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miércoles, 25 de marzo de 2020

LA PASION DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO. PADRE LA PALMA

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Creo conveniente volver a los textos de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo de la mano de un gran mixtico español como lo es el Padre la Palma. Podrían decirme, ¿porque no por Catalina de Emerik u otras videntes actuales? De mucho peso es un sacerdote en su narrativa sobre la Pasión que un seglar, por otro lado fue un hombre de profunda oración al grado de ser un místico y con el hecho de decir mixtico queda todo dicho ya que es el mayor grado de santidad a la cual puede aspirar un alma acá en la tierra.
Mi exposición será en forma de meditaciones con el fin de quien esto lee al ir recorriendo los renglones de estas meditaciones los rumie en su alma con el fin de imprimir profundamente en su cerrazón “Los vivos sentimientos de la pasión de nuestro divino Salvador   

MEDITACION PRIMERA

PREÁMBULODESPUÉS DE LA RESURRECCIÓN DE LÁZARO La Pasión y Muerte con que nuestro Rey y Salvador Jesucristo dio fin a su vida y predicación en el mundo es la cosa más alta y divina que ha sucedido jamás desde la creación. Vivió, padeció y murió para redimir a los hombres de sus pecados y darles la gracia y la salvación eterna. Por cualquier parte que se mire es así, por parte de la persona que padece o mirando la razón por la que sufre es tan grande el misterio que nada igual puede ya suceder hasta el fin del mundo. Para mayor claridad, me parece conveniente exponer antes de un modo breve el motivo por el que los pontífices y fariseos determinaron en consejo dar una muerte tan humillante a un Señor que, aunque no se quisiera ver lo demás, fue, innegablemente, un gran profeta y un gran bienhechor de su pueblo. Fue tan evidente y se divulgó de tal modo el milagro de la resurrección de Lázaro, fue tanta   su   luz,   que   aquellos   judíos   acabaron   por   volverse   ciegos   del   todo.   Aunque “muchos creyeron”, otros, movidos por la envidia, fueron a Jerusalén para contar y murmurar de lo que en Betania había sucedido. Por este motivo “se reunieron los pontífices   y   fariseos   en  consejo”,   y   decidieron poner   fin   a   la actuación   del   Señor porque, de no hacerlo así, “todos creerían en Él”, y decidieron poner fin a la actuación del Señor porque, de no hacerlo así, “todos creerían en Él”, y los romanos podrían pensar   que   el   pueblo   se   amotinaba   y   se   rebelaba   contra   ellos   y,   en   represalia, “destruirían el Templo y la ciudad”. Con  este  miedo, o  quizá disimulando   su   envidia y  su odio  hacia   Jesús con  falsas razones de interés público, no encontraron otro camino para atajar aquellos milagros que acabar con Él y, así, decidieron dar muerte al Salvador. El Espíritu Santo movió a Caifás,   por   respeto  a  su   oficio  y dignidad   de  sumo  sacerdote,   quien   promulgó la resolución a la que había llegado el Consejo: “Es conveniente que muera un hombre solo para que no sea aniquilada toda la nación”. “Y este dictamen no lo dio él por cuenta propia, sino que, como era pontífice aquel año, profetizó que Cristo nuestro Señor había de morir por su pueblo: y no solamente por el pueblo judío, sino también por reunir a las ovejas que estaban disgregadas” y llamar a la fe a los que estaban destinados a ser “hijos de Dios”. Desde este día estuvieron ya decididos a matarle; y como   si   fuera   un   enemigo   público,   hicieron   un   llamamiento   general   diciendo   que “todos los que sepan dónde está lo digan, para que sea encarcelado” y se ejecute la sentencia. Queda bien patente la maldad de estos llamados jueces, porque primero dieron la sentencia, y sólo después hicieron el proceso. Dieron la sentencia de muerte en este Consejo  y   el   acusado  estaba ausente,   no   le   tomaron  declaración  ni le  oyeron   en descargo del delito que se le imputaba; y es que solamente les movía la envidia por los milagros que el Señor hacía, y el miedo a perder su posición económica y su poder político y religioso. Después, en el proceso, aunque hubo acusadores y testigos, y le preguntaron sobre “sus discípulos y su doctrina”, todo fue un simulacro y una comedia: forzaron las cosas de tal modo que  coincidieran con la  sentencia tomada de  antemano. Así suelen  ser muchas veces nuestras decisiones: nacen de una intención torcida, y luego intentamos acomodar la razón para que coincida con ella. Al saber el Salvador esta sentencia y el tipo de orden de encarcelamiento que los pontífices  dieron contra   El  para  que  cualquiera tuviera  obligación  de  acusarle,   “se escondió, por la parte cercana al desierto, en una ciudad llamada Efrén, y allí se estuvo con los discípulos”. Quiso dar tiempo a que llegara el día señalado por su Padre Eterno: con esto nos dio también ejemplo a nosotros de que es necesario prepararse antes de morir. Estos días  el Salvador pensaría en su muerte, ya tan cercana para El. Sus discípulos se entristecerían, y Él les hablaría del cielo y  les animaría a tener fe. Llegó el día señalado, y el Señor salió del desierto y de Efrén hacia la Ciudad Santa, para padecer y morir en ella. Y caminaba con tanta prisa y decisión que llevaba a todos la   delantera,   de   modo   que   los   mismos   discípulos   “estaban   admirados”   de   su comportamiento, porque ellos tenían miedo. Durante el viaje reunió a los doce y, en privado y a solas, les hizo saber las injurias, la tortura y la muerte que les esperaba en Jerusalén. Poco después escuchó la petición de la madre de los hijos de Zebedeo, que pretendía para ellos los dos mejores puestos en el reino de Dios. Siguieron caminando y, al llegar a Jericó, dio la vista a un ciego que se lo pedía a gritos. Entraron en la ciudad y fue a hospedarse a casa de Zaqueo, invitándose Él mismo; se dio a conocer a aquel hombre que tanto deseaba conocerle y convidarle, y, con su presencia, “trajo la salvación a toda aquella casa”, pues Zaqueo, pecador y jefe de publicanos, se convirtió. Al salir de Jericó le seguía mucha gente y, como de paso, sanó   a   otros   dos  ciegos  que  desde   el  borde   del   camino,   al  oír   que   pasaba,   le suplicaban a gritos que se compadeciese de ellos. Mientras iba a padecer y a morir, por   cualquier   lugar   donde   pasara   hacía   favores,   se   compadecía   de   todos,   dejaba señales y huellas de quien era. Terminado su viaje,  llegó a Betania “seis días antes de la Pascua”. El  Señor solía hospedarse habitualmente en este pueblo, donde tenía muchos conocidos y amigos; por otra parte, como era tan reciente el milagro de la resurrección de Lázaro, todos deseaban convidarle y agradecérselo; pero era sábado.


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