LAS TENTACIONES DE CRISTO
10. LAS TENTACIONES
«Es necesario -dice nuestro Padre San Bernardo- que haya tentaciones,
porque nadie puede ser legítimamente coronado sin haber combatido, y para
combatir es forzoso tener enemigos. Por el contrario, cuantos más actos de resistencia,
más coronas.» De no ser así, nos
dormiríamos sobre los laureles; pero en el campo de batalla no hay más remedio que vencer o morir,
y para no perecer, se vela, se ora, se obedece, se humilla, se mortifica,
se hace cien veces más que fuera de peligro. El demonio nos persigue por odio y
nos fuerza, por decirlo así, a caminar, convirtiéndose de este modo, a pesar de
su malicia, en factor importantísimo para nuestro progreso espiritual. He aquí,
concluye San Alfonso, por qué permite Dios con frecuencia que las almas que le son más
queridas, sean las más probadas por la tentación, con lo que adquieren más
méritos en la tierra y mayor gloria en el cielo. Al verse embestidas
por tantos enemigos, despréndanse de la vida presente, desean con ansia la
muerte, a fin de volar hacia Dios y no estar expuestas a perderle. Cuando
alguien, pues, se vea en medio de tentaciones (con tal que cumpla con su
deber), en vez de abrigar temores de no estar en gracia de Dios, debe confiar
más en que es amado.
Sería,
pues, un error turbarse por el sólo hecho de que la tentación es frecuente y
violenta; y no se obraría con menor desacierto, temiéndola con exceso. «Pues -dice Santa
Teresa si este Señor es poderoso, como veo que lo es y sé que lo es, y que son
sus esclavos los demonios, y de ésta no hay que dudar, pues es de fe, siendo yo
sierva de este Señor y Rey, ¿qué mal me pueden ellos hacer a mí? ¿Por qué no he
de tener yo fortaleza para combatir con todo el infierno? Tomaba una
cruz en la mano y parecía verdaderamente darme Dios ánimos, que yo me vi otra
en breve tiempo, que no temería tomarme con ellos a brazos, que me parecía
fácilmente con aquella cruz los venciera a todos; y así dije: Ahora venid
todos, que siendo sierva del Señor, yo quiero ver qué me podéis hacer.
»Es
sin duda, que me parecía que me habían miedo, porque yo quedé sosegada y tan
sin temor de todos ellos, que se me quitaron todos los miedos que solía tener
hasta hoy: porque aunque algunas veces los veía, como diré después, no les he
habido más casi miedo, antes me parecía que ellos me le habían a mí. Quedóme un
señorío contra ellos, bien dado del Señor de todos, que no se me da más de
ellos que de moscas. Parécenme tan cobardes, que en viendo que los tienen en
poco, no les queda fuerza, no saben estos enemigos de hecho acometer, sino a
quien ven que se les rinde, o cuando lo permite Dios, para más bien de sus
siervos, que los tiente y atormente. Pluguiese a su Majestad, temiésemos a quien
hemos de temer y entendiésemos nos puede venir mayor daño de un pecado venial,
que de todo el infierno junto, pues es ello así». El piadoso Obispo de Ginebra
hablaba de idéntica manera a Santa Juana de Chantal: «Se han renovado vuestras
tentaciones contra la fe, os acosan por todas partes; pero pensáis demasiado en
ellas, las teméis mucho, os precavéis en demasía de ellas. Estimáis la fe y no
quisierais que os viniera un solo pensamiento contrario, y paréceos que todo la
perjudica. No, en ninguna manera; no toméis el susurro de las hojas por el
choque de las armas. Nuestro enemigo es un consumado alborotador, pero no os
asuste la noticia, que bien ha gritado en derredor de los santos y armado gran algazara,
y a pesar de todo ¡ahí los tenéis colocados en el lugar que perdió el
miserable! No nos espanten sus baladronadas, pues
como sabe que no puede causarnos daño alguno, pretende siquiera infundirnos
miedo, y con el miedo inquietarnos, y con la inquietud fatigarnos, y con la
fatiga hacernos sucumbir. No temamos sino a Dios, pero que este temor
sea amoroso. Tengamos bien cerradas las puertas, cuidemos de no dejar derrumbar
las murallas de nuestras resoluciones, y vivamos en paz.»
Que la
tentación es horrible, que os impresiona, que os sentís inclinado al mal; no importa, la impresión no
es más que un sentimiento, y os humilla, pero no os hace culpable. Sentir no es
consentir. Todo cuanto sucede en la parte inferior del alma:
imaginaciones, recuerdos, impresiones, movimientos desarreglados, todo está en
nosotros, pero no es vuestro, y por su naturaleza es indeliberado e
involuntario, y lo que constituye el pecado es solamente el consentimiento. La inclinación
es una enfermedad de la naturaleza, no un desorden de la voluntad. El placer
pecaminoso solicita al mal y constituye el peligro, mas no es imputable sino en
cuanto la voluntad lo busca o acepta. Por fuertes que sean las sugestiones del
demonio, sean cualesquiera los fantasmas que bullan en vuestra imaginación, si
esto sucede a pesar vuestro, lejos de manchar vuestra alma, la vuelven más pura
y agradable a Dios. Una amarga pena se apodera de vosotros en las tentaciones
de impureza, de odio, de aversión, u otras semejantes: el temor de haber
sucumbido os atormenta y agita, pero ese mismo temor es señal evidente de que conserváis
en alto grado el temor de Dios, el horror al pecado, la voluntad de resistir.
Es moralmente imposible que un alma así dispuesta cambie en un momento, y
preste al pecado mortal pleno y absoluto consentimiento sin que lo advierta con
toda claridad. Todo lo más que puede suceder es que, dada la fuerza o
frecuencia de la tentación, haya habido alguna negligencia, un momento de
sorpresa, por ejemplo, un deseo comenzado de vengarse, movimientos de
complacencia semivoluntarios, mas no consentimientos plenos, enteros, deliberados,
que en esta situación de alma no son posibles, o por lo menos sería muy fácil
de conocer la transición entre un horror invencible al pecado mortal y su
aceptación plena y entera.
Sin
embargo, no debemos desear las tentaciones, a
pesar de las preciosas ventajas que de ellas se puedan reportar, pues
constituyen una excitación actual al mal y un peligro para vuestra alma.
Conviene, por el contrario, pedir a Dios que nos preserve de ellas, en
particular de aquellas a las que sucumbiríamos sin remedio. Como dejamos dicho,
hemos de resignarnos a sufrir la tentación, si tal es el beneplácito divino, mas
a condición de hacer todo cuanto su voluntad significada disponga, para
prevenirla o para triunfar de ella. Entonces, sin perder un momento el ánimo,
es preciso poner nuestra confianza en Dios, abandonarnos a su dulce providencia
y no temer nada; oraremos, combatiremos y, siendo El quien nos expone al
combate, no nos dejará solos ni permitirá que sucumbamos.
No
impide ciertamente el Santo Abandonó el deseo moderado de quedar libre de esta
peligrosa prueba, pero sí desecha la inquietud y el exceso de este deseo. «En
cuanto a vuestras inveteradas tentaciones, decía a Santa Juana de Chantal su
sapientísimo Director, no tengáis tanto empeño en veros libre de ellas, ni os
amedrentéis por sus ataques, de los que, Dios mediante, os veréis pronto libre;
así se lo suplicaré yo, pero os lo aseguro que resignándome siempre a su divino
beneplácito, mas con una resignación dulce y alegre. Deseáis con toda vuestra
alma que Dios os deje en paz por este lado, sin embargo, por lo que a mí toca,
deseo que Dios esté tranquilo por todos lados, que ninguno de nuestros deseos
sea contrario a los suyos. No quiero que deseéis con deseo voluntario esta paz
inútil y quizá perjudicial; lo que quiero es que no os atormentéis con estos
deseos ni con otro cualquiera. Nuestro Señor nos dará la paz cuando nos sometamos
dulcemente a vivir en guerra. Mantened firme vuestro corazón: Nuestro Señor os
ayudará, y nosotros por nuestra parte lo amaremos de todo corazón.»
11. LOS CONSUELOS Y LAS ARIDECES
Tan
pronto prodiga Dios las consolaciones sensibles o las dulzuras espirituales,
como las da con medida, o bien retira la dulzura, produciendo en el alma un
gran vacío. El sentimiento permanece frío; la imaginación, veleidosa; la
inteligencia, inactiva, y el fastidio y el disgusto invaden con frecuencia las profundidades
de la voluntad. Hasta los santos han conocido estas dolorosas variedades, y
nuestro Padre San Bernardo expresa su dolor en estos términos: «¿Cómo es que mi
corazón se ha secado como una tierra sin agua? Está tan endurecido que me es
imposible excitar las lágrimas de compunción; los salmos me son insípidos, la
lectura ha perdido sus atractivos, la oración carece de encantos, y en vano
busco mis meditaciones acostumbradas. ¿En dónde están ahora aquella embriaguez
del alma, la serenidad del corazón, la paz y gozo en el Espíritu Santo?»
«Experimento
tal sequedad, tan gran desolación de espíritu -añade San Alfonso- que no
encuentro a Dios ni en la oración, ni en la sagrada Comunión. La Pasión de
Nuestro Señor, la divina Eucaristía, nada me impresiona; he llegado a ser insensible
a la devoción, y me parece que soy un alma sin amor, sin esperanza, sin fe, en
una palabra, abandonada de Dios.» Esta pena es terrible cuando se prolonga indefinidamente;
se calma y da lugar a la paz a medida que el alma se desprende de la
satisfacción y se adhiera a sólo el beneplácito divino.
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