11. LOS CONSUELOS Y LAS ARIDECES
¿Cómo
se han de recibir las consolaciones y las arideces? Punto es éste en que muchas
almas yerran el camino; y, para no caer en este error, tengamos los ojos fijos
en nuestro fin.
Tendemos
a la perfección de la vida espiritual, que se caracteriza por la perfección de
la caridad, y el amor se prueba por las obras. Es perfecto, cuando adquiere tal
fuerza e imperio que pueda establecernos en un mismo querer y no querer con Dios; por consiguiente, en
una voluntad pronta y generosa para cumplir todas sus voluntades significadas y
abandonarnos a todas las disposiciones de la Providencia.
Esto
denota un amor sincero, activo, enérgico, que se da a Dios sin reserva y se
entrega por completo a la gracia. He aquí, según San Francisco de Sales y San
Alfonso, «la verdadera devoción, el verdadero amor de Dios. Es éste el único
fin que nos hemos de proponer en nuestras oraciones, comuniones,
mortificaciones y demás prácticas piadosas».
Mas,
si «la verdadera
devoción consiste en estar firmemente resuelto a no hacer y a no querer sino lo
que Dios quiere», ni las consolaciones son la devoción, ni las
arideces la indevoción; pues esta voluntad firme y resuelta puede permanecer
profundamente arraigada a pesar de la sequedad, y no pasar de superficial ni
tener consistencia alguna en medio de las dulzuras: y esto la experiencia nos
lo enseña.
No son
tampoco las consolaciones y arideces un criterio seguro, como quiera que la devoción
reside esencialmente en la voluntad y no en el sentimiento; por sus
obras, pues, y no por las emociones hemos de apreciarla, así como por sus frutos
juzgamos al árbol. Las emociones son semejantes a la flor, y constituyen un
soberbio atavío de promesas, mas ¡cuántas esperanzas quedarán frustradas!
¡Cuántas ilusiones se deslizan en la devoción sensible! Las consolaciones y las arideces, bien santificadas, son un camino que
conduce al fin; pero, sin embargo, no son el único, ni el principal. En
la voluntad de Dios significada es donde hemos de encontrar nuestros medios
fundamentales, regulares, de todos los días, como anteriormente dejamos indicado.
Las consolaciones
y las arideces son medios accidentales y variables que Dios nos proporciona
según su beneplácito, y son de eficacia real, a veces decisiva, sin que por
esto hayan de hacer olvidar los medios esenciales. De todo esto se
sigue que no conviene dar a las consolaciones y arideces exagerada importancia;
el fin y los medios esenciales son los que deben merecer nuestra principal
atención, quedando en segundo término las consolaciones y las arideces.
Otra
consideración que no conviene perder de vista, es que las consolaciones y las
arideces constituyen poderoso apoyo cuando se las sabe santificar, y peligroso
escollo cuando en ellas se conduce mal el alma, fuera de que además fácilmente se
introduce en ellas el abuso.
La
devoción sensible, y más que todo las dulzuras espirituales, son gracias
preciosísimas que nos inspiran horror y disgusto por los goces de la tierra,
los cuales constituyen el cebo del vicio; nos comunican también el deseo y la
fuerza de caminar, de correr, de volar por el sendero de la oración y de la
virtud. La tristeza oprime el corazón, la alegría lo dilata, y esta dilatación
del corazón nos ayuda poderosamente a mortificar nuestra carne, a reprimir
nuestras pasiones, a negar nuestra voluntad, a soportar las pruebas, haciendo
brotar al mismo tiempo corrientes de generosidad y sentimientos imperiosos de
ascender. En la abundancia de las divinas dulzuras, las mortificaciones son más
bien consolaciones; el obedecer es un gozo, y apenas oída la primera campanada está
uno ya levantado. No se deja pasar ninguna práctica de virtud, y todo se hace
en paz y tranquilidad. «Nada da que sufrir -dice San Alfonso-, antes bien, injurias,
trabajos, reveses, persecuciones, todo se convierte en motivo de alegría,
porque todo llega a ser ocasión de ofrecer a Dios sacrificios sobre
sacrificios, y de contraer con su Majestad divina una unión más íntima cada
vez.» Según San Francisco de Sales, las consolaciones «excitan el gusto del alma, confortan el espíritu, y añaden a
la prontitud de la devoción un santo gozo y alegría que hermosea nuestras
acciones y las hace agradables aun exteriormente. Bajo cualquier aspecto que se
considere, vale más el menor consuelo de devoción que las más excelentes
diversiones del mundo». Es esto el sol de la vida. - Ciertamente la
inclinación, la facilidad, la destreza en el servicio de Dios, son envidiables
cuanto provienen de estar el alma desprendida de todo y ejercitada ya de largo tiempo
en la virtud, pues en esto consiste la virtud adquirida; no obstante, no hay
que desdeñar la facilidad que añaden los favores celestiales, aunque provengan
de las consolaciones sensibles.
No
permita Dios que digamos con Molinos: «Todo lo que experimentamos
de sensible en nuestra vida espiritual es abominable, horrible, inmundo.»
Es una de sus proposiciones condenadas. «Los hombre espirituales -dice Suárez- no han de desperdiciar
la devoción que se experimenta en el apetito sensitivo, por ser propia no de
solos principiantes, sino que además puede originarse de una muy elevada y muy
perfecta contemplación, y aun ayuda y dispone a gozar de la contemplación de
manera más fácil y constante.» Nuestras facultades sensibles están
muy bien reguladas, y su participación es utilísima cuando nos lleva a Dios;
trabajan entonces de concierto todas nuestras potencias, superiores e inferiores,
y se prestan mutuo apoyo, y nuestra oración es más completa puesto que todo en
nosotros ora.
He
aquí el lado bueno de las consolaciones; veamos el reverso de la medalla. Puede
acontecer que el alma se aficione a ellas disfrutándolas con una especie de gula espiritual, o que de esto tome
ocasión para complacerse en sí misma y despreciar los
demás, sobre todo si tales consolaciones provienen de la naturaleza o
del demonio.
Cuando
es Dios su autor, nos llevan indudablemente a la obediencia, a la humildad, al
espíritu de sacrificio, a todas las virtudes. Aun en este caso, la naturaleza y
el demonio tratarán de mezclar su acción con la de Dios, lo que tampoco es
razón suficiente para rechazar las consolaciones. Con todo, no olvidemos que el abuso y la ilusión son siempre posibles.
En cuanto
a las arideces, notemos ante todo con San Alfonso,
que pueden ser voluntarias o involuntarias. Son voluntarias
en su causa, cuando se deja disipar el espíritu, apegarse el corazón y a la
voluntad seguir sus caprichos; y siendo éste el motivo de que se cometan
infinidad de faltas, no ponemos por nuestra parte empeño en corregimos. No debemos
considerar esto como simple aridez de
sentimientos, sino
la tibieza misma de la voluntad. «Es tal este estado, que si el alma no se hace violencia para
salir de él, irá de mal en peor, y ¡quiera Dios que con el tiempo no caiga en
mayores miserias! Este género de aridez se parece a la tisis, que no mata de un
golpe, pero que conduce infaliblemente a la
muerte.» En cuanto de nosotros depende hemos de poner remedio
a esta sequedad, y si persiste, aceptarla como misericordioso castigo. «La aridez
involuntaria es la de un alma que se esfuerza en caminar por los senderos de la
perfección, que se pone en guardia contra los pecados deliberados y practica la
oración», y permanece fiel a todos sus deberes. De ésta es de la que
nos proponemos hablar.
Las
arideces espirituales y las desolaciones sensibles son excelente purgatorio
donde el alma cancela sus deudas, más aún, son el crisol en que se purifica. Es
indudable que en la abundancia de los
favores divinos se desprende de la tierra y se une a Dios; con todo, de mil
maneras y casi inconscientemente búscase a sí misma: hace depender su paz de lo
que hay de más inestable, como las emociones de la sensibilidad, se adhiere a
las consolaciones, créese rica en virtudes; hállase, pues, demasiado llena de
sí misma para empaparse de Dios. Su estado es muy del agrado de la naturaleza
que siempre desea ver, conocer y sentir, pero es mucho menos a propósito para
satisfacer las exigencias del amor santo, que se olvida de sí mismo para poner
su contento en lo que agrada a Dios. El alma permanecerá siempre débil, sujeta
a no pocos defectos, imperfectamente desligada de los lazos del amor propio, si
Dios por su bondad no se apresurase a someterla a un tratamiento riguroso y
persistente.
El
primer mal que hay que curar es la gula, que se
lanza con avidez sobre las consolaciones: sensualidad
refinada que en ellas encuentra su más delicioso alimento. Dios entonces
toma la resolución de poner al enfermo a dieta, y si es preciso, a un régimen riguroso,
de suerte que la sensualidad se debilite y se extinga por falta de alimento, y aprenda el alma con el tiempo a pasar sin la alegría, a
buscar puramente a Dios, a hacer al espíritu menos dependiente de la
sensibilidad.
Otro
mal aún más sutil y más peligroso es el orgullo
espiritual. Cuando Dios colma a un alma de sus consolaciones, fácilmente
se cree mucho más adelantada de lo que en realidad está; invádanla la llana complacencia y la presunción, desprecia a
los demás, y los juzga con severidad.
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