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miércoles, 24 de marzo de 2021

LA PASION DE JESUCRISTO SEGÚN SANTO TOMAS DE AQUINO

 



 

De la culpabilidad de los judíos (a. 5)

 

En este artículo se propone Santo Tomás una cuestión muy interesante para establecer la concordia entre diversos pasajes del Nuevo. Testamento, Efectivamente, de una parte, habla Jesús de los judíos que, si no hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa de su pecado... Si no hubiera hecho entre ellos obras como ninguno otro hizo no tendrían pecado; pero ahora no sólo han visto, sino que me aborrecen a mí y a mi Padre (lo. 15, 22,24). Estas palabras se ven confirmadas en la conducta de los judíos con Jesús. Ahora bien, si tienen pecado, corno dice el Salvador, luego tienen conocimiento de quién Él es. La parábola de los viñadores parece confirmar esto mismo (Mt, 21, 32). Pero enfrente de estos textos tenemos otros que arguyen ignorancia en los judíos, Empecemos por las palabras del Señor en la cruz: Padre, perdónalos no saben lo que hacen (Le. 23,34), Y las otras de San Pedro al pueblo: Ahora bien, hermanos, yo sé que por ignorancia habéis hecho esto, como también vuestros príncipes (Act, 3,17). Más expresivas son las palabras de Son Pablo al asegurar que los príncipes de este siglo no conocieron la sabiduría del Evangelio, porque, si la hubiesen conocido, nunca hubiesen crucificado al Señor de la gloria (1 Cor. 2,8).

Entraba en los planes de Dios que Jesús se revelase como Mesías e Hijo de Dios con palabras y obras, de suerte que los hombres de buena voluntad le pudieron reconocer; más también debía cumplirse el misterio de la cruz, del cual dependía la salud del mundo, cooperando a ello los hombres con su ignorancia y con la perversión de su voluntad incrédula. Misterio grande de la providencia de Dios que los judíos rechacen al Mesías, por quien tanto habían suspirado.

La solución de Santo. Tomás empieza por distinguir entre el pueblo
indocto, que al principio se entusiasmaba con la doctrina y los milagros de Jesús, a quien luego abandonó, y las clases directoras, los sacerdotes, fariseos y escribas, que creían poseer las llaves de la sabiduría.
La responsabilidad de los primeros era escasa comparada con la de los segundos. A aquéllos convienen plenamente las excusas del Señor y de San Pedro arriba citadas.

 

Cuanto, a las clases directoras del pueblo, que estaban más capacitadas para juzgar, es preciso distinguir en Jesús la mesianidad, la filiación divina per excellentiam gratiae singularis y la filiación di vina natural, per naturam, De todos estos puntos había dado Jesús argumentos eficaces, pero no igualmente eficaces sobre cada uno de los tres aspectos de su personalidad; que no es igual el misterio de la mesianidad que el de una justicia excelente, que el de la divinidad. Le lumbre sobrenatural, que sería suficiente para hacer ver lo primero, no lo era para manifestar lo segundo y menos lo tercero. Pero en todos los tres casos esa lumbre divina exige aquella buena voluntad de que nos habla el coro angélico, y ésa es la que a los escribas y doctores faltaba y por lo que fueron gravísimamente responsables de la muerte de Jesús. Era su ignorancia afectada, que no excusa de la culpa. De manera que los judíos pecaran al pedir la crucifixión de Jesucristo, Hijo del hombre, y también Hijo de Dios. Y esto nos dice la gravedad de ese pecado.

En este punto es necesario acudir a los artículos de Santo Tomas de Aquino para esclarecer esta idea vaga que sobre este tema no queda muy claro la culpabilidad de los judíos en la crucifixión de Jesucristo. Así dice Santo Tomas:

Hay que distinguir en los judíos los mayores y los menores.

Son los mayores los que se decían sus "príncipes", y de éstos, como de los demonios, se dice en el libró "Cuestiones del Nuevo y Antiguo Testamento" que "conocieron ser Jesús el Mesías prometido en la ley, pues veían en El cuantas señales habían predicho los profetas"; pero el misterio de su divinidad lo ignoraron, por lo cual dice el Apóstol: "Si le hubieran conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria".

Hemos, sin embargo, de tener en cuenta que su ignorancia no los excusaba de crimen, pues era ignorancia afectada. Veían las señales evidentes de su divinidad, mas, por odio o por envidia de Cristo, las pervertían, y rehusaban dar fe a las palabras con que se declaraba ser el Hijo de Dios. Por esto el mismo Señor dice de ellos: "Si no hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado; más ahora no tienen excusa de su pecado". Y luego añade: "Si no hubiera hecho entre ellos obras que ninguno otro hizo, no tendrían pecado". Bien se pueden considerar como dichas en la persona de ellos mismos las palabras de Job: "Dijeron a Dios: Retírate de nosotros, no queremos la ciencia de tus caminos".

Cuanto a los menores, es decir, al pueblo, que ignoraba los misterios de la Sagrada Escritura, no alcanzaron un pleno conocimiento de que El fuera el Mesías ni el Hijo de Dios; y aunque algunos de ellos creyeron en Cristo, pero la masa del pueblo no creyó. Y, si alguna vez llegaron a sospechar que Él era el Mesías, por la multitud de milagros y por la eficacia de su doctrina, como consta por San Juan, luego fueron engañados por sus príncipes para que no creyeran ser El Mesías y el Hijo de Dios. Por esto, San Pedro les dijo: "Yo sé que por ignorancia habéis hecho esto, igual que vuestros príncipes", porque habían sido engañados por éstos.



DE LAS CAUSAS EFICIENTES DE LA PASION

 

Es el argumento de esta cuestión la causa eficiente de la pasión de Cristo, o dicho en términos más llanos, de los autores de esta pasión.

En donde entran Dios Padre, el mismo Cristo, los gentiles y los judíos.

Los autores primeros son, sin duda, el Padre y Jesucristo; los ejecutores libres y responsables son los gentiles y judíos; sobre todo estos últimos, que con insistencia tenaz pidieron la condenación de Jesús hasta que lograron arrancar a Pilato la sentencia condenatoria. Por eso el Angélico dedica los dos últimos artículos a tratar de la responsabilidad de los judíos en la pasión de Cristo.

 

l. El Padre y Cristo, autores principales

 

En el Antiguo Testamento, Yavé es el Dios omnipotente y soberano, que hizo el cielo y la tierra, y es también quien los gobierna, quien dirige asimismo la historia humana y quien planea, anuncia y promete ejecutar la obra mesiánica. En los oráculos de los profetas notamos esta diferencia entre las amenazas de la justicia divina y las promesas de la misericordia: la justicia obra sólo excitada por la iniquidad humana; pero la misericordia obra movida por sí misma, "por las entrañas de su misericordia, por las que nos visitó viniendo de lo alto». Por esto las amenazas son de ordinario profecías condicionadas, ¡pero las promesas son absolutas, En el Nuevo Testamento, el Padre no pierde nada de la autoridad de Yavé. Bastaría para ello fijar la atención en la oración dominical, dirigida al Padre (Mt. 6,9-12). Es sobre todo significativa la plegaria de Jesús: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelas a los pequeñuelos, Sí, Padre, porque así te plugo (Mt. II,25S). En San Juan resalta esta misma idea en la oración sacerdotal de Jesús (17).

En los Actos no hablan de otro modo los apóstoles acerca del Dios de los padres, que cumple en sus días lo que tantas veces había prometido por medio de los profetas (Act. 2,32SS; 3,13SS; 13,17ss). San Pablo nos ofrece en la Epístola a los Efesios. el plan divino de la salud en estos términos: Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual; en los cielos, por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante El, y nos predestino en caridad a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad para alabanza' de la gloria de su gracia, etc, (1,3ss).

En 1 Cor. 15,28 nos ofrece San Pablo un pensamiento verdaderamente atrevido en su expresión. El Hijo, que ha recibido del Padre todo poder en el cielo y en la tierra, al fin de las cosas hará entrega del reino en manos del Padre y se sujetará a quien a El todo se lo sometió, para que sea Dios todo en todas las cosas.

Pues conforme a estos principios hemos de entender cuanto la Sagrada Escritura nos dice sobre el tema que nos ocupa. Empecemos por el vaticinio del Siervo de Yavé, que atrás dejamos transcrito. Es la re-velación del brazo de Yavé, es decir, de su poder salvador (15. 53,1).

El mismo Yavé es quien cargo sobre El la iniquidad de todos nosotros (53,6), quien quiso quebrantarte con padecimientos (53, 6) Y por eso le dará por parte suya muchedumbres (53,12). Pero el Siervo no es una masa muerta: Él fue quien tomo sobre sí nuestras enfermedades y cargo con nuestros dolores (53,4). Por eso, ofreciendo una vida en sacrificio por el pecado tendrá prosperidad y vivirá largos días (53,10). Yavé, pues, ordena conforme a sus planes de misericordia, pero el Siervo se somete a ejecutar esos mismos planes conforme al beneplácito divino.

Vengamos ahora a la ejecución de esos mismos planes según la revelación que nos ofrece el Nuevo Testamento.

 

En San Juan se habla repetidas veces de la misión del Hijo por Dios Padre. Pues Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvo por El (3,17). Y más adelante dice Jesús: Si yo juzgo, mi juicio es verdadero, porque no estoy solo, sino yo y el Padre, que me ha enviado [8,r6). Y luego: El que me envió está conmigo, no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que es de su agrado (8.20) Estas palabras nos traen a la memoria aquellas otras de! mismo Salvador a los discípulos, que le invitaban con la comida: Yo tengo una comida que vosotros no sabéis...Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra (4,32.34). Las postreras palabras que Jesús dirigió a los judíos fueron éstas, que dijo en alta voz, clamando dice el evangelista: El que cree en mí, no cree en mí sino en el que me ha enviado. Y el que me ve ve al que me ha enviado... El Padre mismo que me ha enviado es quien me mando lo que he de decir, y yo sé que su precepto es la vida eterna (I2-.44SS).

 

No otro es el lenguaje de San Pablo, que dice escribiendo El a los Gálatas: Mientras fuimos niños vivíamos en servidumbre bajo los elementos del mundo: más al llegar la Plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley para redimir a los que estaban bajo la ley para que recibiésemos la adopción. (4.2ss). y a los romanos, hablando de esa misma ley, dice que lo que a ella era imposible, por ser débil a causa de la carne. Dios, enviando a su propio Hijo en carne semejante a la del pecado condeno al pecado en la carne (8,3).

Vemos, pues, que el Padre, como Dios soberano, envía a su Hijo al mundo para realizar sus planes de salud.

 

Otros pasajes nos declaran mejor los motivos de esta conducta de Dios. Dice, en efecto. San Juan: Porque tanto amó Dios al mundo que le dio a su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna (Jn. 3. 16) Y San Pablo, escribiendo a los romanos, después de declararles lo que Dios hizo con los predestinados, añade: ¿Qué diremos, pues a esto? Si Dios está con nosotros. ¿Quién contra nosotros? El que no perdono a su propio Hijo, antes lo entrego por todos nosotros, ¿Como no nos ha de dar con las todas las cosas (8,28-32)?  

Pues el Hijo, que no tiene otro querer ni no querer que el del Padre, ¿cómo no nos ha de amar y, llevado de este amor, someterse a la voluntad del mismo Padre? Así dice el Apóstol en el principio de su Epístola a los Gálatas: La gracia y la paz sean con vosotros de parte de Dios Padre y de nuestro Señor Jesucristo, que se entregó por nuestros pecados para Libramos de este siglo malo, según la voluntad de nuestro Dios y Padre (1. 3s). Y escribiendo a Tito le habla de la bienaventurada esperanza en Jesucristo, que se entregó por nosotros, para rescatarnos de toda iniquidad adquirirse un pueblo propio, celador de buenas obras (2,14). Esta conducta de Cristo ha de ser la norma que nosotros hemos de seguir. Por esto dice a los efesios: Sed, en fin, imitadores de Dios, como hijos amados, y vivid en caridad, como Cristo nos amó y se entregó por nosotros en oblación y sacrificio a Dios, en olor suave (5,1s). Y poco más abajo: Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella para santificarla (5,25). La Iglesia es la congregación de las almas que participan de la vida de Cristo, el Apóstol, escribiendo a los gálatas, dice de sí mismo lo que cualquier cristiano se debe aplicar: Y aunque al presente vivo en la carne, vivo en la fe de Dios y de Cristo, que me amó y se entregó por mí (2,20). Esto es lo que fortalece su esperanza, cuando dice: Cristo Jesús, el que murió, aún más, el que resucito, el que está a la diestra de Dios, es quien intercede por nosotros. ¿Quién nos arrebatará al amor de, Cristo? La tribulación, la angustia... Mas en todas estas cosas vencemos por Aquel que nos amó. Porque persuadido estoy que ni la muerte ni la vida.... podrá arrancarnos al amor de Dios       en Cristo Jesús, nuestro Señor (Rorn. 8,34-39).

 

Pero entre los planes misericordiosos del Padre, Dios soberano y el Hijo encarnado, ¿no media otra cosa que la imitación del amor asía nosotros? La Sagrada Escritura nos habla de un mandato del Padre y de la obediencia del Hijo a ese mandato. Es San Juan quien nos habla de lo primero, dice, en efecto, Jesús: Nadie me quita la vida, soy yo el que la doy de mí mismo. Tengo poder para darla y poder para volverla. Tal es el mandato que del Padre he recibido” (10, 18) Y más adelante: “Conviene que el mundo conozca que Yo amo al Padre y que, según el mandato que me dio el Padre, así hago. Levantaos, pues, y vámonos de aquí. (14, 31). La verdadera prueba del amor es cumplir los mandamientos que Él nos dio y de este modo obra El: “Si guardareis mis preceptos, permaneceréis en mi amor, como yo guarde los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor (15, 10). En toda esta última platica, el Señor da por cumplida la obra de la pasión; por eso habla en pasado: guardare los preceptos de mi Padre. En el salmo 40. 2-11, el salmista escucha de Dios, en un grave peligro, le da gracias, pregonando que no a los sacrificios, sino a su confianza en el Señor y a la obediencia a sus preceptos debe el que Dios lo haya escuchado. El apóstol, en su epístola a los hebreos, aplica la palabra del salmo a el Salvador, que entrando al mundo dice: los holocaustos y sacrificios por el pecado no los recibiste. Entonces dije: he aquí que vengo- en el volumen del Libro está escrito de mi_ para hacer ¡Oh Dios! Tu voluntad…Abroga lo primero para establecer lo segundo. En virtud de esta voluntad, somos nosotros santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha una sola vez. (Hebr. 10, 5-10) en la misma epístola se habla del ejercicio del sacerdocio de Jesucristo en la tierra como un acto de obediencia, pues habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y suplicas con poderos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte, fue escuchado por su reverencial temor. Y aunque era Hijo de Dios, aprendió en sus padecimientos la obediencia, y, consumado, vino a ser para todos los que le obedecen causa de salud eterna (5,7-9). En la Epístola a los Romanos, San Pablo contrapone la desobediencia de Adán a la obediencia de Cristo, diciendo: Pues, como por la desobediencia de uno muchos fueron hechos pecadores, así también por la obediencia de uno muchos serán hechos justos (5,19), Este uno que con su obediencia merece la justicia para muchos no es otro que Cristo, que por obediencia al Padre sufrió la pasión. Pues la obediencia no es sino la sujeción al mandato del superior.

Finalmente, el Apóstol, escribiendo a los filipenses, hace el más alto elogio de la obediencia de Jesucristo, que en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz; por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que Al nombre de Jesús doble la rodilla cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre. A la humillación corresponde la exaltación; a la obediencia, la soberanía. Pero ¿cómo se entiende que el Padre entregue al Hijo, a la muerte y que el mismo Hijo se entregue también? Cristo, en cuanto Dios, se entregó a la muerte con la misma voluntad y el, mismo acto que le entregó el Padre; pero en cuanto hombre, se entregó con la voluntad eficazmente inspirada por el Padre soberano.

 

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