Francisco
con el libro de las 95 tesis de Lutero, 13-Otc-2016
En ese libro fascinante –y de lectura más que obligada en estos tiempos terribles-, titulado Fátima, Roma, Moscú del padre Gérard Mura (edición en español de 2005), se revela, entre otras cosas, el misterioso simbolismo de una fecha: 13 de octubre, última aparición y milagro del sol en Fátima. Basándose en estudios historiográficos recientes, el padre Mura señaló como fecha del martirio de San Pedro el 13 de octubre del año 67. Curiosamente, sería el mismo día casi 1900 años después, en que ocurriría, en palabras de Romano Amerio, la «ruptura de la legalidad conciliar», cuando, el 13 de octubre de 1962, el cardenal Liénart, de Lille, «capturaría» el micrófono en la asamblea conciliar, y, encabezando un golpe de fuerza de la minoría progresista, impondría el descarte de los esquemas del Sínodo Romano previo, elaborados bajo la vigilancia del cardenal Ottaviani, y daría propiamente origen al Concilio Vaticano II, al volver a comenzar los trabajos de elaboración de los documentos, pero esta vez con peritos progresistas y con un manejo hábil del «consenso» manufacturado. Se había iniciado de esa forma el desmantelamiento modernista de la Iglesia.
Lo que el libro no alcanzó a consignar fue lo que ocurriría nueve años después de su publicación en español: el 13 de octubre de 2014, la Relatio Post Disceptationem del Sínodo de la Familia fue leída por el cardenal relator, Peter Erdö, a los 190 padres sinodales. El revuelo fue inmenso tanto en medios católicos como seculares; dos puntos, relativos a la comunión a los divorciados vueltos a casar y otro –el punto 50-, de aceptación de la orientación homosexual, al reconocer sus «dones y atributos» específicos para la Iglesia, fueron los más escandalosos. Aunque la Relatio Synodi ulterior fue en algo aguada, la exhortación Amoris Laetitia y su interpretación autorizada por parte del papa Francisco, tres años después, abren la puerta al sacrilegio de permitir la comunión a pecadores públicos, violentando la doctrina católica. Esta medida no solo se agota en este supuesto mero cambio disciplinar, sino, como han señalado prestigiosos intelectuales como Robert Spaemann y Josef Seifert –para nada sospechosos de “ultratradicionalismo”-, significa la apertura de un horizonte de abolición de la idea de pecado en la Iglesia.
Tampoco
alcanzó a consignar lo que ocurrió el 13 de octubre de 2016. Ese día, en el
contexto de la recepción por parte del papa Francisco de una delegación de
«peregrinos» luteranos alemanes (así los consideraba Radio Vaticana), y, al
margen de las usuales declaraciones del pontífice –que en esta ocasión
oscilaron por todos los grados de equivocidad que la doctrina católica
considera, desde la proposición temeraria hasta la herética –, el mundo presenció
un hecho inédito, en el Aula Paulo VI, en la Santa Sede de Pedro, se ponía en un puesto
de honor una estatua del archiheresiarca Martín Lutero, abominador del papado,
destructor de la fe (pues, como diría
Romano Amerio, el libre examen, núcleo de la doctrina luterana, es la
definición misma, el constitutivo formal, de la herejía, no una simple negación de un dogma particular,
sino la negación de todos) y personaje violento y vulgar, para nada «misericordioso».
El mismo Francisco acudirá el
31 de octubre a Lund, Suecia, a conmemorar el inicio del aniversario 500 de la
Revuelta Protestante. El 31 de octubre de 1517, Lutero clavó sus 95 Tesis (que,
como dice García-Villoslada, no eran 95 ni tesis) en la puerta de la iglesia
del palacio de Wittenberg. Un nuevo simbolismo en la fecha: doscientos años
antes de la fundación de la Gran Logia de Inglaterra, primera francmasonería
«especulativa» y cuatrocientos, de la Revolución bolchevique. Tres fechas
anticristianas. Tres fechas representativas de la lucha del Demonio por
aniquilar los frutos de la redención. Pero, además, recordemos que el 31 de
octubre es la víspera del 1 de noviembre, día en que la Iglesia conmemora la
Fiesta de Todos los Santos, es decir, de las almas que están en el cielo. Al
día siguiente, 2 de noviembre, la Iglesia ofrecerá oraciones por las almas que
están en el purgatorio. Parece ser, entonces, que, para completar el panorama
de estos días consagrados a la ultratumba, se requeriría una fiesta de las
almas que están en el infierno. Fiesta abominable celebrada por los satanistas
y por el hombre-masa de las «sociedades globales» que, sin saberlo, se disfraza
de un alma condenada y juega «inocentemente» a infestar lugares. Ese también es el
día de la Pseudoreforma: una fiesta de condenación. Y la cabeza de la Iglesia
Católica se apresta a celebrarlo.
Parece ser que, ante los ojos humanos, la conjuración
anticristiana ha triunfado.
Sin embargo, hay motivos para confortarnos. En primer lugar, la vindicación absoluta, para todo católico con un mínimo de honestidad intelectual y espiritual, de las previsiones de Monseñor Marcel Lefebvre. En su famosa Declaración del 21 de noviembre de 1974 (que acabaría costándole la supresión ilegal de su obra, la Fraternidad de San Pío X, y ulteriormente su suspensión a divinis, mientras tantos delincuentes y pervertidos fundaban seudomovimientos «eclesiales» que recibían el aplauso de la Jerarquía), escribió lo siguiente: «Nos adherimos de todo corazón y con toda nuestra alma a la Roma católica, guardiana de la fe católica y de las tradiciones necesarias para el mantenimiento de esa fe; a la Roma eterna, maestra de sabiduría y de verdad. Por el contrario, nos negamos y nos hemos negado siempre a seguir a la Roma de tendencia neomodernista y neoprotestante, que se manifestó claramente en el Concilio Vaticano II y, después del Concilio, en todas las reformas que de él surgieron. Todas estas reformas, en efecto, han contribuido y siguen contribuyendo a la demolición de la Iglesia, a la ruina del sacerdocio, a la destrucción del sacrificio y de los Sacramentos, a la desaparición de la vida religiosa y a la implantación de una enseñanza naturalista y teilhardiana en las universidades, seminarios y catequesis, enseñanza surgida del liberalismo y del protestantismo condenado tantas veces por el Magisterio solemne de la Iglesia. Ninguna autoridad, ni siquiera la más elevada en la jerarquía, puede obligarnos a abandonar o a disminuir nuestra fe católica, claramente expresada y profesada por el magisterio de la Iglesia desde hace diecinueve siglos».
Por otro
lado, los diversos signos en torno al Mensaje de Fátima y al panorama mayor de
la teología de la historia de estos últimos tiempos nos hablan de que la medida
ha sido colmada y, como diría el conde José de Maistre, en las Veladas de San
Petersburgo, refiriéndose a la imposibilidad de que el hombre pueda permanecer
en un estado de anomia y desacralización:
«Debemos
aprestarnos para un acontecimiento inmenso en el orden divino, hacia el cual
marchamos con una tan acelerada velocidad que sorprenderá a todos los
observadores. Temibles oráculos ya anuncian que los tiempos han llegado».
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