El
Salvador llega a Jerusalén para celebrar la Pascua
Después,
llegó el Señor “con los otros discípulos” a Jerusalén y fue a casa de su amigo,
que le
estaba esperando. Encontraron
todo preparado: el
cordero, las lechugas amargas, los panes
sin levadura, los bastones y las
demás cosas necesarias
para celebrar la Pascua [1]. A la hora indicada inició el Señor la
ceremonia: sacrificaron el cordero, rociaron con su sangre el umbral de la casa, y lo asaron al fuego; luego el Señor
se calzó, se ciñó el vestido, tomó el bastón y se puso en pie junto a la mesa,
y los apóstoles hicieron lo mismo: después comieron el cordero con pan sin
levadura y lechuga amarga, de pie y de prisa, como quien está de paso. Los
judíos hacían todo esto en recuerdo de su liberación y salida de Egipto, y era
también como una figura o símbolo de la liberación del pecado que habíamos de
conseguir gracias a la sangre derramada
por Jesucristo Nuestro
Salvador, en aquel
momento, y con
una gran entereza, estaba
comenzando su Pasión. Terminada la ceremonia, dejaron los bastones y se
sentaron a la mesa para la cena ordinaria. Mientras comían, el Salvador, con
toda su ternura, puso de manifiesto el tremendo amor que sentía por sus
apóstoles, diciéndoles cuánto había deseado cenar con ellos antes de morir. “He
deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros antes de padecer”. El
misterio que iba a suceder en aquella cena era tan grande, que necesitaba para
realizarse del infinito deseo del Hijo de Dios. Les dijo también que aquélla
era su última cena, y que ya no cenaría más con ellos hasta que se viesen
juntos en el Banquete del Cielo, donde todo deseo se cumple. “Vosotros habéis
estado conmigo y no me habéis abandonado en los momentos de prueba”, por eso
estaréis también conmigo cuando yo triunfe: “Yo dispongo que mi reino sea para
vosotros, como mi Padre ha dispuesto que su reino sea para Mí, para que os
sentéis conmigo a mi mesa y comáis y bebáis; y luego os sentaré sobre tronos
como jueces de las doce tribus de Israel”. Esto decía el Salvador a sus amigos,
consolándoles, porque quedaban huérfanos, y les prometía una gran herencia para
después de su muerte. Judas estaba entre
ellos disimulando su traición.
Y el Salvador, con
su inimitable misericordia, comía
a la mesa y en el mismo plato con un hombre de quien sabía que trataba de
venderle, y que había señalado ya el precio, y que no pensaba en otra cosa sino
en encontrar la ocasión oportuna para entregarle. El Señor, para hacerle ver
que sabía su secreto, que iba a morir voluntariamente, y para ablandar su
corazón, se quejó: “Ciertamente os digo que uno de vosotros me va a
traicionar”. Al oír esto, todos se entristecieron, y
se miraban unos a
otros asustados; y
examinaban su propia conciencia por ver si había en ella
algún rastro de esa traición. Aunque su conciencia no les acusara, por temor y
para tranquilizarse a sí mismo y a los demás, cada uno preguntaba con humildad:
“Señor, ¿soy acaso yo? “Siguieron cenando: estaban trece a la mesa y, es
probable, mojarían el pan tres y hasta cuatro personas en un mismo plato. Los
apóstoles insistían al Señor para que dijese quién era el traidor, y les
librase así de la sospecha de los demás y de su propio temor. Pero el Salvador
quería salvar a Judas, y no descubrió del todo el secreto, no fuera a ocurrir
que el odio de sus compañeros terminara de hundirle del todo. Jesús, al
contrario, recalcó más la amistad, que despreciaba Judas con su traición: “De
verdad os digo que el que me ha de vender” no sólo está a la mesa conmigo, sino
que “moja en pan en mí mismo plato. “El Hijo del Hombre sigue su camino” hacia
la cruz; pero va porque quiere, y por obedecer a su Padre, y para salvar a los
hombres; “así está escrito; pero ¡desdichado del que entrega al Hijo del
Hombre!”; ahora se cree que triunfa y
que va a ganar amigos
y dinero, pero en realidad va
hacia el tormento eterno, tan
grande, que “más le valiera no haber nacido”...Judas, al verse descubierto, y
que la señal de mojar en el plato iba por él, con tan poca vergüenza en
la cara como
poco era el
temor de Dios
que tenía en
el corazón, preguntó: “¿Soy yo
acaso, Señor?” Y el Salvador, en voz baja, para que los demás no lo oyeran,
respondió: “Tú lo has “dicho, que según el modo de hablar de los hebreos es lo
mismo que decir: Sí.
El
Salvador lava los pies a sus apóstoles Era la
noche del jueves, “antes del día solemne de la Pascua. Sabía Jesús que había
llegado su hora”, que aquel era el día en que, al morir, “había de pasar de
este mundo a su Padre, y aunque siempre había tenido mucho amor a los suyos,
que estaban en este mundo, al final de su vida les dio mayores muestras de este
amor”. Una vez terminada la cena,
Judas ya decidido a
venderle, El, Hijo Único de Dios, lleno de ternura y amor hacia los suyos, se levantó
de la mesa, se quitó la túnica, se ciñó una toalla, y echó agua en un lebrillo,
se arrodilló, y se dispuso a lavar los pies a sus discípulos. Al hacer esto, no
sólo dio un gran ejemplo de humildad, sino de amor. El amor nunca tiene en poco
ningún trabajo por bajo que sea. Y esto hizo el Señor, “se humilló y tomó el
aspecto de un siervo”; y no tuvo asco, nada más comer, de limpiar los pies
sucios de los apóstoles Aquel que tuvo amor al lavar con su sangre nuestros
pecados. Empezó por Pedro, al que solía dar el primer lugar como cabeza de los
apóstoles. Es así como debe empezar la limpieza y reforma de las costumbres:
por los que hacen cabeza. Pero Pedro, al ver una cosa tan nueva e insólita, se
negó con su vehemencia acostumbrada: “¡Señor, ¿lavarme Tú a mí los pies?!” Esto
es más para pensar que para explicarlo, dice San Agustín: “Tú... a mí” ¿Quién
es ese “Tú”; quién, ese “a mí”? El Señor insistió, pues aunque la negativa de
Pedro nacía sin duda de respeto hacia su Maestro, también era debida a
ignorancia: no conocía los fines que pretendía el Señor, no se daba cuenta que
quería expresar con ello la necesidad de limpieza interior antes de recibir el
Cuerpo y la Sangre que poco después les iba a dar. No es posible alcanzar la
limpieza de las propias culpas si El mismo no las lava con su propia Sangre.
Todo esto quería enseñar el Salvador a Pedro, que no veía más que lo de fuera;
por eso Jesús respondió: “Lo que yo hago no lo entiendes ahora”. Tengo razones
suficientes para hacerlo, si
las supieras no
intentarías impedírmelo; pero
como ahora no las sabes, te opones: déjame ahora
lavarte los pies como Yo quiero, que “a su tiempo lo entenderás”. Pedro siguió
negándose en su testadurez, quizá pensaba que la única razón que el Señor decía
era por darles ejemplo
de humildad, y él
no podía consentir
que se humillase a sus pies; de
ahí que le respondiera enérgicamente: “¡No me lavarás los pies ni ahora ni a su
tiempo ni nunca! “Ante la testarudez de Pedro, que no se quería dejar lavar los
pies por Aquel que iba a lavar todos sus pecados, le contestó con la misma energía: “¡Si Yo no te lavo no tendrás parte
en mi herencia!” No intentes, Pedro, impedir que quite los pecados a los
hombres porque no lo puede hacer otro sino Yo, que “he venido al mundo a servir
y no a ser servido, y a dar mi vida como rescate por todos los hombres”; y no
exageres tu cortesía y educación hasta el punto de hacerte daño a ti mismo
porque, si no te lavo Yo, puedes despedirte de mi amistad, y serás para mí como
quien no tiene nada que ver conmigo. Entonces se vio que la negativa de Pedro
no nacía sino de respeto y de humildad: al entender lo mucho que le importaba
dejarse lavar, se ofreció a que le lavase “no sólo los pies, sino las manos
también, y la cabeza”. El Salvador le dijo: “El que se ha bañado no tiene necesidad
de lavarse más que los pies, que en todo lo demás está ya limpio”. Esto suele
suceder cuando uno sale del baño se ensucia un poco los pies, y se los tiene
que volver a limpiar. Cuando uno está limpio de pecados mortales, puede ser que
se ensucie un poco con pecados veniales, y es conveniente que se lave, y es
necesario que cada vez se purifique más para recibir el Cuerpo y la Sangre de
Cristo. El Señor tenía clavada en el corazón la pérdida de Judas, y no dejó
escapar esta nueva ocasión; así que, para demostrarle su sentimiento, para
moverle a que se arrepintiera, como de paso, añadió: “Vosotros estáis limpios,
pero no todos”. Porque como sabía quién le había de entregar, por eso dijo: “No
todos estáis limpios”. Luego, todos se dejaron lavar los pies, y ninguno se
atrevió a poner la más mínima resistencia después de oír lo que el Señor había
respondido a Pedro. Ya que el Salvador dijo que hiciésemos con nuestros
hermanos lo que Él había hecho con nosotros, debemos estar muy atentos a lo que
El hizo para saber lo que debemos nosotros hacer.
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