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domingo, 5 de abril de 2020

LA PASION DE NUESTRO SEÑOR.


Domingo de Ramos el inicio del cumplimiento de la profecía ...
DEL DOMINGO DE RAMOS AL MIERCOLES SANTO
Al día siguiente, domingo, salió el Salvador de Betania y fue a Jerusalén, donde se le tributó aquel solemne recibimiento de los ramos, y se le aclamó como hijo de David. Toda la gente “iba diciendo cómo resucitó a Lázaro cuando estaba en la sepultura, y ésta fue la razón por la que salieron a recibirle”. Cerca ya de Jerusalén, “al ver la ciudad, lloró sobre ella”, y anunció la destrucción que iba a sufrir como castigo, por no saber a tiempo lo que de verdad le hubiera traído la paz. Con el alboroto y ruido de esta entrada solemne del Señor “toda la ciudad se puso en pie”;   y   se  preguntaban   unos   a  otros:   “¿Quién  es   éste?”.   Jesús,   que  había  sido aclamado como rey, entró en el Templo y, como Rey de Misericordia, “curó a todos los ciegos y cojos que allí estaban”. También esto fue un nuevo motivo de disgusto e indignación por parte de sacerdotes y escribas: le acusaban de que permitiera a los niños vitorearle como hijo de David, de que no hiciera callar a los que creían en Él y le llamaban rey de Israel. El Salvador no les hizo caso; les dijo que, aunque callaran los hombres, “las mismas piedras hablarían”. El Señor oía complacido las voces de los niños porque “de su boca saca Dios las alabanzas”. Después de toda esta fiesta, “como era ya tarde, mirándolos a todos” y no habiendo nadie que le invitase a cenar ni a dormir, se volvió con sus discípulos a Betania aquella noche
Al   día   siguiente,   lunes,   salió   el   Señor   de   Betania   por   la   mañana   para   volver   a Jerusalén. “Sintió hambre”, y vio a lo lejos una higuera junto al camino, toda verde y llena de hojas; se acercó “por si veía algo que comer” y no encontró más que hojas. Entonces maldijo a la higuera: “Que nunca más des fruto y nadie coma ya de ti” y los discípulos lo oyeron. Llegó a la Ciudad, entró en el Templo, y “echó de allí a los que vendían   y   compraban,   y   tiró   las   mesas   de   los   cambistas   y   los   puestos   de   los vendedores de palomas”, e impidió con gran energía “que cruzase nadie con ninguna cosa por el Templo”. No pudieron vencer la fuerza y majestad con que había actuado, pero redoblaron su odio contra Él y “buscaban el modo de quitarle la vida porque estaban asustados de que tanta gente del pueblo le siguiera, y escuchara su doctrina con admiración”. “Al hacerse tarde, salió de la Ciudad y fue al Monte de los Olivos”, como solía hacer por las noches. Luego fue a Betania, que está en la falda de este monte. * * *  “Al día siguiente por la mañana”, martes, volvió a la  Ciudad. Pasó por el mismo camino de antes, y los discípulos vieron que la higuera maldita se había secado. El Señor no maldijo la higuera en un momento de ira ni tampoco lo hizo como castigo, “porque no era tiempo de higos”; el Señor lo hizo simbolizando con eso a la sinagoga judía,   llena   de   verdes   hojas   de   apariencias   y   ceremonias,   pero   sin   el   fruto   que esperaba de ella el que la plantó; y era tiempo ya, y tenía obligación de llevar fruto, por eso quedó maldita y seca para no dar fruto nunca jamás. Llegó al Templo y le rodearon los escribas, fariseos, sacerdotes y ancianos. Le hicieron preguntas y les respondió; lo que había ocurrido con la higuera se lo aplicó a ellos, y les dio a entender que iban a ser maldecidos por Dios. Luego: con mucha claridad, les reprendió duramente  por  sus  abusos  y  pecados.  Y  se  despidió  de  ellos  con  unas palabras muy tristes: “Vuestra casa quedará desierta”, que es lo mismo que decir: vuestro Templo se quedará muy pronto sin morador, porque Dios se irá de él, y, como toda casa abandonada y vacía, se vendrá abajo. “Os digo de verdad, que no me veréis ya más hasta que digáis: Bendito sea el que viene en nombre del Señor”: les emplazó para el último día del juicio, donde, por grado o por fuerza, todos reconocerán la divinidad de Jesucristo. Después los dejó y se fue del Templo. Era el martes por la tarde. Quizá  saliera  del  Templo  indignado  ante  la dureza  de la  gente  de  su  pueblo;  los discípulos, que habían estado presentes y oído todo, “se acercaron” suavemente al Señor y “le enseñaban” e indicaban que mirase el imponente edificio del Templo y su riqueza. El Salvador les respondió otra vez que sería destruido, “y no quedará ni una piedra sobre otra”. Siguieron caminando y, “sentados en el Monte de los Olivos”, de cara a la Ciudad y al Templo, “le volvieron a preguntar sobre el tiempo en que todo eso iba a suceder, y también por las señales de su última venida”. El Salvador les habló del juicio final y de los signos anunciadores de aquel día. Terminó su explicación diciendo: “Dentro de dos días” me matarán en la cruz. * * *
Parece que al día siguiente,  miércoles, el Señor se  quedó en  Betania todo el día, porque no se sabe que volviese a Jerusalén hasta el jueves en que fue a celebrar la Pascua. Aquella noche en Betania ocurrió una cosa que acabó por perder a Judas. Prepararon un banquete “a Jesús; Lázaro era uno de los invitados que se sentaron a la mesa”, sin duda para dar un más claro testimonio del milagro, y honrar así al Señor. “Había venido mucha gente de Jerusalén, no sólo por ver a Jesús, sino también para ver a
Lázaro”. Las dos hermanas de Lázaro, Marta y María, fueron también al banquete, y cada una demostraba a su manera lo agradecidas que estaban al Señor. Marta, aunque estuviera en casa ajena, en casa de Simón el leproso, quiso servir la cena ella misma, y traía la comida y servía los platos; y, llena de alegría, se ocupaba de servir al Señor. María guardaba un frasco de perfume “muy bueno, y de mucho precio” porque “era de nardo auténtico”; y no era una cantidad pequeña, sino “una libra” entera. Aquello le pareció a Judas un despilfarro intolerable. Pero a María todo lo que fuera para el Señor le parecía poco; así que: entró en el comedor, “perfumó los pies de Jesús y se los secó con sus cabellos”. Es de suponer que también le besaría los pies. Después se levantó y, como si quisiera demostrar la grandeza de su amor y lo poco que le importaba gastar su perfume, “quebró el frasco, que era de alabastro, y lo derramó todo sobre la cabeza de Jesús, y toda la casa se llenó de olor del perfume”. Jesús lo agradeció mucho a María, por el amor que le demostraba y también por hacerlo tan oportunamente: estaba tan cercana la muerte del Salvador que esa unción casi pudo servir para su sepultura, como era costumbre enterrar entre los judíos. El Señor  quiso  dar   a  entender   esto  al  defender tan  cortésmente  a  María:  “¿Por  qué molestáis a esta mujer?” con vuestras murmuraciones. “Está muy bien lo que ha hecho conmigo: se ha adelantado a ungir mi cuerpo para la sepultura. Y os digo que en cualquier parte del mundo en que se predique este Evangelio, se hablará también de lo que  ella ha hecho, en recuerdo suyo”. Judas,  a  pesar  de  haber  motivos más  que  suficientes  para   alabar a   María y  para alegrarse de que hubiera honrado así al Maestro, no pudo soportar que se echase a perder un perfume tan caro, y dijo que con lo que valía podían haber resuelto las necesidades de muchos pobres. Pero en realidad decía esto no porque “le importaran los pobres, sino porque era ladrón y, como llevaba la bolsa, hurtaba de lo que echaba en ella”; por eso hubiera preferido que el dinero que valía el perfume se echara en su bolsa. Lo que hace el mal ejemplo: los apóstoles  también murmuraron, no con la misma malicia que Judas, pero sí movidos por las aparentes razones que él dio en favor de los pobres. Suele suceder así: por ignorancia muchas veces se defiende la maldad. Judas estaba ya en contra del Salvador y de la doctrina que predicaba. Parece -como hemos visto- que la perdición de este hombre empezó por la codicia; llevaba él la bolsa del dinero que  daban al Salvador  y, como “era ladrón..., hurtaba de lo que echaba en ella” para sus gastos personales. Al acostumbrarse a esa situación, poco a poco llegó hasta odiar a Jesús, que enseñaba el amor a la pobreza y condenaba la codicia. Endureció su corazón de tal manera que culpaba al Señor de su propia inquietud y malestar, murmurando de Él y censurando todo lo que hacía en vez de reconocerse a sí mismo  culpable;  hasta  que  por  fin, dejó de creer  en  Él: calificaba  su doctrina   de embuste y mentira; y a sus milagros, de hechicerías; y hacía daño a los demás con sus palabras y su mal ejemplo. En aquella predicación en que Jesucristo prometió dar a comer su Cuerpo y a beber su Sangre, Judas debió de ser, es probable que lo fuera, uno de los principales murmuradores: “Es demasiado duro este discurso, ¿quién es capaz de seguir escuchándolo?”. Debió de ser el cabecilla de aquel revuelo, motivo por el que muchos discípulos se volvieron atrás y abandonaron la doctrina del Salvador; porque, entre otras cosas,  Jesús había  dicho en ese  discurso: “Hay  algunos  entre vosotros que no me creen”; y afirma el evangelista San Juan que el Salvador dijo esto porque “sabía desde el principio quiénes eran los que no creían, y quién era el que le había de traicionar”. Sin embargo, Judas se quedó disimulado, por decirlo así, entre los apóstoles. El Señor sabía bien que Judas era tan desleal y tan incrédulo como los que le habían abandonado, pero a pesar de eso, y para no humillarle delante de los otros, preguntó a los doce: “¿Es que os queréis ir vosotros también?” Y Pedro, que pensaba que los demás eran tan nobles como él, respondió por todos: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Tus palabras son vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de   Dios”   Y   el   Salvador,   al   responder,   dio   otra   oportunidad   a   Judas   para   que   se arrepintiera:   “¿No   os   elegí   Yo   a   los   doce?   Sin   embargo,   uno   de   vosotros   es   un demonio” Y a este demonio tuvo que sufrir el Salvador mucho tiempo todavía, y lo hizo con paciencia y cariño, y mantuvo el secreto de su traición hasta que, de hecho, le entregó.

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