DEL DOMINGO DE RAMOS AL MIERCOLES SANTO
Al día
siguiente, domingo, salió el Salvador de Betania y fue a Jerusalén, donde se le
tributó aquel solemne recibimiento de los ramos, y se le aclamó como hijo de
David. Toda la gente “iba diciendo cómo resucitó a Lázaro cuando estaba en la
sepultura, y ésta fue la razón por la que salieron a recibirle”. Cerca ya de
Jerusalén, “al ver la ciudad, lloró sobre ella”, y anunció la destrucción que
iba a sufrir como castigo, por no saber a tiempo lo que de verdad le hubiera
traído la paz. Con el alboroto y ruido de esta entrada solemne del Señor “toda
la ciudad se puso en pie”; y se
preguntaban unos a
otros: “¿Quién es
éste?”. Jesús, que
había sido aclamado como rey,
entró en el Templo y, como Rey de Misericordia, “curó a todos los ciegos y cojos
que allí estaban”. También esto fue un nuevo motivo de disgusto e indignación
por parte de sacerdotes y escribas: le acusaban de que permitiera a los niños
vitorearle como hijo de David, de que no hiciera callar a los que creían en Él
y le llamaban rey de Israel. El Salvador no les hizo caso; les dijo que, aunque
callaran los hombres, “las mismas piedras hablarían”. El Señor oía complacido
las voces de los niños porque “de su boca saca Dios las alabanzas”. Después de
toda esta fiesta, “como era ya tarde, mirándolos a todos” y no habiendo nadie
que le invitase a cenar ni a dormir, se volvió con sus discípulos a Betania
aquella noche
Al día
siguiente, lunes, salió
el Señor de
Betania por la
mañana para volver
a Jerusalén. “Sintió hambre”, y vio a lo lejos una higuera junto al
camino, toda verde y llena de hojas; se acercó “por si veía algo que comer” y
no encontró más que hojas. Entonces maldijo a la higuera: “Que nunca más des
fruto y nadie coma ya de ti” y los discípulos lo oyeron. Llegó a la Ciudad,
entró en el Templo, y “echó de allí a los que vendían y
compraban, y tiró
las mesas de
los cambistas y
los puestos de
los vendedores de palomas”, e impidió con gran energía “que cruzase
nadie con ninguna cosa por el Templo”. No pudieron vencer la fuerza y majestad
con que había actuado, pero redoblaron su odio contra Él y “buscaban el modo de
quitarle la vida porque estaban asustados de que tanta gente del pueblo le
siguiera, y escuchara su doctrina con admiración”. “Al hacerse tarde, salió de
la Ciudad y fue al Monte de los Olivos”, como solía hacer por las noches. Luego
fue a Betania, que está en la falda de este monte. * * * “Al día siguiente por la mañana”, martes,
volvió a la Ciudad. Pasó por el mismo
camino de antes, y los discípulos vieron que la higuera maldita se había
secado. El Señor no maldijo la higuera en un momento de ira ni tampoco lo hizo
como castigo, “porque no era tiempo de higos”; el Señor lo hizo simbolizando
con eso a la sinagoga judía, llena de
verdes hojas de
apariencias y ceremonias,
pero sin el
fruto que esperaba de ella el
que la plantó; y era tiempo ya, y tenía obligación de llevar fruto, por eso
quedó maldita y seca para no dar fruto nunca jamás. Llegó al Templo y le
rodearon los escribas, fariseos, sacerdotes y ancianos. Le hicieron preguntas y
les respondió; lo que había ocurrido con la higuera se lo aplicó a ellos, y les
dio a entender que iban a ser maldecidos por Dios. Luego: con mucha claridad, les
reprendió duramente por sus
abusos y pecados.
Y se despidió
de ellos con
unas palabras muy tristes: “Vuestra casa quedará desierta”, que es lo
mismo que decir: vuestro Templo se quedará muy pronto sin morador, porque Dios
se irá de él, y, como toda casa abandonada y vacía, se vendrá abajo. “Os digo
de verdad, que no me veréis ya más hasta que digáis: Bendito sea el que viene
en nombre del Señor”: les emplazó para el último día del juicio, donde, por
grado o por fuerza, todos reconocerán la divinidad de Jesucristo. Después los
dejó y se fue del Templo. Era el martes por la tarde. Quizá saliera
del Templo indignado
ante la dureza de la
gente de su
pueblo; los discípulos, que
habían estado presentes y oído todo, “se acercaron” suavemente al Señor y “le
enseñaban” e indicaban que mirase el imponente edificio del Templo y su
riqueza. El Salvador les respondió otra vez que sería destruido, “y no quedará
ni una piedra sobre otra”. Siguieron caminando y, “sentados en el Monte de los
Olivos”, de cara a la Ciudad y al Templo, “le volvieron a preguntar sobre el
tiempo en que todo eso iba a suceder, y también por las señales de su última
venida”. El Salvador les habló del juicio final y de los signos anunciadores de
aquel día. Terminó su explicación diciendo: “Dentro de dos días” me matarán en
la cruz. * * *
Parece
que al día siguiente, miércoles, el
Señor se quedó en Betania todo el día, porque no se sabe que
volviese a Jerusalén hasta el jueves en que fue a celebrar la Pascua. Aquella
noche en Betania ocurrió una cosa que acabó por perder a Judas. Prepararon un
banquete “a Jesús; Lázaro era uno de los invitados que se sentaron a la mesa”,
sin duda para dar un más claro testimonio del milagro, y honrar así al Señor.
“Había venido mucha gente de Jerusalén, no sólo por ver a Jesús, sino también
para ver a
Lázaro”.
Las dos hermanas de Lázaro, Marta y María, fueron también al banquete, y cada
una demostraba a su manera lo agradecidas que estaban al Señor. Marta, aunque
estuviera en casa ajena, en casa de Simón el leproso, quiso servir la cena ella
misma, y traía la comida y servía los platos; y, llena de alegría, se ocupaba
de servir al Señor. María guardaba un frasco de perfume “muy bueno, y de mucho
precio” porque “era de nardo auténtico”; y no era una cantidad pequeña, sino
“una libra” entera. Aquello le pareció a Judas un despilfarro intolerable. Pero
a María todo lo que fuera para el Señor le parecía poco; así que: entró en el
comedor, “perfumó los pies de Jesús y se los secó con sus cabellos”. Es de
suponer que también le besaría los pies. Después se levantó y, como si quisiera
demostrar la grandeza de su amor y lo poco que le importaba gastar su perfume,
“quebró el frasco, que era de alabastro, y lo derramó todo sobre la cabeza de
Jesús, y toda la casa se llenó de olor del perfume”. Jesús lo agradeció mucho a
María, por el amor que le demostraba y también por hacerlo tan oportunamente:
estaba tan cercana la muerte del Salvador que esa unción casi pudo servir para
su sepultura, como era costumbre enterrar entre los judíos. El Señor quiso
dar a entender
esto al defender tan
cortésmente a María:
“¿Por qué molestáis a esta
mujer?” con vuestras murmuraciones. “Está muy bien lo que ha hecho conmigo: se
ha adelantado a ungir mi cuerpo para la sepultura. Y os digo que en cualquier
parte del mundo en que se predique este Evangelio, se hablará también de lo
que ella ha hecho, en recuerdo suyo”.
Judas, a
pesar de haber
motivos más que suficientes
para alabar a María y
para alegrarse de que hubiera honrado así al Maestro, no pudo soportar
que se echase a perder un perfume tan caro, y dijo que con lo que valía podían
haber resuelto las necesidades de muchos pobres. Pero en realidad decía esto no
porque “le importaran los pobres, sino porque era ladrón y, como llevaba la
bolsa, hurtaba de lo que echaba en ella”; por eso hubiera preferido que el
dinero que valía el perfume se echara en su bolsa. Lo que hace el mal ejemplo:
los apóstoles también murmuraron, no con
la misma malicia que Judas, pero sí movidos por las aparentes razones que él
dio en favor de los pobres. Suele suceder así: por ignorancia muchas veces se
defiende la maldad. Judas estaba ya en contra del Salvador y de la doctrina que
predicaba. Parece -como hemos visto- que la perdición de este hombre empezó por
la codicia; llevaba él la bolsa del dinero que
daban al Salvador y, como “era
ladrón..., hurtaba de lo que echaba en ella” para sus gastos personales. Al
acostumbrarse a esa situación, poco a poco llegó hasta odiar a Jesús, que
enseñaba el amor a la pobreza y condenaba la codicia. Endureció su corazón de
tal manera que culpaba al Señor de su propia inquietud y malestar, murmurando
de Él y censurando todo lo que hacía en vez de reconocerse a sí mismo culpable;
hasta que por
fin, dejó de creer en Él: calificaba su doctrina
de embuste y mentira; y a sus milagros, de hechicerías; y hacía daño a
los demás con sus palabras y su mal ejemplo. En aquella predicación en que
Jesucristo prometió dar a comer su Cuerpo y a beber su Sangre, Judas debió de
ser, es probable que lo fuera, uno de los principales murmuradores: “Es
demasiado duro este discurso, ¿quién es capaz de seguir escuchándolo?”. Debió
de ser el cabecilla de aquel revuelo, motivo por el que muchos discípulos se
volvieron atrás y abandonaron la doctrina del Salvador; porque, entre otras
cosas, Jesús había dicho en ese
discurso: “Hay algunos entre vosotros que no me creen”; y afirma el
evangelista San Juan que el Salvador dijo esto porque “sabía desde el principio
quiénes eran los que no creían, y quién era el que le había de traicionar”. Sin
embargo, Judas se quedó disimulado, por decirlo así, entre los apóstoles. El
Señor sabía bien que Judas era tan desleal y tan incrédulo como los que le
habían abandonado, pero a pesar de eso, y para no humillarle delante de los
otros, preguntó a los doce: “¿Es que os queréis ir vosotros también?” Y Pedro,
que pensaba que los demás eran tan nobles como él, respondió por todos: “Señor,
¿a quién vamos a ir? Tus palabras son vida eterna, y nosotros creemos y sabemos
que Tú eres el Santo de Dios” Y
el Salvador, al
responder, dio otra
oportunidad a Judas
para que se arrepintiera: “¿No
os elegí Yo
a los doce?
Sin embargo, uno
de vosotros es
un demonio” Y a este demonio tuvo que sufrir el Salvador mucho tiempo
todavía, y lo hizo con paciencia y cariño, y mantuvo el secreto de su traición
hasta que, de hecho, le entregó.
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