Todo
tiene un fin, incluso los imperios. Después de la URSS, hoy estamos
viendo el fin de Estados Unidos. Washington ha favorecido
escandalosamente a una reducida camarilla de ultra-multimillonarios y ahora se ve
ante sus viejos demonios, reducido a prepararse para la secesión y la
guerra civil.
La reducida camarilla que se ha apoderado de
Estados Unidos ha decidido censurar al presidente Donald Trump, aún
en ejercicio. Uno de sus miembros es el hombre más rico del
mundo, Jeff Bezos, propietario de Amazon, de Blue Origin y del
“Washington Post”.
Cada uno
de los dos bandos hoy enfrentados en Estados Unidos –los
“jacksonianos” y los “neopuritanos” [1]–
pretende liquidar al otro. Los jacksonianos hablan de insurrección
mientras que los neopuritanos apuestan por la represión, pero
ambos bandos se preparan para el enfrentamiento. Dos tercios de
la ciudadanía estadounidense viene preparándose para una guerra civil.
El punto de vista de los “jacksonianos”
Los jacksonianos –así llamados en referencia al 7º presidente de Estados Unidos (1829 a 1837), Andrew Jackson, quien se opuso, antes de la Guerra de Secesión, a la creación de la Reserva Federal (el banco central estadounidense)– desaparecieron de la escena política estadounidense durante todo un siglo, hasta que uno de ellos –Donald Trump– ganó la elección presidencial. Los jacksonianos se oponen, primero que todo, a los vínculos incestuosos que existen entre los bancos privados y la ya mencionada Reserva Federal, la entidad que imprime el dólar.
Durante
la última elección presidencial estadounidense, en numerosos Estados,
los funcionarios a cargo del conteo de los sufragios emitidos el 3
de noviembre de 2020 impartieron instrucciones para que
los observadores no tuvieran acceso al proceso de conteo,
privando así el resultado de la elección de toda legitimidad
democrática.
A estas
alturas, la cuestión ya no es saber quién resultó electo sino qué es lo
más conveniente después de esa ruptura del pacto nacional.
Según la
2ª Enmienda de la Constitución de Estados Unidos, los estadounidenses
tienen derecho a armarse y a organizarse en milicias para defender
la libertad de su Estado si esta se ve amenazada.
Esa
Enmienda es parte de la «Carta de Derechos de Estados Unidos» (Bill
of Rights) cuya adopción fue la condición no negociable para que
los ciudadanos que habían luchado por la independencia aceptaran la
Constitución redactada por la Convención de Filadelfia.
En virtud
de la 2ª Enmienda, todo estadounidense puede poseer armas de guerra
–de cualquier tipo–, lo cual ha hecho posible la repetición de masacres
perpetradas con armas de fuego que han enlutado la sociedad
estadounidense. A pesar del indudable costo humano de esos crímenes,
la 2ª Enmienda no ha sido derogada por considerarse
un elemento fundamental del equilibrio del sistema político estadounidense.
Precisamente,
para un 39% de los estadounidenses recurrir a las armas contra autoridades
corruptas no es sólo un derecho sino un deber. Al mismo
tiempo, un 17% de los estadounidenses estima que ha llegado
el momento de actuar [2].
Grupos
armados están preparándose en cada Estado para realizar manifestaciones el
próximo 20 de enero, en ocasión de la entronización de Joe Biden en
Washington D.C. El FBI teme que ocurran graves motines en
al menos 17 Estados.
Por
supuesto, esos hechos pueden ser interpretados en muchos sentidos diferentes y
siempre cabe la posibilidad de acusar a quienes se plantean la
insurrección –que son una masa extremadamente heterogénea– de ser todos «conspiracionistas»
o «neonazis»… o ambas cosas. Pero es incuestionable que su
decisión de sublevarse es la única legítima a la luz de
la Historia estadounidense e incluso del derecho reconocido en
su país.
Habrá
quien vincule ese descontento a la extraña y efímera irrupción de manifestantes
en el Capitolio de Washington que marcó la jornada del 6 de enero.
El hecho es que no hay relación entre ambas cosas.
Nadie aspira a “derrocar” el poder legislativo estadounidense sino a
neutralizar a la clase política en su conjunto y obtener la realización
de nuevas elecciones, que sean realmente transparentes.
Los
estadounidenses que protestan contra «el robo del sistema electoral» son
principalmente electores de Donald Trump, pero no son estos últimos los
únicos que protestan. No se trata de simple recriminaciones de los
partidarios de Donald Trump –descontentos de que su candidato haya
perdido– sino de un problema de fondo sobre la transparencia de las
elecciones estadounidenses, condición sine qua non de
todo sistema que aspire al calificativo de “democrático”.
La
ausencia de transparencia del conteo de los votos de la elección presidencial
estadounidense ha desencadenado las pasiones, ya existentes desde la
crisis financiera de 2007-2010. La mayoría de la población
no estuvo de acuerdo con el plan de salvamento de los bancos –un
desembolso de 787 000 millones de dólares– propuesto por
el entonces presidente –el demócrata Barack Obama–, suma que
se agregó a los 422 000 millones ya asignados por su predecesor
republicano, George Bush hijo, para compensar préstamos tóxicos.
En aquel momento, millones de estadounidenses que declaraban que «ya pagaban
suficientes impuestos» (Taxed Enough Already, fórmula recogida en
el acrónimo TEA) fundaron el Tea Party Movement, referencia al
hecho histórico conocido como Boston tea party (el
“Motín del té” del 16 de diciembre de 1773), que abrió la marcha
hacia la guerra de independencia. El movimiento contra la adopción de
pesados impuestos tendientes única y exclusivamente a salvar los intereses de
los ultra-multimillonarios se desarrolló tanto en el seno de la derecha
como en las filas de la izquierda, como quedó demostrado con las campañas de
la gobernadora republicana Sarah Palin y del senador Bernie Sanders,
dos veces aspirante a la nominación como candidato a la presidencia por
el Partido Demócrata.
El
descontento de los antiguos miembros de la pequeña burguesía, que hoy
se ven masivamente desclasados como resultado del éxodo de empresas hacia
el exterior y la subsiguiente desaparición de empleos en Estados Unidos,
da como resultado que el 79% de los estadounidenses estima ahora que «América
se derrumba», una proporción de “desencantados” que no tiene
equivalente en Europa, exceptuando los «Chalecos amarillos»
franceses.
Por
supuesto, es muy poco probable que eventuales motines en ocasión de la
investidura de Biden, el próximo 20 de enero, lleguen a convertirse en
revolución. Pero hace ya una decena de años que esa noción ha venido ganando
espacio en la populación y hoy cuenta con suficientes partidarios
–en todo el espectro político estadounidense– como para iniciar la batalla
y perdurar.
El punto de vista de los neopuritanos
Frente a los jacksonianos, los grupos que arremeten contra el presidente aún en ejercicio también se creen en todo su derecho. Como el Lord Protector Oliver Cromwell (1653-1658), dicen representar una moral superior a la Ley. Lo único que los diferencia de aquel republicano inglés es que no utilizan referencias religiosas. Son calvinistas sin Dios.
Los
neopuritanos dicen querer una Nación “para todos”… pero no para sus
adversarios y excluyendo a todo el que no esté de acuerdo con
ellos. Así que celebran que Twitter, Facebook, Instagram, Snapchat y
Twitch hayan decidido censurar a todo aquel que ponga en duda la
honestidad de la elección estadounidense. No les importa que esas
transnacionales se arroguen así un poder político que contradice el
espíritu y la letra de la 1ª Enmienda de la Constitución ya que tienen
un concepto muy particular de la Pureza: la libertad de expresión
no es para herejes ni “trumpistas”.
En su
delirio “purificador”, los neopuritanos reescriben la historia de
Estados Unidos, nación que proclaman «la luz sobre la colina» cuya
misión es iluminar el mundo. Ignoran premeditadamente toda forma de
conciencia de clase y enaltecen las minorías, no por los valores de esas
minorías sino sólo porque son grupos minoritarios. Pretenden purificar las
universidades, imponer la llamada «escritura inclusiva», sacralizan la
naturaleza salvaje, quieren etiquetar las noticias como «información
verificada» o «fake news», derriban estatuas de personajes
históricos, etc. Y hoy tratan de destituir al presidente saliente Donald
Trump, no tanto por considerarlo el organizador de lo ocurrido en
el Capitolio sino porque quienes penetraron en ese recinto ven a Trump
como su líder. Ninguno de esos “herejes” debe quedar sin castigo.
Los
puritanos del siglo XVII practicaban confesiones públicas como medio de alcanzar
la vida eterna. Sus sucesores, los neopuritanos del siglo XXI,
pretenden alcanzar el mismo objetivo fustigándose por el «privilegio blanco».
Ultra-multimillonarios como Jeff Bezos, Bill Gates, Arthur Levinson, Sundar
Pichai, Sheryl Sandberg, Eric Schmidt, John W. Thompson y Mark Zuckerberg
promueven una nueva «ideología» que plantea la superioridad del «hombre
numérico» sobre el resto de la humanidad y dicen aspirar a vencer la
enfermedad y la muerte.
Hace
tiempo que esas personas, supuestamente tan racionales, se han alejado de
la razón, tanto que, según estiman dos tercios de los estadounidenses, ya
se ha vuelto imposible entenderse con ellos sobre hechos
básicos. Aclaro que al escribir esto no me refiero a los “trumpistas”
sino a los neopuritanos.
El
fanatismo que hoy exhiben ya dio lugar a la guerra civil inglesa, a
la guerra de independencia estadounidense y, finalmente, a la Guerra
de Secesión. El principal temor del presidente Richard Nixon era que
llegara a provocar una cuarta guerra en Estados Unidos. Esa es la
posibilidad que hoy se cierne sobre ese país.
Una
parte del poder ya ha pasado de las instituciones democráticas nacionales a
las manos de unos cuantos ultra-multimillonarios. Estados Unidos ya
no es el país que alguna vez conocimos. Y ha comenzado
su agonía.
[1]
Sobre “jacksonianos” y “neopuritanos”, ver «Estados Unidos,
¿se reforma o se desgarra?», 26 de octubre de 2016; «Elección presidencial
estadounidense 2020. ¡Abrid los ojos!», 10 de noviembre
de 2020; y «La
guerra civil se hace inevitable en Estados Unidos», 15 de diciembre
de 2020, todos por Thierry Meyssan y publicados en Red Voltaire.
[2]
Encuesta de Ipsos titulada Game changers, 13 de enero
de 2021.
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