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sábado, 5 de octubre de 2019

EL SANTO ABANDONO. DOM VITAL LEHODEY


LAS TENTACIONES DE CRISTO 

10. LAS TENTACIONES

«Es necesario -dice nuestro Padre San Bernardo- que haya tentaciones, porque nadie puede ser legítimamente coronado sin haber combatido, y para combatir es forzoso tener enemigos. Por el contrario, cuantos más actos de resistencia, más coronas.» De no ser así, nos dormiríamos sobre los laureles; pero en el campo de batalla no hay más remedio que vencer o morir, y para no perecer, se vela, se ora, se obedece, se humilla, se mortifica, se hace cien veces más que fuera de peligro. El demonio nos persigue por odio y nos fuerza, por decirlo así, a caminar, convirtiéndose de este modo, a pesar de su malicia, en factor importantísimo para nuestro progreso espiritual. He aquí, concluye San Alfonso, por qué permite Dios con frecuencia que las almas que le son más queridas, sean las más probadas por la tentación, con lo que adquieren más méritos en la tierra y mayor gloria en el cielo. Al verse embestidas por tantos enemigos, despréndanse de la vida presente, desean con ansia la muerte, a fin de volar hacia Dios y no estar expuestas a perderle. Cuando alguien, pues, se vea en medio de tentaciones (con tal que cumpla con su deber), en vez de abrigar temores de no estar en gracia de Dios, debe confiar más en que es amado.
Sería, pues, un error turbarse por el sólo hecho de que la tentación es frecuente y violenta; y no se obraría con menor desacierto, temiéndola con exceso. «Pues -dice Santa Teresa si este Señor es poderoso, como veo que lo es y sé que lo es, y que son sus esclavos los demonios, y de ésta no hay que dudar, pues es de fe, siendo yo sierva de este Señor y Rey, ¿qué mal me pueden ellos hacer a mí? ¿Por qué no he de tener yo fortaleza para combatir con todo el infierno? Tomaba una cruz en la mano y parecía verdaderamente darme Dios ánimos, que yo me vi otra en breve tiempo, que no temería tomarme con ellos a brazos, que me parecía fácilmente con aquella cruz los venciera a todos; y así dije: Ahora venid todos, que siendo sierva del Señor, yo quiero ver qué me podéis hacer.
»Es sin duda, que me parecía que me habían miedo, porque yo quedé sosegada y tan sin temor de todos ellos, que se me quitaron todos los miedos que solía tener hasta hoy: porque aunque algunas veces los veía, como diré después, no les he habido más casi miedo, antes me parecía que ellos me le habían a mí. Quedóme un señorío contra ellos, bien dado del Señor de todos, que no se me da más de ellos que de moscas. Parécenme tan cobardes, que en viendo que los tienen en poco, no les queda fuerza, no saben estos enemigos de hecho acometer, sino a quien ven que se les rinde, o cuando lo permite Dios, para más bien de sus siervos, que los tiente y atormente. Pluguiese a su Majestad, temiésemos a quien hemos de temer y entendiésemos nos puede venir mayor daño de un pecado venial, que de todo el infierno junto, pues es ello así». El piadoso Obispo de Ginebra hablaba de idéntica manera a Santa Juana de Chantal: «Se han renovado vuestras tentaciones contra la fe, os acosan por todas partes; pero pensáis demasiado en ellas, las teméis mucho, os precavéis en demasía de ellas. Estimáis la fe y no quisierais que os viniera un solo pensamiento contrario, y paréceos que todo la perjudica. No, en ninguna manera; no toméis el susurro de las hojas por el choque de las armas. Nuestro enemigo es un consumado alborotador, pero no os asuste la noticia, que bien ha gritado en derredor de los santos y armado gran algazara, y a pesar de todo ¡ahí los tenéis colocados en el lugar que perdió el miserable! No nos espanten sus baladronadas, pues como sabe que no puede causarnos daño alguno, pretende siquiera infundirnos miedo, y con el miedo inquietarnos, y con la inquietud fatigarnos, y con la fatiga hacernos sucumbir. No temamos sino a Dios, pero que este temor sea amoroso. Tengamos bien cerradas las puertas, cuidemos de no dejar derrumbar las murallas de nuestras resoluciones, y vivamos en paz.»
Que la tentación es horrible, que os impresiona, que os sentís  inclinado al mal; no importa, la impresión no es más que un sentimiento, y os humilla, pero no os hace culpable. Sentir no es consentir. Todo cuanto sucede en la parte inferior del alma: imaginaciones, recuerdos, impresiones, movimientos desarreglados, todo está en nosotros, pero no es vuestro, y por su naturaleza es indeliberado e involuntario, y lo que constituye el pecado es solamente el consentimiento. La inclinación es una enfermedad de la naturaleza, no un desorden de la voluntad. El placer pecaminoso solicita al mal y constituye el peligro, mas no es imputable sino en cuanto la voluntad lo busca o acepta. Por fuertes que sean las sugestiones del demonio, sean cualesquiera los fantasmas que bullan en vuestra imaginación, si esto sucede a pesar vuestro, lejos de manchar vuestra alma, la vuelven más pura y agradable a Dios. Una amarga pena se apodera de vosotros en las tentaciones de impureza, de odio, de aversión, u otras semejantes: el temor de haber sucumbido os atormenta y agita, pero ese mismo temor es señal evidente de que conserváis en alto grado el temor de Dios, el horror al pecado, la voluntad de resistir. Es moralmente imposible que un alma así dispuesta cambie en un momento, y preste al pecado mortal pleno y absoluto consentimiento sin que lo advierta con toda claridad. Todo lo más que puede suceder es que, dada la fuerza o frecuencia de la tentación, haya habido alguna negligencia, un momento de sorpresa, por ejemplo, un deseo comenzado de vengarse, movimientos de complacencia semivoluntarios, mas no consentimientos plenos, enteros, deliberados, que en esta situación de alma no son posibles, o por lo menos sería muy fácil de conocer la transición entre un horror invencible al pecado mortal y su aceptación plena y entera.
Sin embargo, no debemos desear las tentaciones, a pesar de las preciosas ventajas que de ellas se puedan reportar, pues constituyen una excitación actual al mal y un peligro para vuestra alma. Conviene, por el contrario, pedir a Dios que nos preserve de ellas, en particular de aquellas a las que sucumbiríamos sin remedio. Como dejamos dicho, hemos de resignarnos a sufrir la tentación, si tal es el beneplácito divino, mas a condición de hacer todo cuanto su voluntad significada disponga, para prevenirla o para triunfar de ella. Entonces, sin perder un momento el ánimo, es preciso poner nuestra confianza en Dios, abandonarnos a su dulce providencia y no temer nada; oraremos, combatiremos y, siendo El quien nos expone al combate, no nos dejará solos ni permitirá que sucumbamos.
No impide ciertamente el Santo Abandonó el deseo moderado de quedar libre de esta peligrosa prueba, pero sí desecha la inquietud y el exceso de este deseo. «En cuanto a vuestras inveteradas tentaciones, decía a Santa Juana de Chantal su sapientísimo Director, no tengáis tanto empeño en veros libre de ellas, ni os amedrentéis por sus ataques, de los que, Dios mediante, os veréis pronto libre; así se lo suplicaré yo, pero os lo aseguro que resignándome siempre a su divino beneplácito, mas con una resignación dulce y alegre. Deseáis con toda vuestra alma que Dios os deje en paz por este lado, sin embargo, por lo que a mí toca, deseo que Dios esté tranquilo por todos lados, que ninguno de nuestros deseos sea contrario a los suyos. No quiero que deseéis con deseo voluntario esta paz inútil y quizá perjudicial; lo que quiero es que no os atormentéis con estos deseos ni con otro cualquiera. Nuestro Señor nos dará la paz cuando nos sometamos dulcemente a vivir en guerra. Mantened firme vuestro corazón: Nuestro Señor os ayudará, y nosotros por nuestra parte lo amaremos de todo corazón.»
11. LOS CONSUELOS Y LAS ARIDECES
Tan pronto prodiga Dios las consolaciones sensibles o las dulzuras espirituales, como las da con medida, o bien retira la dulzura, produciendo en el alma un gran vacío. El sentimiento permanece frío; la imaginación, veleidosa; la inteligencia, inactiva, y el fastidio y el disgusto invaden con frecuencia las profundidades de la voluntad. Hasta los santos han conocido estas dolorosas variedades, y nuestro Padre San Bernardo expresa su dolor en estos términos: «¿Cómo es que mi corazón se ha secado como una tierra sin agua? Está tan endurecido que me es imposible excitar las lágrimas de compunción; los salmos me son insípidos, la lectura ha perdido sus atractivos, la oración carece de encantos, y en vano busco mis meditaciones acostumbradas. ¿En dónde están ahora aquella embriaguez del alma, la serenidad del corazón, la paz y gozo en el Espíritu Santo?»
«Experimento tal sequedad, tan gran desolación de espíritu -añade San Alfonso- que no encuentro a Dios ni en la oración, ni en la sagrada Comunión. La Pasión de Nuestro Señor, la divina Eucaristía, nada me impresiona; he llegado a ser insensible a la devoción, y me parece que soy un alma sin amor, sin esperanza, sin fe, en una palabra, abandonada de Dios.» Esta pena es terrible cuando se prolonga indefinidamente; se calma y da lugar a la paz a medida que el alma se desprende de la satisfacción y se adhiera a sólo el beneplácito divino.


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