San Agustín: La aparición de la Virgen
18. Y
pensaba yo que el diferir de día en día seguirte a ti solo, despreciada toda esperanza del siglo, era porque no
se me descubría una cosa cierta adonde dirigir mis pasos. Pero había llegado el
día en que debía aparecer desnudo ante mí, y mi conciencia increparme así: «¿Dónde está lo que
decías? ¡Ah! Tú decías que por la incertidumbre de la verdad no te decidías a
arrojar la carga de tu vanidad. He aquí que ya te es cierta, y, no obstante, te
oprime aún aquélla, en tanto que otros, que ni se han consumido tanto en su
investigación ni han meditado sobre ella diez años y más, reciben en hombros
más libres alas para volar.»
Con
esto me carcomía interiormente y me confundía vehementemente con un pudor
horrible mientras Ponticiano refería tales cosas, el cual, terminada su plática
y la causa por que había venido, se fue. Mas yo, vuelto a mí, ¿qué cosas no
dije contra mí? ¿Con qué azotes de sentencias no flagelé a mi alma para que me
siguiese a mí, que me esforzaba por ir tras ti? Ella se resistía. Rehusaba
aquello, pero no alegaba excusa alguna, estando ya agotados y rebatidos todos
los argumentos. Sólo quedaba en ella un mudo temblor, y temía, a par de muerte,
ser apartada de la corriente de la costumbre, con la que se consumía
normalmente.
VIII,
19. Entonces estando en aquella gran contienda de mi casa interior, que yo
mismo había excitado fuertemente en mi alma, en lo más secreto de ella, en mi
corazón, turbado así en el espíritu como en el rostro, dirigiéndome a Alipio
exclamé: «¿Qué es lo que nos pasa? ¿Qué es esto que has oído? Levántanse los
indoctos arrebatan el ciclo, y nosotros, con todo nuestro saber, faltos de
corazón, ved que nos revolcamos en la carne y en la sangre. ¿Acaso nos da
vergüenza seguirles por habernos precedido y no nos la da siquiera el no
seguirles?»
Dije
no sé qué otras cosas y arrebatóme de su lado mi congoja, mirándome él atónito
en silencio. Porque no hablaba yo como de ordinario, y mucho más que las
palabras que profería declaraban el estado de mi alma la frente, las mejillas,
los ojos, el color y el tono de la voz.
Tenía
nuestra posada un huertecillo, del cual usábamos nosotros, así como de lo
restante de la casa, por no habitarla el huésped señor de la misma. Allí me
había llevado la tormenta de mi corazón, para que nadie estorbase el acalorado
combate que había entablado yo conmigo mismo, hasta que se resolviese la cosa
del modo que tú sabías y yo ignoraba; mas yo no hacía más que ensañarme
saludablemente y morir vitalmente, conocedor de lo malo que yo estaba, pero
desconocedor de lo bueno que de allí a poco iba a estar.
Me Retiré,
pues, al huerto, y Alipio, paso sobre paso tras mí; pues, aunque él estuviese
presente, no me encontraba yo menos solo. Y ¿cuándo estando así afectado me
hubiera él abandonado? Sentámonos lo más alejados que pudimos de los edificios.
Yo bramaba en espíritu, indignándome con una turbulentísima indignación porque
no iba a un acuerdo y pacto contigo, ¡oh Dios mío!, a lo que me gritaban todos
mis huesos que debía ir, ensalzándolo con alabanzas hasta el cielo, para lo que
no era necesario ir con naves, ni cuadrigas, ni con pies, aunque fuera tan corto
el espacio como el que distaba de la casa el lugar donde nos habíamos sentado;
porque no sólo el ir, pero el mismo llegar allí, no consistía en otra cosa que
en querer ir, pero fuerte y plenamente, no a medias, inclinándose ya aquí, ya
allí, siempre agitado, luchando la parte que se levantaba contra la otra parte
que caía.
20.
Por último, durante las angustias de la indecisión, hice muchísimas cosas con
el cuerpo, cuales a veces quieren hacer los hombres y no pueden, bien por no
tener miembros para hacerlas, bien por tenerlos atados, bien por tenerlos
lánguidos por la debilidad o bien impedidos de cualquier otro modo. Si mesé los
cabellos, si golpeé la frente, si, entrelazados los dedos, oprimí las rodillas,
lo hice porque quise; mas pude quererlo y no hacerlo si la movilidad de los
miembros no me hubiera obedecido. Luego hice muchas cosas en las que no era lo
mismo querer que poder.
Y, sin
embargo, no hacía lo que con afecto incomparable me agradaba muy mucho, y que
al punto que lo hubiese querido lo hubiese podido, porque en el momento en que
lo hubiese querido lo hubiese realmente podido, pues en esto el poder es lo
mismo que el querer, y el querer era ya obrar.
Con
todo, no obraba, y más fácilmente obedecía el cuerpo al más tenue mandato del
alma de que moviese a voluntad sus miembros, que no el alma a sí misma para
realizar su voluntad grande en sola la voluntad.
IX, 21.
Pero ¿de dónde nacía este monstruo? ¿Y por qué así? Luzca tu misericordia e
interrogue -si es que pueden responderme- a los abismos de las penas humanas y
las tenebrosísimas contriciones de los hijos de Adán: ¿De dónde este monstruo?
¿Y por qué así? Manda el alma al cuerpo y le obedece al punto; se manda el alma
a sí misma y se resiste. Manda el alma que se mueva la mano, y tanta es la prontitud,
que apenas se distingue la acción del mandato; no obstante, el alma es alma y
la mano cuerpo. Manda el alma que quiera el alma, y no siendo cosa distinta de
sí, no la obedece, sin embargo. ¿De dónde este monstruo? ¿Y por qué así?
Manda,
digo, que quiera -y no mandara si no quisiera-, y, no obstante, no hace lo que
manda. Luego no quiere totalmente; luego tampoco manda toda ella; porque en
tanto manda en cuanto quiere, y en tanto no hace lo que manda en cuanto no
quiere, porque la voluntad manda a la voluntad que sea, y no otra sino ella
misma. Luego no manda toda ella; y ésta es la razón de que no haga lo que
manda. Porque si fuese plena, no mandaría que fuese, porque ya lo sería.
No
hay, por tanto, monstruosidad en querer en parte y en parte no querer, sino
cierta enfermedad del alma; porque elevada por la verdad, no se levanta toda
ella, oprimida por el peso de la costumbre. Hay, pues, en ella dos voluntades,
porque, no siendo una de ellas total, tiene la otra lo que falta a ésta.
X, 22.
Perezcan a tu presencia, ¡oh Dios!, como realmente perecen, los vanos
habladores y seductores de inteligencias, quienes, advirtiendo en la deliberación
dos voluntades, afirman haber dos naturalezas, correspondientes a dos mentes,
una buena y otra mala.
Verdaderamente
los malos son ellos creyendo tales maldades; por lo mismo, sólo serán buenos si
creyeren las cosas verdaderas y se ajustaran a ellas, para que tu Apóstol pueda
decirles: Fuisteis algún tiempo tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor.
Porque ellos, queriendo ser luz no en el Señor, sino en sí mismos, al juzgar
que la naturaleza del alma es la misma que la de Dios, se han vuelto tinieblas
aún más densas, porque se alejaron con ello de ti con horrenda arrogancia; de
ti, verdadera lumbre que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Mirad lo
que decís, y llenaos de confusión, y acercaos a é1, y seréis iluminados, y
vuestros rostros no serán confundidos.
Cuando
yo deliberaba sobre consagrarme al servicio del Señor, Dios mío, conforme hacía
ya mucho tiempo lo había dispuesto, yo era el que quería, y el que no quería,
yo era. Mas porque no quería plenamente ni plenamente no quería, por eso
contendía conmigo y me destrozaba a mí mismo; y aunque este destrozo se hacía
en verdad contra mi deseo, no mostraba, sin embargo, la naturaleza de una
voluntad extraña, sino la pena de la mía. Y por eso no era yo ya el que lo
obraba, sino el pecado que habitaba en mí, como castigo de otro pecado más
libre, por ser hijo de Adán.
23. En
efecto: si son tantas las naturalezas contrarias cuantas son las voluntades que
se contradicen, no han de ser dos, sino muchas. Si alguno, en efecto, delibera
entre ir a sus conventículos o al teatro, al punto claman éstos: «He aquí dos
naturalezas, una buena, que le lleva a aquéllos, y otra mala, que le arrastra a
éste. Porque ¿de dónde puede venir esta vacilación de voluntades que se
contradicen mutuamente?»
Más yo
digo que ambas son malas, la que le guía a aquéllos y la que le arrastra al
teatro; pero ellos no creen buena sino la que les lleva a ellos.
¿Y qué
en el caso de que alguno de los nuestros delibere y, altercando consigo las dos
voluntades, fluctúe entre ir al teatro o a nuestra iglesia? ¿No vacilarán éstos
en lo que han de responder? Porque o han de confesar, lo que no quieren, que es
buena la voluntad que les conduce a nuestra iglesia como van a ella los que han
sido imbuidos en sus misterios y permanecen fieles, o han de reconocer que en
un hombre mismo luchan dos naturalezas malas y dos espíritus malos, y entonces
ya no es verdad lo que dicen, que la una es buena y la otra mala, o se
convierten a la verdad, y en este caso no negarán que, cuando uno delibera, una
sola es el alma, agitada con diversas voluntades.
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