo Mundial de los Congregacioncitas, al Consejo
Mundial de los Metodistas, a la Asociación Internacional por el Cristianismo
Liberal y la Libertad Religiosa, al Consejo Ecuménico de las Iglesias, al
Consejo Australiano de Iglesias y a otros grupos.
El
arzobispo John C. Heenan, de Liverpool, miembro del Secretariado del Card. Bea,
dijo en 1962: “no es exagerado decir que
la personalidad del Papa altero la disposición hacia el Vaticano de los no católicos
en Inglaterra. En la jerga actual, podríamos decir que el Papa Juan ha dado una
nueva imagen a la Iglesia Católica en la mente de los protestantes (...).
El Dr. Fisher [antiguo arzobispo de Canterbury]
me dijo
que la actitud del Papa Juan le inspiro la iniciativa de proponer una visita al
Vaticano. Eso habría sido impensable incluso hace tan solo cinco años”.
El Card.
Bea invito al arzobispo de Canterbury a enviar una delegación en nombre de la
Iglesia anglicana. La invitación fue aceptada.
Luego pidió
al Patriarca Ecuménico de Constantinopla, Atenagoras, que enviase una delegación
que representase a las diversas ramas de la Iglesia Ortodoxa. Pero cuando el
patriarca acudió a la Iglesia Ortodoxa Rusa (Patriarcado de Moscú), esta no
mostro ningún interés, considerando el Concilio ecuménico como un asunto
interno de la Iglesia Católica, que no le concernía. Como, sin embargo, crecía
el interés internacional por el Concilio, también lo hizo el de la Iglesia
Ortodoxa Rusa, y cuando se le pregunto al obispo Nicodemo Rotow, en la Asamblea
de Nueva Delhi del Consejo Ecuménico de las Iglesias de noviembre de 1961, si
la Iglesia Ortodoxa Rusa enviaría delegados al Concilio Vaticano II, replico
que era una cuestión embarazosa, pues no había sido invitado.
Técnicamente
esto era verdad, pues la Iglesia Ortodoxa Rusa no había sido invitada
directamente por el Card. Bea, sino por medio del Patriarcado Ecuménico de
Constantinopla, que se consideraba con derecho a tomar la iniciativa para
proponer a otros patriarcas una delegación común. Y cuando Mons. Jan
Willebrands, secretario del Secretariado para la Unidad de los Cristianos,
visito las sedes patriarcales de Oriente Medio para explicar a los patriarcas y
a sus sínodos los asuntos que serían tratados por el Concilio, comprendido que también
ellos eran contrarios a ser invitados por medio del Patriarca Ecuménico de
Constantinopla.
A su modo de ver, ningún patriarca era superior a los demás; todos estaban al
mismo nivel. Entonces el Card. Bea invito directamente a cada grupo de la
Iglesia Ortodoxa.
Cuando el obispo Nicodemo se reunió con Mons. Willebrands en Paris, en agosto de 1962, le dijo que su Iglesia reaccionaria favorablemente a una invitación si Mons. Willebrands viajaba a Moscú e invitaba al Patriarca Alexis personalmente. Mons. Willebrands lo hizo, visitando Moscú del 27 de septiembre al 2 de octubre. Explico al Patriarca el programa del Concilio, y le formulo una invitación verbal.
Sin embargo, no recibió una respuesta inmediata, porque la invitación escrita todavía no había llegado. El asunto del comunismo no surgió directamente en ninguno de los encuentros de Paris o Moscú. La Iglesia Ortodoxa Rusa no formulo ninguna petición de que el tema no fuese tratado en el Concilio, y Mons. Willebrands no dio ninguna seguridad de que no lo seria. Al explicar la agenda del Concilio, Mons. Willebrands afirmo simplemente que el problema figuraba en ella. Sin embargo, dejo claro que, una vez abierto el Concilio, los Padres conciliares eran libres de alterar el programa e introducir los temas que deseasen.
La invitación escrita del Card. Bea llego tras la partida de Mons. Willebrands. El 10 de octubre, día anterior a la apertura del Concilio, el Patriarca Alexis y su sínodo enviaron un telegrama aceptando la invitación. El mismo día, el Patriarca Atenagoras, de Constantinopla, informo al Card. Bea de que había sido incapaz de reunir una delegación representativa de la Iglesia Ortodoxa en su conjunto, y de que no era partidario de enviar una delegación que representase exclusivamente a su Patriarcado Ecuménico. (Ni su patriarcado, ni el patriarcado ortodoxo griego de Alejandría, enviaron representantes al Concilio hasta la tercera sesión, y los patriarcados de Antioquia, Atenas y Jerusalén nunca llegaron a hacerlo.) Entre los ortodoxos presentes en la primera sesión, además de la delegación de la Iglesia Ortodoxa Rusa, había representantes de la Iglesia Ortodoxa copta de Egipto, la Iglesia Ortodoxa siria, la Iglesia Ortodoxa de Etiopia, la Iglesia Ortodoxa armenia, y la Iglesia Ortodoxa rusa de fuera de Rusia.
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