Este celestial Espíritu infunde perfecta castidad en los que a Él place. Y hace esto, que así como lo
superior del ánima está con perfecta obediencia sujetísimo a Dios, y recibe de
Él poderosas fuerzas y excelentísima lumbre, estando unido tan perfectamente
con Él y tan regido por la voluntad de Él, que diga el Apóstol (1 Cor., 6, 17):
El que se llega a
Dios, un espíritu es con Él; así esta eficacia de Dios que infunde
fuerza y pone disposición en la parte sensitiva, hace que, dejada la
bestialidad y fiereza que de su naturaleza tiene, obedezca con deleite a la
razón y se le dé muy sujeta. Y aunque en la naturaleza sean diversas, por ser
una espiritual y otra sensual, mas se allega tanto la parte sensitiva a la
razón, y toma tan bien su freno, que anda domada y doméstica; y aunque no es
razón, anda como razonada, no impidiendo, mas ayudando al espíritu, como fiel
mujer a su marido. Y así como hay ánimas de algunos tan miserablemente dadas a
su carne, que no se rigen por otro norte sino por el apetito de ella, y siendo
de naturaleza espiritual, se abaten a la miserable sujeción de su cuerpo, tan transformados
en su carne que se tornan encarnizadas (Así habla el autor en el Trat. 3.0 del
Santísimo Sacramento: «Cuando amas el dinero, está tu alma enumerada; y cuando
amas a la mala mujer, está enumerada encarnizada, etc…) y parecen, en su voluntad
y pensamientos, un puro pedazo de carne, así la sensualidad de esto otros se
junta tanto con la razón, que parece más razón que las mismas ánimas de los
otros.
Dificultosa
cosa de creer parece ésta; mas, en fin, es obra y dádiva de Dios, concedida por
Jesucristo su único Hijo, especialmente en el tiempo de la Iglesia cristiana;
del cual tiempo estaba profetizado (Isa., 11, 6) que habían de comer juntos
lobo y cordero, oso y león; porque las afecciones irracionales de la parte
sensitiva, que como fieros animales querían tragar y maltratar el ánima, son
pacificadas por el don de Jesucristo, y dejada su propia guerra, viven en paz,
como dice Job (5, 23): Las bestias de la tierra te serán pacíficas, y con las
piedras de la región tendrás amistad. Y entonces se cumple lo que es
escrito en el Salmo (54, 14), que dice: Tú, hombre unánime conmigo, y guía mía,
y conocido mío, que comías conmigo los dulces manjares; anduvimos en la casa de
Dios de un consentimiento. Las cuales palabras dice el hombre interior a su
exterior; teniéndole tan sujeto que le llama de un ánima, y tan conforme a su
querer que dice que comen entrambos dulces manjares, y andan en uno en la casa
de Dios, porque están tan amigos, que si el interior come castidad, u ora, o
ayuna y vela, y otros santos ejercicios, hallando mucha dulcedumbre en ellos, también
el nombre exterior hace estas obras, y le saben cómo dulce manjar.
Mas no entendáis por esto que
venga uno en este destierro a tener tanta abundancia de paz, que no sienta
algunas veces, en esto o en otras cosas, movimientos contra su razón; porque sacando a Cristo nuestro Redentor y a su Madre
sagrada, no fue a otros concedidos este privilegio. Mas habéis de entender, que
aunque haya estos movimientos en las personas a quien Dios concede este don, no
son tales ni tantos que les den mucha pena; antes, sin ponerles en estrecho de
mucha guerra, ni quitarles la verdadera paz, son ligeramente por ellos
vencidos. Como si viésemos en una ciudad a dos muchachos reñir, y luego se
apaciguasen, no diríamos que por aquella breve contienda faltaba paz en la ciudad,
si la hubiese en los restantes del pueblo. Y pues este estado confesaban los
filósofos, sin conocer las fuerzas del Espíritu Santo, no sea dificultoso al
cristiano confesar esto, y desearlo a gloria de la redención de Cristo y de su
poder, al cual no hay cosa imposible; de cuyo advenimiento estaba profetizado
que había de haber en él abundancia de paz (Ps., 71, 3, 7). La cual llama
Isaías (66, 12) ser como río. Y San Pablo (Filip., 4, 7) dice ser sobre todo
sentido.
Pues
cuando la carne así estuviere obediente y templada, entonces estamos bien lejos
de oír su lenguaje, y seguros de caer en la terrible maldición que echó Dios a
Adán nuestro padre porque oyó la voz de su mujer (Gen., 3, 17). Antes nosotros
hacemos a ella que nos sirva y oiga nuestra voz; y como a pájaro encerrado en
jaula, le enseñamos a hablar nuestro lenguaje, y ella lo aprende, pues con
presteza nos obedece. De la cual larga obediencia que a la razón tiene, queda
tan bien acostumbrada, que si algo pide, no son deleites, sino necesidad, y
entonces bien la podemos oír, según Dios mandó a Abraham (Gen., 21, 12) que
oyese la voz de su mujer Sara, que era ya muy vieja, y su carne tan enflaquecida
y mortificada que no tenía las superfluidades de otras mujeres de menos edad
(Ibid., 18, 11): y de esta tal carne algo más podemos fiar oyendo lo que nos
dice. Aunque no debemos tanto creerla, que su dicho nos baste; mas debemos
examinarla por la prudencia del espíritu, porque la que pensábamos estar muerta
no se haga engañosamente mortecina, y tanto más peligrosamente nos derribe,
cuando por más fiel la teníamos.
CAPITULO
17
En que se comienza a tratar de los
lenguajes del demonio, y cuánto los debemos huir; y que uno de ellos es
ensoberbecer a un hombre para le traer a grandes males y engaños; y de algunos
medios para huir este lenguaje de la soberbia.
Los
lenguajes del demonio son tantos cuantas son sus malicias, que son
innumerables. Porque así como Cristo es fuente de todos los bienes, que se
comunican a las ánimas de los que con obediencia se sujetan a Él, así el demonio es padre de pecados y tinieblas, que instigando
y aconsejando a sus miserables ovejas, las induce a maldad y mentira, con que
eternalmente se pierdan. Y porque sus astucias son tantas que sólo
el Espíritu del Señor basta para descubrirlas, hablaremos pocas palabras,
remitiendo lo demás a Cristo, que es verdadero enseñador de las ánimas.
Por
muchos nombres es llamado el demonio, para declarar los males que él tiene; mas
entre todos hablemos de dos, que son ser llamado dragón y
león.
Dragón, dice San Agustín, porque
secretamente pone asechanzas; león, porque abiertamente persigue.
La asechanza
que tiene para engañar es esta: alzarnos con la
vanidad y mentira, y después derribar con verdadera y miserable
caída. Ensálzanos con pensamientos que nos inclinan a estimarnos en algo, haciéndonos
caer en soberbia; y como él sepa por experiencia ser este mal tan grande, que
bastó a hacer en sí mismo de ángel demonio, trabaja con todas sus fuerzas de
hacernos participantes en él, porque también lo seamos en los tormentos que él
tiene. Sabe él muy bien cuánto desagrada la soberbia a Dios, v cómo ella sola basta a hacer inútil todo lo demás que el
hombre tuviere, por bueno que parezca. Y trabaja tanto por sembrar esta mala
semilla en el ánima, que muchas veces dice verdades,
y da buenos consejos y sentimientos devotos, solamente para inducir a soberbia,
teniendo en muy poco lo que pierde en que uno haga algún bien, con que le pueda
ganar todo entero, con el pecado de la soberbia, y con otros que tras él
vienen. Porque así como un rey suele andar acompañado de gente, así la soberbia de otros
pecados. La Escritura dice (Eccli., 10, 15): Principio de todo mal es la
soberbia, y quien la tuviere será lleno de maldiciones: quiere
decir, de pecados y de castigos.