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jueves, 6 de febrero de 2020

EL MODERNISMO ES UN CANCER MALIGNO DENTRO DE LA IGLESIA, ENC. PASCENDI GREGIS


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9. No hemos visto hasta aquí, venerables hermanos, que den cabida alguna a la inteligencia; pero, según la doctrina de los modernistas, tiene también su parte en el acto de fe, y así conviene notar de qué modo.
En aquel sentimiento, dicen, del que repetidas veces hemos hablado, porque es sentimiento y no conocimiento, (el alma humana tiene dos movimientos o acciones que son la inteligencia (dedicada al conocimiento objetivo de las cosas que la rodean entre otras funciones) y la voluntad; decir que el sentimiento corresponde a la parte intelectual del hombre es como afirmar que el círculo es cuadrado. Luego al no formar parte de esta lo será de la voluntad cuya función es es la facultad que permite al ser humano gobernar sus actos, decidir con libertad y optar por un tipo de conducta determinado).  Dios, ciertamente, se presenta al hombre como objeto de la inteligencia o conocimiento y no como sujeto; pero, como es sentimiento de la voluntad y no conocimiento (Dios Nuestro Señor, en su sabiduría divina doto al alma humana de inteligencia y voluntad las dos se complementan muy bien pues la inteligencia como son los ojos del cuerpo que es la voluntad), se presenta tan confusa e implicadamente que apenas o de ningún modo se distingue del sujeto que cree. Es preciso, pues, que el sentimiento se ilumine con alguna luz para que así Dios resalte y se distinga. Esto pertenece a la inteligencia, cuyo oficio propio es el pensar y analizar, y que sirve al hombre para traducir, primero en representaciones y después en palabras, los fenómenos vitales que en él se producen. De aquí la expresión tan vulgar ya entre los modernistas: «el hombre religioso debe pensar su fe».
La inteligencia, pues, superponiéndose a tal sentimiento, se inclina hacia él, y trabaja sobre él como un pintor que, en un cuadro viejo, vuelve a señalar y a hacer que resalten las líneas del antiguo dibujo: casi de este modo lo explica uno de los maestros modernistas. En este proceso la mente obra de dos modos: primero, con un acto natural y espontáneo traduce las cosas en una aserción simple y vulgar; después, refleja y profundamente, o como dicen, elaborando el pensamiento, interpreta lo pensado con sentencias secundarias, derivadas de aquella primera fórmula tan sencilla, pero ya más limadas y más precisas. Estas fórmulas secundarias, una vez sancionadas por el magisterio supremo de la Iglesia, formarán el dogma.
10. Ya hemos llegado en la doctrina modernista a uno de los puntos principales, al origen y naturaleza del dogma. Este, según ellos, tiene su origen en aquellas primitivas fórmulas simples que son necesarias en cierto modo a la fe, porque la revelación, para existir, supone en la conciencia alguna noticia manifiesta de Dios. Más parecen afirmar que el dogma mismo está contenido propiamente en las fórmulas secundarias (de las que hablo más arriba).
Para entender su naturaleza es preciso, ante todo, inquirir qué relación existe entre las fórmulas religiosas y el sentimiento religioso del ánimo. No será difícil descubrirlo si se tiene en cuenta que el fin de tales fórmulas no es otro que proporcionar al creyente el modo de darse razón de su fe. Por lo tanto, son intermedias entre el creyente y su fe: con relación a la fe, son signos inadecuados de su objeto, vulgarmente llamados símbolos; con relación al creyente, son meros instrumentos. Mas no se sigue en modo alguno que pueda deducirse que encierren una verdad absoluta; pues, como símbolos, son imágenes de la verdad no realidades, y, por lo tanto, han de acomodarse al sentimiento (de donde se deriva la religión del sentimentalismo sujeto al capricho humano)  religioso, en cuanto éste se refiere al hombre; como instrumentos, son vehículos de la verdad y, en consecuencia, tendrán que acomodarse, a su vez, al hombre en cuanto se relaciona con el sentimiento religioso. Mas el objeto del sentimiento religioso, por hallarse contenido en lo absoluto, tiene infinitos aspectos, que pueden aparecer sucesivamente, ora uno, ora otro. A su vez, el hombre, al creer, puede estar en condiciones que pueden ser muy diversas. Por lo tanto, las fórmulas que llamamos dogma se hallarán expuestas a las mismas vicisitudes, y, por consiguiente, sujetas a mutación. Así queda expedito el camino hacia la evolución íntima del dogma. (Tan pregonado hoy en día)
¡Cúmulo, en verdad, infinito de sofismas, con que se resquebraja y se destruye toda la religión!
11. No sólo puede desenvolverse y cambiar el dogma, sino que debe; tal es la tesis fundamental de los modernistas, que, por otra parte, fluye de sus principios.
Pues tienen por una doctrina de las más capitales en su sistema y que infieren del principio de la inmanencia vital, que las fórmulas religiosas, para que sean verdaderamente religiosas, y no meras especulaciones del entendimiento, han de ser vitales y han de vivir la vida misma del sentimiento religioso. Ello no se ha de entender como si esas fórmulas, sobre todo si son puramente imaginativas, hayan sido inventadas para reemplazar al sentimiento religioso, pues su origen, número y, hasta cierto punto, su calidad misma, importan muy poco; lo que importa es que el sentimiento religioso, después de haberlas modificado convenientemente, si lo necesitan, se las asimile vitalmente. Es tanto como decir que es preciso que el corazón acepte y sancione la fórmula primitiva y que asimismo sea dirigido el trabajo del corazón, con que se engendran las fórmulas secundarias. De donde proviene que dichas fórmulas, para que sean vitales, deben ser y quedar asimiladas al creyente y a su fe. Y cuando, por cualquier motivo, cese esta adaptación, pierden su contenido primitivo, y no habrá otro remedio que cambiarlas.
Dado el carácter tan precario e inestable de las fórmulas dogmáticas se comprende bien que los modernistas las menosprecien y tengan por cosa de risa; mientras, por lo contrario, nada nombran y enlazan sino el sentimiento religioso, la vida religiosa. Por eso censuran audazmente a la Iglesia como si equivocara el camino, porque no distingue en modo alguno entre la significación material de las fórmulas y el impulso religioso y moral, y porque adhiriéndose, tan tenaz como estérilmente, a fórmulas desprovistas de contenido, es ella la que permite que la misma religión se arruine.
Ciegos, ciertamente, y conductores de ciegos, que, inflados con el soberbio nombre de la ciencia, llevan su locura hasta pervertir el eterno concepto de la verdad, a la par que la genuina naturaleza del sentimiento religioso: para ello han fabricado un sistema «en el cual, bajo el impulso de un amor audaz y desenfrenado de novedades (y apacionado) , no buscan dónde ciertamente se halla la verdad y, despreciando las santas y apostólicas tradiciones, abrazan otras doctrinas vanas, fútiles, inciertas y no aprobadas por la Iglesia, sobre las cuales —hombres vanísimos— pretenden fundar y afirmar la misma verdad(8). (De este “deseo desenfrenado” de oir novedades, San Pablo le dice a San Timoteo: “pues vendrán tiempos en que no sufrirán o soportaran la sana doctrina: antes, por el prurito de oír, se amontonaran maestros conforme a sus pasiones, y apartaran sus oídos de la verdad para volverlos a las fabulas” Thim. 4. 3 y 4) Tal es, venerables hermanos, el modernista como filósofo.
12. Si, pasando al “creyente”, (se refiere al fiel o a la fiel) se desea saber en qué se distingue, en el mismo modernista, el creyente del filósofo, es necesario advertir una cosa, y es que el filósofo admite, sí, la realidad de lo divino como objeto de la fe (no como algo fuera de él, como objeto propiamente hablando según la Escolástica); pero esta realidad no la encuentra sino en el alma misma del creyente, en cuanto es objeto de su sentimiento y de su afirmación: por lo tanto, no sale del mundo de los fenómenos. Si aquella realidad existe en sí fuera del sentimiento y de la afirmación antes dichos, es cosa que el filósofo pasa por alto y desprecia. Para el modernista creyente, por lo contrario, es firme y cierto que la realidad de lo divino existe en sí misma con entera independencia del creyente. Y si se pregunta en qué se apoya, finalmente, esta certeza del creyente, responden los modernistas: en la experiencia singular de cada hombre.   (Mucho cuidado no porque Dios la revela y a quien damos nuestro asentimiento que es distinto de sentimiento sino por la experiencia, experiencia de qué? A que hace referencia esta experiencia, a los años dentro del modernismo? A la experiencia de los años de cada persona? No específica a que experiencia.)
13. Con cuya afirmación, mientras se separan de los racionalistas, caen en la opinión de los protestantes y seudomísticos.
Véase, pues, su explicación. En el sentimiento religioso se descubre una cierta intuición del corazón; (Se trata de una intuición humana que sale de sí misma sin la acción de la gracia divina porque si la gracia actuara ya no sería intuición)  merced a la cual, y sin necesidad de medio alguno llámese la gracia por ejemplo, alcanza el hombre la realidad de Dios, (pero siempre dentro de un acto puramente humano así como el pagano cree que Dios existe por donde la creencia en Dios siempre será imperfecta porque a este acto no lo acompaño la gracia divina o algún otro medio sobrenatural), y tal persuasión de la existencia de Dios y de su acción, dentro y fuera del ser humano, que supera con mucho a toda persuasión científica. Lo cual es una verdadera experiencia, y superior a cualquiera otra racional; y si alguno, como acaece con los racionalistas, la niega, es simplemente, dicen, porque rehúsa colocarse en las condiciones morales requeridas para que aquélla se produzca. Y tal experiencia es la que hace verdadera y propiamente creyente al que la ha conseguido.  (Y, que pasa con quienes no la consiguieron porque al parecer esta experiencia no es como la gracia divina la cual Dios la da gratuitamente a quien se la pida?)
¡Cuánto dista todo esto de los principios católicos! Semejantes quimeras las vimos ya reprobadas por el concilio Vaticano.
Cómo franquean la puerta del ateísmo, una vez admitidas juntamente con los otros errores mencionados, lo diremos más adelante. Desde luego, es bueno advertir que de esta doctrina de la experiencia, unida a la otra del simbolismo, se infiere la verdad de toda religión, sin exceptuar el paganismo. Pues qué, ¿no se encuentran en todas las religiones experiencias de este género? Muchos lo afirman. Luego ¿con qué derecho los modernistas negarán la verdad de la experiencia que afirma el turco, y atribuirán sólo a los católicos las experiencias verdaderas? Aunque, cierto, no las niegan; más aún, los unos veladamente y los otros sin rebozo, tienen por verdaderas todas las religiones. Y es manifiesto que no pueden opinar de otra suerte, pues establecidos sus principios, ¿por qué causa argüirían de falsedad a una religión cualquiera? No por otra, ciertamente, que por la falsedad del sentimiento religioso o de la fórmula brotada del entendimiento. Mas el sentimiento religioso es siempre y en todas partes el mismo, aunque en ocasiones tal vez menos perfecto; cuanto a la fórmula del entendimiento, lo único que se exige para su verdad es que responda al sentimiento religioso y al hombre creyente, cualquiera que sea la capacidad de su ingenio. Todo lo más que en esta oposición de religiones podrían acaso defender los modernistas es que la católica, por tener más vida, posee más verdad, y que es más digna del nombre cristiano porque responde con mayor plenitud a los orígenes del cristianismo.
Nadie, puestas las precedentes premisas, considerará absurda ninguna de estas conclusiones. Lo que produce profundo estupor es que católicos, que sacerdotes a quienes horrorizan, según Nos queremos pensar, tales monstruosidades, se conduzcan, sin embargo, como si de lleno las aprobasen; pues tales son las alabanzas que prodigan a los mantenedores de esos errores, tales los honores que públicamente les tributan, que hacen creer fácilmente que lo que pretenden honrar no son las personas, merecedoras acaso de alguna consideración, sino más bien los errores que a las claras profesan y que se empeñan con todas veras en esparcir entre el vulgo.


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