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martes, 29 de octubre de 2019

EL SANTO ABANDONO. DOM VITAL LEHODEY


11. LOS CONSUELOS Y LAS ARIDECES

Entonces Dios la sumerge y la vuelve a sumergir hasta la saciedad en la aridez, en las tinieblas y en otras penas semejantes. En opinión de nuestro Padre San Bernardo, «el orgullo, sea que ya excita, sea que aún no se haya manifestado, es siempre la causa de la sustracción de la gracia». Dios se propone prevenirlo o reprimirlo para curarnos de sus heridas. A fuerza de sentir su impotencia y su miseria, el alma acaba por comprender que nada puede sin Dios y vale muy poca cosa aun después de recibir tantas gracias; se empequeñecerá ante la Majestad tres veces santa, y orará con mayor humildad. No tendrá dificultad en pedir consejo, y llegará a ser sencilla y dócil, a la vez que el sentimiento de su miseria le hará compasiva para con los demás.
Prolongándose, esta dura prueba la humillará, la anonadará a sus propios ojos, de suerte que se librará de toda llana complacencia y presunción, desconfiando de sí misma y confiando en sólo Dios, vacía, por decirlo así, de orgullo y llena de humildad.
Desembarazada de esta suerte de la soberbia y de la sensualidad, que son los azotes de la vida espiritual, ábrase el alma a la gracia y se entrega de lleno a la benéfica acción de lo alto, dispuesta por tanto a realizar positivos adelantos en las virtudes sólidas, puras y perfectas. Y si Dios se digna otorgarle sus más valiosos dones, ella está preparada; pues, en opinión de nuestro Padre San Bernardo, las grandes pruebas son el preludio de grandes gracias, ya que las unas no vienen sin que las acompañen las otras.
Más aun en esto se tropieza con algún inconveniente. Las arideces espirituales y las desolaciones sensibles dejan, sin duda, subsistir en el servicio de Dios esa voluntad generosa, que constituye la esencia de la devoción y hasta la inclinación, la facilidad, la destreza que denotan la virtud adquirida. Con todo, por el hecho mismo de aminorar la abundancia de piadosos pensamientos y santas afecciones, las arideces hacen desaparecer el suplemento de la fuerza de alegría que aportaban las consolaciones, dejando en su lugar las penas y la dificultad. No son una tentación propiamente dicha, pues directamente no impelen al mal, mas el diablo abusa de ellas con intención de sembrar la cizaña entre el alma y Dios. Ya no envía el Señor ni luces ni devoción, ¿acaso estará indiferente, irritado, implacable?, sin embargo, nosotros obramos lo mejor que podemos. Entonces el temor y la desconfianza acumulan nubarrones y amenazan hacer estallar la tempestad.
Tampoco la naturaleza halla compensación, y, cansada de sufrir largo tiempo y sin entrever el término, se lanza a buscar en las criaturas lo que no halla en Dios.
Así, pues, las consolaciones y las arideces están destinadas por Dios a desempeñar en el alma una muy benéfica misión. Tienen también sus escollos, pero la acción de las unas completa y corrige la acción de las obras; las consolaciones inflaman el amor propio; si las dulzuras elevan, la impotencia rebaja; si la desolación desalienta, la consolación conforta. Dios se ha reservado el derecho de conceder unas u otras, lo mismo que el de hacerlas cesar.
Hace que alternen, y las combina como mejor convengan a nuestros intereses, con no menos sabiduría que firmeza. De ordinario comienza por las consolaciones a fin de ganar los corazones y sostener la debilidad. Cuando el alma se ha robustecido y es capaz de soportar un tratamiento más enérgico, le envía ante todo el dolor, ¡nos es tan necesario el morir a nosotros mismos! En sentir de San Alfonso, «todos los santos han padecido estas sequedades, estos desamparos espirituales; y lo que es más todavía, de ordinario han estado en las arideces y no en las consolaciones sensibles. Estos favores pasajeros no los concede Dios sino raras veces, y sólo quizá a las almas demasiado débiles, para impedir que se detengan en el camino de la virtud; en cuanto a las delicias que han de constituir el premio de nuestra fidelidad, es en el Paraíso donde nos aguardan... Si estáis desolados, consolaos pensando que tenéis con vos al divino Consolador. ¿Os lamentáis de una aridez de dos años?; cuarenta la hubo de sufrir Santa Juana de Chantal, y Santa María Magdalena de Pazzis tuvo cinco años de penas y de tentaciones continuas sin el menor alivio». San Francisco de Asís sufrió durante dos años tan grandes desamparos, que parecía abandonado de Dios; pero una vez que hubo sufrido humildemente está furiosa tempestad, el Señor le devolvió en un momento su dichosa tranquilidad. De donde concluye San Francisco de Sales que «los más privilegiados servidores de Dios están sujetos a estas sacudidas, y que los que no lo son tanto, no han de maravillarse si padecen algunas». No tiene Dios un modo uniforme para conducir a los santos, pero tomados en general, parece que al consumarse su santidad es cuando les somete a las más rudas pruebas; cuanto más los ama, más los prueba y purifica, ya que para llegar a imponerles las mayores purificaciones, Dios espera que lleguen a ser capaces de soportar estos santos rigores.
Resumamos lo que acabamos de decir, y saquemos la conclusión práctica. El fin que nos hemos de proponer, es este perfecto amor que nos une estrechamente a Dios por un mismo querer y no querer. Esta es la devoción sustancial.
Pongamos un santo ardor en conseguirlo por los medios que de nosotros dependen, y que la voluntad de Dios significada nos indica. Las consolaciones, aun las divinas, no constituyen la devoción, y las arideces involuntarias no son la indevoción.
Las unas y las otras son medios providenciales; guardémonos de convertirlas en obstáculos. ¿Qué camino nos será el más riguroso y provechoso, el de las consolaciones o el de las arideces? Lo ignoramos; y por otra parte, Dios se ha reservado la decisión. En todo caso, el partido más acertado es suprimir las causas voluntarias de la sequedad, hacernos indiferentes por virtud y abandonarnos a su Providencia.
Esta doctrina tiene a su favor la multitud de santos que han hecho de ella la regla de su conducta. Citaremos tan sólo a nuestros dos doctores favoritos y ante todo a San Francisco de Sales: «Os acontecerá, dice, no experimentar consolaciones en vuestros ejercicios, indudablemente por permisión de Dios, por lo que conviene permanecer en una total indiferencia entre las consolaciones y la desolación. Esta renuncia de sí mismo implica el abandono al divino beneplácito en todas las tentaciones, arideces, sequedades, aversiones, repugnancias, en las que se ve el beneplácito de Dios, cuando no suceden por culpa nuestra y no hay en ellas pecado.» Repetidas veces nos aconseja el Santo entregamos plena y perfectamente al cuidado de la Providencia, como un niño se abandona en los brazos de su madre, o como el Niño Jesús en los de su Madre dulcísima; y añade: «Si os dan consolaciones, recibidlas agradecidos; si no las tenéis, no las deseéis, sino tratad de tener preparado vuestro corazón para recibir las diversas disposiciones de la Providencia y, en cuanto sea posible, con igualdad de ánimo... Es necesario una firme determinación de no abandonar jamás la oración cualquiera que sea la dificultad que en ella podamos encontrar y de no ir a este ejercicio preocupados con el deseo de ser allí consolados y satisfechos, pues esto no sería tener nuestra voluntad unida a la de Nuestro Señor que desea que, al ponernos en la oración, estemos resueltos a sufrir la molestia de continuas distracciones, sequedades, disgustos, permaneciendo tan contentos como si hubiéramos tenido abundantes consolaciones y no menos tranquilidad. Con tal que ajustemos siempre nuestra voluntad a la de su divina Majestad, permaneciendo en sencilla expectación y preparados a recibir las disposiciones de su beneplácito con amor, sea en la oración, sea en los demás acontecimientos. El hará que todas las cosas nos sean provechosas y agradables a sus ojos.»
En este sentido decía el Santo Doctor: «Yo deseo pocas cosas,  y lo que deseo las deseo muy poco; apenas tengo deseos, pero si volviera a nacer, no tendría ninguno. Si Dios viniera a mí -por las consolaciones-, iría también a Él; pero si no quisiera llegarse a mí, me mantendría alejado y no iría a Él.» Y de hecho, «ejercitaba esta perfecta indiferencia en las sequedades y en las consolaciones, en las dulzuras y en las arideces, en las acciones y en los padecimientos». He aquí el testimonio de Santa Juana de Chantal: «El decía que la verdadera manera de servir a Dios era seguirle sin arrimos de consolación, de sentimiento, de luz, sino sólo con el de la fe desnuda y sencilla; por esto amaba tanto los olvidos, los abandonos y las desolaciones interiores. Díjome en cierta ocasión que no se preocupaba de si estaba en consolación o en desolación: cuando Nuestro Señor le concedía mercedes, recibíalas con toda sencillez, y si no se las concedía, no pensaba en ellas. Es cierto, sin embargo, que, de ordinario, disfrutaba de grandes dulzuras interiores, como lo daba a entender su semblante.»


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