La Humanidad
de Cristo
Por lo que se refiere a Cristo nuestro Salvador, lo que ocurrió poco después muestra qué lejos estaba de dejarse arrastrar por la tristeza, el miedo o el cansancio, y no obedecer el mandato de su Padre, llevando con valentía a su término todo lo que antes temiera con miedo provechoso y prudente. Por más de una razón quiso Cristo padecer miedo y tristeza, tedio y pena. Digo que quiso, libremente, no que fue forzado, porque ¿Quién puede forzar a Dios? Él mismo dispuso de modo admirable que su divinidad moderara el influjo en su humanidad de tal modo que pudiera admitir las pasiones de nuestra frágil naturaleza humana, y padecerlas con la intensidad que Él quisiera. Como decía, quiso hacerlo así por varias razones.
La
primera fue llevar a cabo aquello para lo que vino a este mundo: dar testimonio
de la verdad. Pues, aunque fuera verdaderamente hombre y verdaderamente Dios no
han faltado quienes, al comprobar la verdad de su naturaleza humana en su
hambre, sed, sueño, cansancio y otras cosas parecidas, falsamente se
persuadieron a sí mismos de que no era verdadero Dios. No me refiero a los
judíos y gentiles que entonces le rechazaban, sino más bien a aquellos que
mucho tiempo después, y que incluso profesaron su fe y su nombre, herejes como
Arrio y seguidores de su secta, negaron que Cristo fuera consustancial con el
Padre, desencadenando así contiendas en la Iglesia durante años.
Contra
plagas como ésta opuso Cristo un poderoso antídoto: el depósito sin fin de sus
milagros. Pero apareció un peligro igual en el otro extremo, como quien tras
escapar de Scilla viene a caer en Caribdis. Hubo, en efecto, quienes fijaron su
atención de tal modo en la gloria de sus señales y poderes que, ofuscados y
aturdidos por aquel inmenso esplendor, acabaron negando que Cristo fuera un
hombre verdadero. Aumentando el número de los que así pensaban hasta formar una
secta, no cejaron en su esfuerzo por escindir la unidad santa de la Iglesia
católica, destruyéndola y rompiéndola con su desgraciada sedición. Esta
insensata postura, no me-nos peligrosa que falsa, buscar minar y trastocar completamente
(en la medida en que pueden) el misterio de la redención del género humano.
Tratan de cortar y secar la fuente de donde mana nuestra salvación, esto es, la
pasión y muerte del Salvador.
Para
curar esta enfermedad mortífera, el mejor y más comprensivo de los médicos
quiso experimentar en sí mismo la tristeza, el cansancio, el miedo a las torturas,
mostrando por medio de estos indicios de humana debilidad que era
verdaderamente un hombre.
Vino
además a este mundo a ganar para nosotros la alegría por su propio dolor: y ya
que nuestra felicidad será consumada en el cielo tanto en el alma como en el
cuerpo, quiso de esta manera padecer no sólo el dolor de la tortura corporal,
sino experimentar también en su alma, y de la forma más cruda y amarga, la
tristeza, el miedo y el tedio. Lo hizo en parte para unirnos más a Él, por
razón de todo cuanto padecía por nosotros; y, en parte, para advertirnos cuán
equivocados estamos al rechazar el dolor por su causa (ya que Él libremente
so-portó tanto e inmenso dolor por la nuestra), o al tolerar de mala gana el
castigo merecido por nuestros pecados: porque vemos a nuestro Salvador padeciendo
por su propia voluntad toda esa gama de tormentos corporales y mentales, y no
porque
los
hubiera merecido por una ofensa suya, sino exclusivamente para liberarnos de la
maldad que sólo nosotros cometimos.
Una
última razón, y dado que nada se le ocultaba a su conocimiento eterno, se
encuentra en el hecho de que sabía que habría en la Iglesia personas de
diversos temperamentos y condiciones. Y aunque la sola naturaleza sin la ayuda
de la gracia nada puede hacer para sobrellevar el martirio (el Apóstol dice que
ni siquiera se puede exclamar «Jesús es el Señor» si no es en el Espíritu), sin
embargo, Dios no da la gracia a los hombres de tal modo que se suspendan las
funciones y procesos de la naturaleza. O bien permite que la naturaleza se
acomode a la gracia y la sirva de tal modo que la obra buena sea hecha con más
facilidad, o, caso de que la naturaleza esté dispuesta a resistir, Dios hace
que esta misma resistencia, vencida y subyugada por la gracia, aumente el
mérito de la obra, precisamente en razón de que era difícil de llevar a cabo.
Sabía
Cristo que muchas personas de constitución débil se llenarían de terror ante el
peligro de ser torturadas, y quiso darles ánimo con el ejemplo de su propio
dolor, su propia tristeza, su abatimiento y miedo inigualable. De otra manera,
desanimadas esas personas al comparar su propio estado temeroso con la
intrépida audacia de los más fuertes mártires, podrían llegar a conceder sin
más aquello que temen les será de todos modos arrebatado por la fuerza. A quien
en esta situación estuviera, parece como si Cristo se sirviera de su propia
agonía para hablarle con vivísima voz: - «Ten valor, tú que eres débil y flojo,
y no desesperes. Estás atemorizado y triste, abatido por el cansancio y el
temor al tormento. Ten confianza. Yo he vencido al mundo, y a pesar de ello
sufrí mucho más por el miedo y estaba cada vez más horrorizado a medida que se
avecinaba el sufrimiento. Deja que el hombre fuerte tenga como modelo mártires
magnánimos, de gran valor y presencia de ánimo. Deja que se llene de alegría
imitándolos. Tú, temeroso y enfermizo, tómame a Mí como modelo. Desconfiando de
ti, espera en Mí. Mira cómo marcho delante de ti en este camino tan lleno de
temores. Agárrate al borde de mi vestido, y sentirás fluir de él un poder que
no permitirá a la sangre de tu corazón derramarse en vanos temores y angustias;
hará tu ánimo más alegre, sobre todo cuando recuerdes que sigues muy de cerca
mis pasos -fiel soy, y no permitiré que seas tentado más allá de tus fuerzas,
sino que te daré, junto con la prueba, la gracia necesaria para soportarla-, y
alegra también tu ánimo cuando recuerdes que esta tribulación leve y momentánea
se convertirá en un peso de gloria inmenso. Porque los sufrimientos de aquí
abajo no son comparables con la gloria futura que se manifestará en ti. Saca
fuerza de la consideración de todo esto y arroja el abatimiento y la tristeza,
el miedo y el cansancio, con el signo de mi cruz y como si sólo fueran vanos espectros
en las tinieblas. Avanza con brío y atraviesa los obstáculos firmemente
confiado en que yo te apoyaré y dirigiré tu causa hasta que seas proclamado
vencedor. Te premiaré entonces con la corona de la victoria.» Entre las razones
por las que nuestro Salvador tomó sobre sí mismo las pasiones de la natural
debilidad humana, esta última de la que acabo de hablar no es menos digna de
consideración. Quiero decir que de verdad se hizo débil por causa del débil,
para poder así atender a otros hombres débiles gracias, precisamente, a su
propia debilidad. Tan impresa tenía en su corazón la preocupación por nuestra
felicidad que todo el proceso de su agonía no parece haber sido delineado sino
para dejar bien asentada toda una disciplina de lucha y un método para el soldado
que, débil y temeroso, necesita ser empujado -por así decir- al martirio.
¿Cómo es
nuestra oración?
Para
enseñar que en el peligro o en una dificultad que acecha hemos de pedir a otros
que vigilen y
recen,
poniendo al mismo tiempo nuestra confianza en sólo Dios; y también con la
intención de mostrar que tomaría el cáliz amargo de la cruz Él solo, en soledad
y sin otra compañía, mandó a aquellos tres Apóstoles que Él había entresacado
de los once y llevado al pie de la montaña, que se quedaran allí, firmes y
vigilando con Él. Después se retiró como un tiro de piedra. «Alejándose un poco
adelante, se postró en tierra, caído sobre su rostro, y suplicaba que, si ser
pudiese, se alejara de Él aquella hora: ¡Padre, Padre mío!, decía, todas las
cosas te son posibles. Aparta de Mí este cáliz, mas no sea lo que Yo quiero,
sino lo que Tú»21. Lo primero que enseña Cristo Rey, y con su propio ejemplo, a
quien quiera luchar por Él es la virtud de la humildad, fundamento de las demás
virtudes y que permite a uno remontarse hacia las más altas metas con paso
seguro. Siendo Cristo, en cuanto Dios, igual al Padre, se presenta ante Dios
Padre humildemente por ser también hombre, y se postra así en el suelo.
Paremos, lector, brevemente en este lugar para contemplar con devoción a
nuestro rey, postrado en tierra en esa actitud de súplica. Si hacemos esto con
verdadera atención,
un rayo
de aquella luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo iluminará
nuestras inteligencias y veremos, reconoceremos, nos doleremos, y en algún
momento llegaremos a corregir, no diré ya la negligencia, la pereza o la apatía
de nuestra vida, sino la falta de sentido común, la colmada estupidez, la
idiotez o insensatez con la que nos dirigimos a Dios todopoderoso. En lugar de rezar
con reverencia nos acercamos a Él de mala gana, perezosamente y medio dormidos;
mucho me temo que así no sólo no le complacemos y ganamos su favor, sino que le
irritamos y hasta provocamos seriamente su ira.
Sería
muy de desear que, alguna vez, hiciéramos un esfuerzo especial, inmediatamente
después de acabar un rato de oración, para traer de nuevo a la memoria todo lo
que pensamos durante el tiempo que hemos estado rezando. ¿Qué locuras y
necedades veríamos allí? ¿Cuánta vana distracción y,
algunas
veces, hasta asquerosidades podríamos captar? Nos quedaríamos de verdad
asombrados de que todo eso fuera posible; de que, en tan corto espacio de
tiempo, pudiera la imaginación disiparse por tantos lugares, tan dispares y lejanos
entre sí; o entre tantos asuntos y cosas tan variopintos como carentes de
importancia. Si alguien (como quien hace un experimento) se propusiera esforzar
su mente para distraerse en el mayor grado posible y de la manera más desordenada,
estoy seguro que no lo lograría tan bien como de hecho lo hace nuestra
imaginación cuando, medio abandonada, desvaría por todas partes mientras la
boca masculla las horas del oficio y otras oraciones vocales muy usadas. Así,
si uno se pregunta o tiene alguna duda sobre la actividad de su mente mientras
los sueños conquistan la consciencia al dormir, no encuentro mejor
comparación
que ésta: su mente se ocupa de la misma manera que se ocupan las mentes de aquellos
que están despiertos (si se puede decir que están «despiertos» los que de esta
guisa rezan), pero cuyos pensamientos vagan descabelladamente durante la
oración revoloteando con frenesí en un tropel de absurdas fantasías. Mas hay
una diferencia con el que sueña dormido; porque algunas de las extrañas
visiones del que sueña despierto (rezando), y que su imaginación abraza en sus
viajes mientras la lengua corre por las oraciones como si fueran sonidos sin
sentido, son monstruosidades tan sucias y abominables que, de haber sido vistas
estando dormido, ciertamente nadie, por muy desvergonzado, se atrevería a
contarlas al despertar; ni siquiera entre un grupo de golfos.
Y el viejo
proverbio es sin duda verdadero: «que el rostro es el espejo del alma». En
efecto, este estado de desorden e insensatez de la mente se refleja con nitidez
en los ojos, en las mejillas, en los párpados y en las cejas, en las manos y en
los pies, en suma, en el porte del cuerpo entero. Cuando nuestra cabeza deja de
prestar atención, ocurre un fenómeno parecido con el cuerpo.
Pretendemos,
por ejemplo, que la razón para llevar vestidos más ricos que los corrientes en
los días de fiesta es el culto a Dios, pero la negligencia con que luego
rezamos muestra claramente nuestro fracaso en el intento de encubrir el motivo
verdadero, a saber, un altivo y vanidoso deseo de lucirnos delante de los
demás. En nuestra dejadez y descuido tan pronto paseamos como nos sentamos en un
banco; pero, incluso si rezamos de rodillas, procuramos apoyarnos sobre una
sola rodilla, levantando la otra y descansando así sobre el pie; o hacemos
colocar un buen almohadón bajo las rodillas, y algunas veces (depende de cuán
flojos y consentidos seamos) incluso buscamos apoyar los codos sobre un
almohadón confortable. Con toda esta precaución parecemos una casa ruinosa que
amenaza derrumbarse de un momento a otro.
Por lo
que se refiere a nuestra conducta, las mismas cosas que hacemos nos traicionan
de mil maneras mostrando que la cabeza está ocupada en algo muy ajeno a la
oración. Porque nos rascamos la cabeza, y limpiamos las uñas con un cortauñas,
y con los dedos nos hurgamos las narices; y mientras tanto nos equivocamos en
lo que hemos de responder. Al olvidar lo que hemos dicho y lo que todavía no
hemos dicho, nos limitamos a adivinar a la buena ventura lo que queda por decir.
¿Acaso no nos da vergüenza rezar en estado mental y corporal tan falto de
sentido común? ¿Cómo es posible que nos comportemos así en algo tan importante
para nosotros como la oración? ¿De esa manera pedimos perdón por nuestras
faltas suplicándole que nos libre del castigo eterno? Porque de tal modo
rezamos que, incluso si no hubiéramos pecado antes, nos hacemos merecedores de
castigos diez veces mayores al acercarnos a la majestad soberana de Dios con
tan poco aprecio.
Imaginad,
si queréis, que habéis cometido un crimen de alta traición contra un príncipe o
contra alguien que tiene vuestra vida en sus manos, pero tan misericordioso que
está dispuesto a calmar su indignación si os ve arrepentidos y en actitud de
humilde súplica. Imaginad que está decidido a conmutar la sentencia de muerte
por una multa, o incluso, a perdonar del todo la ofensa con la sola condición
de que le mostréis indicios convincentes de vergüenza y dolor. Suponed ahora
que, llevados ante la presencia del príncipe, os adelantáis y empezáis a hablar
descuidadamente, sin interés alguno, como a quien no le importa nada lo que
pasa; mientras él está quieto en su sitio y escucha con atención, vosotros os
movéis paseando de aquí para allá mientras exponéis vuestra situación. Cansados
de deambular os sentáis en una silla; o si la cortesía y educación exige que os
rebajéis y arrodilléis en el suelo, mandáis primero que alguien venga y coloque
un buen almohadón bajo las rodillas; o mejor todavía, le pedís que traiga un
reclinatorio con más almohadillas para que apoyéis los codos. Luego, empezáis a
bostezar, a desperezaros, a estornudar, y a escupir y eructar, sin más cuidado,
los vapores de la glotonería. En fin, comportaros de tal modo que pueda el
príncipe ver con claridad en vuestro rostro, en vuestra voz, en vuestros gestos
y en todo vuestro porte corporal que mientras a él os dirigís estáis con la
cabeza en cosa y asunto muy distinto. Decidme: ¿qué de bueno podéis esperar de
tal modo de rogar?
Consideraríamos,
sin duda alguna, absurdo e insensato defendernos así ante un príncipe de la
tierra por un delito que pide la pena capital. Y un tal poderoso, una vez
destruido nuestro cuerpo, nada más puede hacer. ¿Podremos acaso pensar que
estamos en nuestro sano juicio, si habiendo sido sorprendidos en toda una reata
de crímenes y pecados, pedimos perdón tan altiva y desdeñosamente al rey de
reyes, a Dios mismo que tiene poder, una vez destruido en cuerpo, para
mandar
cuerpo y alma juntos al infierno? No deseo que nadie interprete lo que digo
pensando que prohíbo rezar paseando o estando sentado o incluso cómodamente
echado. No, y, de hecho, cuánto me gustaría que cualquier cosa que hiciéramos y
en cualquier postura del cuerpo, estuviéramos, al mismo tiempo, elevando constantemente
nuestras mentes a Dios, que esta suerte de oración es la que más le agrada.
Poco importan a dónde se dirijan nuestros pasos si nuestras cabezas están
puestas en el Señor. Ni importa lo mucho que andemos porque nunca nos alejaremos
bastante de Aquél que en todas partes está presente.
Mas, de
la misma manera que aquel profeta dice a Dios: «Te tenía presente mientras
yacía en mi lecho»22, y no se quedó contento con esto, sino que se levantó «en
mitad de la noche para rendir homenaje al Señor»23, así sugeriría yo aquí que,
además de lo que rezamos al andar, hagamos también aquella oración para la que
hemos preparado nuestras mentes con más reflexión, y para la que disponemos
nuestro cuerpo con más respeto y reverencia que si hubiéramos de presentarnos ante
todos los reyes de la tierra reunidos en un mismo lugar. Con toda verdad he de
afirmar que cuando pienso en nuestra disipación mental durante la oración, mi
alma se duele y apesadumbra.
De todas
maneras, no hay que olvidar que algunas ideas que vienen mientras rezamos han
podido ser sugeridas por un espíritu del mal, o bien se han deslizado en la
imaginación por el natural funcionamiento de los sentidos. Ninguna de estas
distracciones, por vil y horribles que sea, es falta grave si la resistimos y
rechazamos. Pero, de lo contrario, si la aceptamos con gusto o por falta de cuidado
permitimos que crezca en intensidad durante un rato, no tengo la más mínima
duda de que su fuerza puede llegar a aumentar de tal manera que sea fatalmente perjudicial
para el alma.
Al
considerar la gloria sin medida de la majestad de Dios, me veo obligado a
pensar que, si estas distracciones de la mente no son delitos punibles con la
muerte, se debe sólo a que Dios, en su misericordia y bondad, no quiere exigir
por ellas la muerte. Porque la malicia inherente a ellas las hace merecedoras
de tal castigo, y ésta es la razón: no consigo imaginar cómo tales pensamientos
aparecen en la mente de los hombres mientras rezan (es decir, cuando hablan con
Dios) si no es por falta de fe o porque la fe es muy débil. Si procuramos no
estar en Babia al dirigirnos a un príncipe sobre algún asunto importante (o con
alguno de sus ministros en posición de cierta influencia), jamás debería entonces
ocurrir que la cabeza se distrajera lo más mínimo mientras hablamos con Dios.
No ocurrirá esto en absoluto si creyéramos con una fe viva y fuerte que estamos
en presencia de Dios. Y Dios no sólo escucha nuestras palabras y mira nuestro
rostro y porte externo como lugares de donde puede colegir nuestro estado
interior, sino que penetra en los rincones más secretos y recónditos del
corazón, con una visión más aguda que los ojos de Linceo y que ilumina todo con
el resplandor brillantísimo de su majestad. No ocurriría, repito, si creyéramos
que Dios está presente. Aquel Dios en cuya gloriosa presencia todos los
poderosos del mundo, en toda su gloria, deben confesar (a no ser que estén
locos) no ser más que despreciables gusanos.
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