La angustia
de Cristo ante la muerte
«Y dijo
a los discípulos: Sentaos aquí mientras yo voy más allá y hago oración. Y
llevándose consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, empezó a entristecerse
y a angustiarse. Y les dijo entonces: Mi alma está triste hasta la muerte.
Aguardad aquí y velad conmigo»11. Después de mandar a los otros ocho Apóstoles
que se quedaran sentados en un lugar, Él siguió más allá, llevando consigo a Pedro,
a Juan y a su hermano Santiago, a los que siempre distinguió del resto por una
mayor intimidad. Aunque no hubiera tenido otro motivo para hacerlo que el
haberlo querido así, nadie tendría razón para la envidia por causa de su
bondad. Pero tenía motivos para comportarse de esta manera, y los debió de
tener presentes. Destacaba Pedro por el celo de su fe, y Juan por su virginidad,
y el hermano de éste, Santiago, sería el primero entre ellos en padecer martirio
por el nombre de Cristo. Estos eran, además, los tres Apóstoles a los que se
les había concedido contemplar su cuerpo glorioso. Era, por tanto, razonable
que estuvieran muy próximos a Él, en la agonía previa a su Pasión, los mismos
que habían sido admitidos a tan maravillosa visión, y a quienes Él había
recreado con un destello de la claridad eterna porque convenía que fueran
fuertes y firmes.
Avanzó
Cristo unos pasos y, de repente, sintió en su cuerpo un ataque tan amargo y
agudo de tristeza y de dolor, de miedo y pesadumbre, que, aunque estuvieran
otros junto a Él, le llevó a
exclamar
inmediatamente palabras que indican bien la angustia que oprimía su corazón:
«Triste está mi alma hasta la muerte.» Una mole abrumadora de pesares empezó a
ocupar el cuerpo bendito y joven del Salvador. Sentía que la prueba era ahora
ya algo inminente y que estaba a punto de volcarse sobre Él: el infiel y
alevoso traidor, los enemigos enconados, las cuerdas y las cadenas, las calumnias,
las blasfemias, las falsas acusaciones, las espinas y los golpes, los clavos y
la cruz, las torturas horribles prolongadas durante horas. Sobre todo, esto le
abrumaba y dolía el espanto de los discípulos, la perdición de los judíos, e
incluso el fin desgraciado del hombre que pérfidamente le traicionaba. Añadía
además el inefable dolor de su Madre queridísima. Pesares y sufrimientos se revolvían
como un torbellino tempestuoso en su corazón amabilísimo y lo inundaban como
las aguas del océano rompen sin piedad a través de los diques destrozados.
Alguno
podrá quizá asombrarse, y se preguntará cómo es posible que nuestro salvador
Jesucristo, siendo verdaderamente Dios, igual a su Padre Todopoderoso, sintiera
tristeza, dolor y pesadumbre.
No
hubiera podido padecer todo esto si siendo como era Dios, lo hubiera sido de
tal manera que no fuese al mismo tiempo hombre verdadero. Ahora bien, como no
era menos verdadero hombre que era verdaderamente Dios, no veo razón para
sorprendernos de que, al ser hombre de verdad, participara de los afectos y
pasiones naturales de los hombres (afectos y pasiones, por su-puesto, ausentes
en todo de mal o de culpa). De igual modo, por ser Dios, hacía portentosos
milagros. Si nos
asombra
que Cristo sintiera miedo, cansancio y pena, dado que era Dios, ¿por qué no nos
sorprende tanto el que sintiera hambre, sed y sueño? ¿No era menos ver-dadero
Dios por todo esto`? Tal vez, se podría objetar: «Está bien. Ya no me causa
extrañeza que experimentara esas emociones y estados de ánimo, pero no puedo
explicarme el que deseara tenerlas de hecho. Porque Él mismo enseñó a los
discípulos a no tener miedo a aquellos que pueden matar el cuerpo y ya no
pueden hacer nada más. ¿Cómo es posible que ahora tenga tanto miedo de esos
hombres y, especialmente, si se tiene en cuenta que nada sufriría su cuerpo si
Él no lo permitiera? Consta, además, que sus mártires corrían hacia la muerte
prestos y alegres, mostrándose superiores a tiranos y torturadores, y casi
insultándoles. Si esto fue así con los mártires de Cristo, ¿cómo no ha de
parecer extraño que el mismo Cristo se llenara de terror y pavor, y se
entristeciera a medida que se acercaba el sufrimiento? ¿No es acaso Cristo el
primero y el modelo ejemplar de los mártires todos? Ya que tanto le gustaba primero
hacer y luego enseñar, hubiera sido más lógico haber asentado en esos momentos
un buen ejemplo para que otros aprendieran de Él a sufrir gustosos la muerte
por causa de la verdad. Y también para que los que más tarde morirían por la fe
con duda y miedo no excusaran su cobardía imaginando que siguen a Cristo,
cuando en realidad su reluctancia puede descorazonar a otros que vean su temor
y tristeza, rebajando así la gloria de su causa.»
Estos y
otros que tales objeciones ponen no aciertan a ver todos los aspectos de la
cuestión, ni se dan cuenta de lo que Cristo quería decir al prohibir a sus
discípulos que tuvieran miedo a la muerte.
No quiso
que sus discípulos no rechazaran nunca la muerte, sino, más bien, que nunca
huyeran por miedo de aquella muerte «temporal», que no durará mucho, para ir a
caer, al renegar de la fe, en la muerte eterna. Quería que los cristianos
fuesen soldados fuertes y prudentes, no tontos e insensatos. El hombre fuerte
aguanta y resiste los golpes, el insensato ni los siente siquiera. Sólo un loco
no teme las heridas, mientras que el prudente no permite que el miedo al
sufrimiento le separe jamás de una conducta noble y santa. Sería escapar de
unos dolores de poca monta para ir a caer en otros mucho más dolorosos y
amargos.
Cuando
un médico se ve obligado a amputar un miembro o cauterizar una parte del
cuerpo, anima al enfermo a que soporte el dolor, pero nunca intenta persuadirle
de que no sentirá ninguna angustia y miedo ante el dolor que el corte o la
quemadura causen. Ad-mite que será penoso, pero sabe bien que el dolor será
superado por el gozo de recuperar la salud y evitar do-lores más atroces.
Aunque
Cristo nuestro Salvador nos manda tolerar la muerte, si no puede ser evitada,
antes que separarnos de Él por miedo a la muerte (y esto ocurre cuando negamos
públicamente nuestra fe), sin embargo, está tan lejos de mandarnos hacer
violencia a nuestra naturaleza (como sería el caso si no hubiéramos de temer en
absoluto la muerte), que incluso nos deja la libertad de escapar si es posible
del suplicio, siempre que esto no repercuta en daño de su causa. «Si os
persiguen en una ciudad dice-, huid a otra». Esta indulgencia y cauto consejo
de prudente maestro fue seguido por los Apóstoles y por casi todos los grandes
mártires en los siglos posteriores. Es difícil encontrar uno que no usara este
permiso en un momento u otro para salvar la vida y prolongarla, con gran
provecho para sí y para otros muchos, hasta que se aproximara el tiempo
oportuno según la oculta providencia de Dios. Hay también valerosos campeones
que tomaron la iniciativa profesando públicamente su fe cristiana, aunque nadie
se lo exigiera; e incluso llegaron a exponerse y ofrecerse a morir, aunque
tampoco nadie les forzara. Así lo quiere Dios que aumenta su gloria, unas
veces, ocultando las riquezas de la fe para que quienes traman contra los
creyentes piquen el anzuelo; y otras, haciendo ostentación de esos tesoros de
tal modo que sus crueles perseguidores se irriten y exasperen al ver sus
esperanzas frustradas, y comprueben con rabia que toda su ferocidad es incapaz
de superar y vencer a quienes gustosamente avanzan hacia el martirio.
Sin
embargo, Dios misericordioso no nos manda trepar a tan empinada y ardua cumbre
de la fortaleza; así que nadie debe apresurarse precipitadamente hasta tal
punto que no pueda volver sobre sus pasos poco a poco, poniéndose en peligro de
estrellarse de cabeza en el abismo si no puede alcanzar la cumbre. Quienes son
llamados por Dios para esto, que luchen por conseguir lo que Dios quiere y
reinarán vencedores. Mantiene ocultos los tiempos y las causas de las cosas, y cuando
llega el momento oportuno saca a la luz el arcano te-soro de su sabiduría que
penetra todo con fortaleza y dispone todo con suavidad. Por consiguiente, si
alguien es llevado hasta aquel punto en que debe tomar una decisión entre
sufrir tormento o renegar de Dios, no ha de dudar que está en medio de esa
angustia porque Dios lo quiere. Tiene de este modo el motivo más grande para
esperar de Dios lo mejor: o bien Dios le librará de este combate, o bien le
ayudará en la lucha, y le hará vencer para coronarlo como triunfador. Porque
«fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas, sino que
de la misma prueba os hará sacar provecho para que podáis sosteneros».
Si
enfrentado en lucha cuerpo a cuerpo con el diablo, príncipe de este mundo, y
con sus secuaces, no hay modo posible de escapar sin ofender a Dios, tal hombre
-en mi opinión- debe desechar todo miedo; yo le mandaría descansar tranquilo
lleno de esperanza y de confianza, «porque disminuirá la fortaleza de quien desconfíe
en el día de la tribulación»14. Pero el miedo y la ansiedad antes del combate
no son reprensibles, en la medida en que la razón no deje de luchar en su
contra, y la lucha
en sí
misma no sea criminal ni pecaminosa. No sólo no es el miedo reprensible, sino
al contrario, inmensa y excelente oportunidad para merecer. ¿O acaso imaginas
tú que aquellos santos mártires que derramaron su sangre por la fe no tuvieron
jamás miedo a los suplicios y a la muerte? No me hace falta elaborar todo un
catálogo de mártires: para mí el ejemplo de Pablo vale por mil.
Si en la
guerra contra los filisteos David valía por diez mil, no cabe duda de que
podemos considerar a Pablo como si valiera por diez mil soldados en la batalla
por la fe contra los perseguidores infieles.
Pablo,
fortísimo entre los atletas de la fe, en quien la esperanza y el amor a Cristo
habían crecido tanto que no dudaba en absoluto de su premio en el cielo, fue
quien dijo: «He luchado con valor, he concluido la carrera, y ahora una corona
de justicia me está reservada»15. Tan ardiente era el deseo que le llevó a
escribir: «Mi vivir es Cristo, y morir, una ganancia»16. Y también: «Anhelo
verme libre de las ataduras del cuerpo y estar con Cristo»17. Sin embargo, y
junto a todo esto, ese mismo Pablo no sólo procuró escapar con gran habilidad,
y gracias al tribuno, de las insidias de los judíos, sino que también se libró
de la cárcel declarando y haciendo valer su ciudadanía romana; eludió la crueldad
de los judíos apelando al César, y escapó de las manos sacrílegas del rey
Aretas dejándose deslizar por la muralla metido en una cesta. Alguien podría
decir que Pablo contemplaba en esas ocasiones el fruto que más tarde había de
sembrar con sus obras, y que, además, en tales circunstancias, jamás le asustó
el miedo a la muerte. Le concedo ampliamente el primer punto, pero no me
aventuraría a afirmar estrictamente el segundo. Que el valeroso corazón del
Apóstol no era impermeable al miedo es algo que él mismo admite cuando escribe
a los corintios: «Así que hubimos llegado a Macedonia, nuestra carne no tuvo
descanso alguno, sino que sufrió toda suerte de tribulaciones, luchas por
fuera, temores por dentro»18. Y escribía en otro lugar a los mismos: «Estuve
entre vosotros en la debilidad, en mucho miedo y temor19'. Y de nuevo: «Pues no
queremos, hermanos, que ignoréis las tribulaciones que padecimos en Asia, ya
que el peso que hubimos de llevar superaba toda medida, más allá de nuestras
fuerzas, hasta tal punto que el mismo hecho de vivir nos era un fastidio»20.
¿No
escuchas en estos pasajes, y de la boca del mismo Pablo, su miedo, su
estremecimiento, su cansancio, más insoportable que la misma muerte, hasta tal
punto que nos recuerda la agonía de Cristo y presenta una imagen de ella? Niega
ahora si puedes que los mártires santos de Cristo sintieron miedo ante una
muerte espantosa. Ningún temor, sin embargo, por grande que fuera, pudo detener
a Pablo en sus planes para extender la fe; tampoco pudieron los consejos de los
discípulos disuadirle para que no viajara a Jerusalén (viaje al que se sentía
impulsado por el Espíritu de Dios), incluso aunque el profeta Agabo le había
predicho que las cadenas y otros peligros le aguardaban allí.
El miedo
a la muerte o a los tormentos nada tiene de culpa, sino más bien de pena: es
una aflicción de las que Cristo vino a padecer y no a escapar. Ni se ha de
llamar cobardía al miedo y horror ante los suplicios. Sin embargo, huir por
miedo a la tortura o a la misma muerte en una situación en la que es necesario
luchar, o también, abandonar toda esperanza de victoria y entregarse al
enemigo, esto, sin duda, es un crimen grave en la disciplina militar. Por lo
demás, no importa cuán per-turbado y estremecido por el miedo esté el ánimo de
un soldado; si a pesar de todo avanza cuando lo manda el capitán, y marcha y
lucha y vence al enemigo, ningún motivo tiene para temer que aquel su primer miedo
pueda disminuir el premio. De hecho, debería recibir incluso mayor alabanza,
puesto que hubo
de
superar no sólo al ejército enemigo, sino también su propio temor; y esto
último, con frecuencia, es más difícil de vencer que el mismo enemigo.
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