Presentación y Exposición:
Querido
lector, el siguiente texto íntegro es de una serie de Conferencias Cuaresmales
pronunciadas por el autor ―Antonio Royo Marín, O.P. en la Real Basílica de
Atocha, de Madrid, que fueron retransmitidas a toda España por Radio Nacional en
conexión con varias emisoras de provincias. Este teólogo dominico, Habla sobre
las postrimerías. Es un autor muy reconocido y habla del infierno en la 5ta
conferencia.
La
resonancia verdaderamente nacional que alcanzaron aquellas conferencias, nos ha
impulsado a ofrecerlas en su texto taquigráfico, a fin de conservar en lo
posible la espontaneidad y el ritmo oratorio con que fueron pronunciadas. Son
varios puntos los que menciona el autor, en su libro ―Misterio del más allá-
pero nos vamos a focalizar en el tema del castigo del culpable.
No
podemos rehuir estos temas trascendentales que nos salen ahora al paso. Se
trata de dos dogmas importantísimos de nuestra fe: la existencia del cielo y
del infierno, el destino eterno de las almas inmortales. Prefiero dejar para
mañana, último día de estas conferencias, la descripción del panorama
deslumbrador del cielo. Será una conferencia llena de luz, de alegría, de
colorido, que expansionará nuestro corazón. Pero esta tarde, señores, no
tenemos más remedio que enfrentarnos con el tema tremendo, terriblemente
trágico, del destino eterno de los réprobos.
Es un
tema muy incómodo y desagradable, lo sé muy bien. Me gustaría y os gustaría
muchísimo más que os hablara, por ejemplo, de la infinita misericordia de Dios
para con el pecador arrepentido. Se ha dicho que la sensibilidad y el clima
intelectual moderno no resiste el tema del infierno, tan incómodo y molesto;
que es preferible hablar de la caridad, de la justicia social, del amor y
compenetración de los unos con los otros, y otros temas semejantes.
Son
temas maravillosos, ciertamente; son temas cristianísimos. Pero la Iglesia
Católica no puede renunciar, de ninguna manera, a ninguno de sus dogmas. Yo
respeto la opinión de los que dicen que en estos tiempos no se resisten estos
temas tan duros; pero tratándose de unas conferencias cuaresmales sobre el
misterio del más allá, yo no puedo cometer el grave pecado de omisión de
soslayar el dogma del infierno, que forma parte del depósito sagrado de la
divina revelación.
Señores:
La Iglesia Católica viene manteniendo íntegramente, durante veinte siglos, el
dogma terrible del infierno. La Iglesia no puede suprimir un solo dogma, como
tampoco puede crear otros nuevos.
Cuando
el Papa define una verdad como dogma de fe (v. gr., la Asunción corporal de
María) no crea un nuevo dogma. Simplemente, se limita a garantizarnos,
con su autoridad infalible, que esa verdad ha sido revelada por Dios.
El
Papa no crea, no inventa nuevos dogmas; simplemente declara, con su autoridad
infalible –que no puede sufrir el más pequeño error, porque está regida y
gobernada por el Espíritu Santo–, que aquella verdad que define está contenida
en el depósito de la revelación, ya sea en la Sagrada Escritura, ya en la
verdadera y auténtica tradición cristiana. Se trata de una verdad revelada por
Dios, no de una opinión teológica inventada o patrocinada por la Iglesia. La
Iglesia no altera, no cambia, no modifica, poco ni mucho, el depósito de la
divina revelación que recibió directamente de Jesucristo y de los Apóstoles.
El
dogma católico permanece siempre intacto e inalterable a través de los siglos.
Si la Iglesia alterara, reformara o modificara sustancialmente alguno de sus
dogmas, os digo con toda sinceridad que yo dejaría de ser católico; porque ésa
sería la prueba más clara y más evidente de que no era la verdadera Iglesia de
Jesucristo.
Este
es, precisamente, el argumento más claro y convincente de que las Iglesias
cristianas separadas de Roma (protestantes y cismáticos) no son las auténticas
Iglesias de Jesucristo. Porque están cambiando y reformando continuamente sus
dogmas. Ya creen esto, ya aquello; ya aceptan lo que antes rechazaron, ya
rechazan lo que antes aceptaron, sin más norte ni guía que el capricho del
libre examen. Y así, se da el caso pintoresco, señores, de que ciertas sectas
protestantes que se separaron de la Iglesia Católica principalmente por no
admitir la doctrina del purgatorio ahora proclaman que el infierno no es
eterno, sino temporal. Con lo cual –como ya les echaba en cara, con fina
ironía, José de Maistre–, después de haberse rebelado contra la Iglesia por no
admitir el purgatorio, vuelven a rebelarse ahora por no admitir más que el
purgatorio. Es que el error, señores, conduce, lógicamente, a los mayores
disparates.
La
Iglesia Católica, en cambio, ha mantenido intacto, durante los veinte siglos de
su existencia, el depósito sagrado de su divina revelación; porque sabe
perfectamente que Jesucristo le confió ese tesoro para que lo custodie, vigile,
defienda y lo mantenga intacto, sin alterarlo en lo más mínimo.
El
dogma católico es siempre el mismo, señores, el dogma católico no cambia ni
cambiará jamás. Y precisamente por eso, en el siglo veinte, lo mismo que en el
siglo primero, la existencia del infierno es un dogma
de fe y lo continuará siendo hasta el fin del mundo.
Os voy
a hablar del infierno con serenidad, con altura científica, como debe hacerse
hoy.
Por de
pronto, os advierto que rechazo, en absoluto, las descripciones dantescas. ―La
Divina Comedia, de Dante, es maravillosa desde el punto de vista poético o
literario, pero tiene grandes disparates teológicos. Aquellas descripciones de
los tormentos del infierno son pura fantasía, pura imaginación. El dogma
católico no nos dice nada de eso. Rechazo, en absoluto, las descripciones
dantescas. Voy a limitarme a exponeros lo que dice el dogma católico en torno a
la existencia y naturaleza del castigo de los réprobos.
En
primer lugar, os voy a hablar de la existencia del infierno.
Lo
hemos oído muchísimas veces: si un personaje histórico conocido del mundo
entero (v. gr. Napoleón Bonaparte) viniese del otro mundo y, compareciendo
visiblemente ante nosotros, nos dijera: ―Yo he visto el infierno y en él hay esto
y lo otro y lo de más allá, causaría en el mundo una impresión tan enorme y
definitiva, que nadie se atrevería ya a dudar de la existencia de aquel
terrible lugar. ¿Por qué no lo envía Dios, para bien de toda la humanidad?
Señores:
los que piden o desean esa prueba no han reflexionado bien; no han caído en la
cuenta de que ese hecho que reclaman se ha producido ya, y en unas
condiciones de autenticidad que jamás hubiera podido soñar la crítica más severa
y exigente.
No voy
a invocar el testimonio de alguna revelación privada hecha por Dios a alguna
monjita de clausura. Ni siquiera voy a alegar el testimonio de Santa Catalina
de Sena o el de Santa Teresa de Jesús, a quienes Nuestro Señor mostró el
infierno y lo describieron después en sus libros de manera impresionante. Ni
voy a citar, en pleno siglo XX, a los pastorcitos de Fátima, que vieron
también, por sus propios ojos, el fuego del infierno. Personalmente yo estoy
convencido de la verdad de esas visiones y revelaciones privadas que acabo de
citar. Pero nuestra fe católica, señores, no se apoya en estos testimonios de
personas particulares, aunque se trate de grandes Santos canonizados por la
Iglesia. Nuestra fe se apoya, directamente, en un testimonio mucho más fuerte,
mucho más inconmovible. Voy a deciros cuál es el gran testigo de la existencia
y de la naturaleza del infierno. Os voy decir quién es.
Trasladémonos
con la imaginación a Jerusalén, en la noche del primer jueves Santo que conoció
la humanidad. Ante el jefe de la Sinagoga, reunida en Sanedrín con los
principales escribas y fariseos de Israel, acababa de comparecer un preso
maniatado: es Jesús de Nazaret. Y el jefe de la Sinagoga, o sea el
representante legítimo de Dios en la tierra, el entonces jefe de la verdadera
Iglesia de Dios –porque ya sabéis, señores, que el cristianismo enlaza
legítimamente con la religión de Israel, de la que es su plenitud y
coronamiento: no hay más que una sola Biblia, con su Antiguo y Nuevo Testamento–,
el representante auténtico de Dios en la tierra se pone majestuosamente de pie,
y, encarándose con aquel preso que tiene delante, le dice solemnemente: ―Por el Dios vivo te
conjuro que nos digas claramente, de una vez, si Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios. Y aquel
preso maniatado, levantando con serenidad su rostro, le contesta: ―Tú lo has dicho, Yo
lo soy. Y os digo que un día veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del
Poder y venir sobre las nubes del cielo (Mt 26, 63-64).
Señores:
nadie hasta entonces, en toda la historia de la humanidad, se había atrevido
jamás a decir: ―Yo
soy el Hijo de Dios, y nadie se ha atrevido a repetirlo de entonces
acá. Esa tremenda afirmación, solamente Jesús de Nazaret ha tenido el inaudito
atrevimiento de hacerla. Pero ese Jesús, que ha tenido la infinita osadía de
decirlo, ha tenido también la infinita audacia de demostrarlo. Una serie de
pruebas aplastantes, absolutamente infalsificables, han puesto la rúbrica
divina a esa tremenda afirmación: ―Yo soy el Hijo de
Dios. ¿Queréis que recordemos unas cuantas?
Un día
se acercaba Jesús, acompañado de un gran gentío, a un pueblo llamado Jericó. Y
a la entrada del pueblo, en lugar y sitio estratégico de paso, la escena que
estamos contemplando todos los días: un ciego pidiendo limosna. El pobrecillo
no veía absolutamente nada, pero oyó el murmullo de la muchedumbre que se
acercaba, y preguntó: ― ¿Qué pasa? ―Es Jesús de Nazaret que se acerca‖, le
contestaron. Y al instante, el pobre ciego comenzó a gritar: ― ¡Jesús, Hijo de
David, ten piedad de mí! Y alargando las manos, que son los ojos del ciego,
buscaba con ellas a Jesús. Le llevan ante Él, y le pregunta Jesús con dulzura: ―
¿Qué quieres? ¡Pobrecito, qué iba a querer! ―Señor, que vea. Y Jesús pronuncia
una sola palabra: ―Quiero. Y al instante se abren los ojos del ciego y comienza
a ver claramente (Lc 18, 35-43).
Oculista
que me escuchas: tú sabes muy bien lo que significa atrofia del nervio óptico,
corteza cervical, ceguera de nacimiento... No tiene remedio, ¿verdad? Pues lo
tuvo con una sola palabra de Jesucristo. ¿Qué te parece la prueba?
Otro
día se le presenta un hombre cubierto de lepra, con su carne podrida que se le
caía a pedazos; y aquella piltrafa humana cae de rodillas ante Jesús y le dice
con lágrimas en los ojos: ―Señor, si quieres, puedes limpiarme. Y extendiendo
Él su mano, le toca diciendo: ―Quiero, sé limpio. Y en el acto la carne podrida
del leproso se vuelve fresca y sonrosada como la de un niño que acaba de nacer
(Lc 5, 12-13).
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