SÁBADO  SANTO
Los
sacerdotes principales y los fariseos siguieron en su obstinada dureza para no
creer, y permanecieron ciegos. No contentos con haber visto morir en la Cruz al
que odiaban sin motivo, seguían poniendo todos los medios para borrar su nombre
de la memoria de los hombres. Sin embargo, aun muerto, le temían. Los
discípulos seguían escondidos por miedo a los sacerdotes, escribas y fariseos;
y los fariseos, escribas y sacerdotes tenían miedo de los discípulos de Jesús.
Temían que aquellos pocos discípulos, asustados, fueran a pregonar   por  
todas   partes  que 
aquel   muerto   había  
resucitado,   porque   El 
lo  dijo, aumentando así, según
ellos sus embustes. Los   amigos  se  
habían  olvidado  de 
la  promesa   de 
Jesús,  parecían  no  
creer  en   el cumplimiento de su promesa: “al tercer
día resucitaré”. En cambio, los enemigos se acordaban bien, y temían que fuese
verdad. Y no podían permitir que eso ocurriera, que, de nuevo, todos creyeran
en El y restablecieran su título de Rey. Ellos lo habían dicho: “No queremos que
ese reine sobre nosotros”. “Al otro día, al siguiente de la preparación, los
sumos sacerdotes y los fariseos se reunieron  
ante   Pilatos”.  No  
les  importó  para  
eso  que  fuera  
sábado  y el  día  
más solemne de la Pascua. Solamente les preocupaba su odio contra Jesús,
que no permitía dilación.   Los   más  
grandes   celadores   de  
la   observancia   del  
sábado,   que   se escandalizaban de que se curara a un
enfermo en sábado, ahora, para calumniar a un muerto,  no 
les   importaba   faltar  
a  lo  prescrito  
por   la   Ley, 
a  eso   no  
le   llamaban quebrantar el
sábado. Su odio sí que podía quebrantar el sábado, la misericordia de Jesús con
los pobres y enfermos, no dice el Evangelio que se presentaron “ante Pilatos”.
Esta vez no se preocuparon de quedar impuros, no le hicieron bajar al patio del
pretorio, sino que entraron dentro. E hipócritamente   le  
llamaron   “señor”,   al  
que   odiaban   por  
ser   representante   de  
la dominación   romana   le  
llamaron   señor;   así  pretendían   adularle  
para   conseguir   su petición. 
“Señor,   recordamos   que  
este   impostor   dijo  
cuando   aún   vivía:  
“Al   tercer   día resucitaré”. Manda, pues, que quede
asegurado el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan sus discípulos, lo
roben, y digan luego al pueblo: “Resucitó de entre los muertos”, y la última
impostura sea peor que la primera”. Señor, las mentiras de ese hombre fueron
tantas, que aun después de muerto nos preocupan.   Necesitamos  
poner   guardias   en   el   sepulcro.  
Es   verdad   que  
debíamos haberlo pedido nada más ponerle allí, pero ¿quién puede
acordarse de todo? Ahora, dándole vueltas al asunto, nos hemos acordado de que,
mientras vivía, dijo al pueblo que 
había   de   morir  
crucificado,   pero   que  
al  tercer   día  
iba   a   resucitar.  
Así   tenía engañado al pueblo;
les hizo creer que era profeta porque les anunció con tiempo que iba a morir en
la Cruz, pero ya sabía El que la merecía por sus delitos; y ahora los tiene
embaucados con la esperanza de que va a resucitar al tercer día. Pero pronto se
desengañarán cuando vean que no resucita al tercer día.
Por
esto, Señor, te pedimos que mandes poner guardia en el sepulcro hasta que pase
el tercer día porque no nos extrañaría que sus discípulos, para que parezca
verdad su mentira, lo roben y luego digan que ha resucitado. No se atreverán a
venir a decírnoslo a nosotros, pero lo irán propagando entre la gente ignorante
y lo creerán. Es cierto que nosotros no lo creemos ni nos preocupan las habladurías
del pueblo; pero no nos deja de preocupar que se extiendan esas mentiras:
debemos velar por la fe y la pureza de nuestro pueblo. Fíjate, señor, que eran
tantos los que le seguían mientras vivía que llegamos a temer la ruina... moral
de nuestro país. Si esto ocurría mientras estaba vivo, ¿qué ocurrirá si engañan
al pueblo y todos creen que ha resucitado? El daño sería mucho peor que el de antes.
Conviene, señor, prevenir las cosas con prudencia. Te rogamos que pongas
guardia en el sepulcro porque aún estamos a tiempo de evitar este grave inconveniente.
Pilatos escuchó a los sacerdotes y fariseos y se dio cuenta de que todavía le
odiaban. Se sorprendió de que no les bastara con   ver muerto a su enemigo, pero no quiso
enemistarse con gente  tan ladina y  odiosa y les concedió lo que  querían. Pero él también lo hizo de una
manera muy sagaz y prudente. Pilatos no les negó los soldados que le pedían
para que no pudieran decir, si no lo hacía, que los romanos tenían la culpa de
lo que sucediese. Pero tampoco dio la orden a los soldados, así no podían decir
que los había puesto de acuerdo con los discípulos de Jesús para que les
impidieran robar el cuerpo. A tanto tuvo que llegar  la sutileza de Pilatos para no quedar enredado
en la maraña de aquellos envidiosos hipócritas. Les dijo: “Tenéis guardia, id y
aseguradlo como sabéis”. Ya tenéis guardia, bastante la habéis   usado  
para   vuestros   fines;  
hasta   mis   soldados  
os   obedecen.   Mandadles, vosotros sabéis hacerlo mejor que
yo. Parece   que   Pilatos  
quería   burlarse  veladamente  
de   su crueldad,   con 
su  ironía.   Y demostraba también que estaba   harto de ellos y de todo aquel asunto en que
le habían envuelto. “Ellos fueron y aseguraron el sepulcro, sellando la piedra
y poniendo la guardia”. Ellos mismos fueron con los soldados, quisieron
asegurarse por sí mismos. El sepulcro no tenía más que una entrada, solamente
por allí podían robar el cuerpo, y  
sobre  la entrada  estaba  
ya  puesta   una  
gran   piedra.  Sin  
duda   rodaron   la  piedra,  
que   era redonda como una piedra
de molino antiguo. Era fácil de hacer correr porque estaba apoyada sobre un
declive y José tapó la entrada fácilmente; pero quizá era más difícil destapar
la entrada porque había que correr la piedra en sentido contrario al declive,
subiéndola por él. Pero lo hicieron para asegurarse de que el cuerpo muerto
seguía allí. Luego  volvieron   a  
cerrar   y  “sellaron 
la   piedra”.  Quizá  
lo  hicieran   con 
cuerdas,   y poniendo en las
ranuras cera con el sello del sanedrín. Y dejaron los muchos soldados que
trajeron bien distribuidos: unos junto a la puerta del sepulcro y otros
alrededor, para ver al que se acercara y prohibírselo. No era necesaria tanta
cosa por miedo a los discípulos, que ni se les había ocurrido juntarse para
robar el cuerpo. Tenían miedo de ser vistos en público. Tuvo el Señor que   buscarlos  
y   mandarlos   a  
llamar,   cuando   resucitó.  
Pero   era   necesario,  
esta seguridad que pusieron los mismos judíos para que supiéramos bien a
ciencia cierta que había resucitado, para que sus mismos enemigos no tuvieran
motivo alguno para no creer. Ellos mismos habían buscado sus propios testigos,
los soldados, si no les creyeron luego fue sólo culpa suya; fueron los hombres
que ellos mismos eligieron quienes les dijeron aquella mañana que Jesús había
resucitado, no los discípulos. ¡Desdichados y miserables judíos! -dice San
Atanasio-. El que rompió las cadenas de la muerte, ¿no iba a poder romper los
sellos de la sepultura? Daos prisa en guardar el sepulcro,   sellad  
la  piedra,   poned  
soldados,   de   esta 
manera   engrandecéis   más  
la maravilla de la resurrección; pusisteis centinelas que fueron
testigos y pregoneros de la Resurrección del Señor.
La Virgen María espera la Resurrección de su Hijo.
El día
anterior la Virgen se había ido del huerto donde enterraron a su Hijo
haciéndose a sí misma mucha fuerza para arrancarse de allí. Probablemente vivía
durante aquellos días en casa del amigo de Jesús que le cedió el comedor para
que celebraran la cena de pascua. Volvió aquella   tarde 
camino   de  la  
Ciudad. Pasó   de  nuevo 
por  el Calvario y   se le removió el corazón de dolor con el
recuerdo. Juan la acompañaba. Oscurecía; por las calles donde pasaban había su
Hijo arrastrado su dolor con la Cruz a cuestas; pero Juan, al darse cuenta, la
llevó por otro sitio a la casa. Mucha gente la reconocía, al pasar, como la
Madre del Crucificado a quien vieron llorar al pie de la Cruz. Todos seguían
comentando el suceso, y unos le defendían y otros le condenaban; por eso la
llevó Juan por un camino más solitario, para que no oyera cosas que la harían sufrir.
¿Quién es ésa?, dirían. Es la madre de Jesús, y hablarían de ella. ¡Pobre
madre!, dirían en voz baja. ¡Tener un hijo así...! Otros al verla se detendrían,
y se sentirían obligados a decirle alguna palabra de consuelo. Ella lo
agradecía emocionada, “guardando todas estas cosas en su corazón”. Llegaron a
la casa, y allí, que nadie la miraba, rompió a llorar. Vio la mesa en que había
cenado Jesús con sus discípulos, y ninguno de ellos estaba allí, sólo Juan la acompañaba.
Dijo que quería retirarse a su habitación. Y se fue a rezar y a llorar a solas,
puesto su corazón en Dios, en la esperanza alegre del nuevo día. Vinieron
después las otras mujeres y preguntaron por ella; Juan les dijo que estaba en
su cuarto y que no la molestaran. La Virgen, sola, esperaba. Sola en su fe,
rezaba a Dios. “Dondequiera que esté el cuerpo, allí se congregarán las
águilas”. La Virgen, como un águila real, que solía levantar su vuelo a lo más
alto y mirar el sol de hito en hito, estaba ahora abrazada al amor de este
cuerpo muerto de Jesús. Le parecía todavía ver a su Hijo, allí mismo, donde la
noche antes se despidió de ella. Pasaba  
por   su   memoria  
todo   aquel   día  
de   dolor,  
yendo   y   viniendo  
con   El   a  
los tribunales,   la   presencia  
de   su   Hijo  
cuando   Pilatos   lo  
presentó   al   pueblo  
azotado, coronado de espinas, sangrando; vio la mirada de su Hijo en
aquel encuentro camino del Calvario, las largas horas viéndole morir al pie de
la cruz. Se repetía a sí misma la admiración por su silencio, su obediencia al
Padre eterno, su amor a los hombres, y todo lo repetía admitiéndolo y
grabándolo en su corazón. Recordaba toda aquella cosa extasiada, le venía a la
memoria  cada detalle, y lo valoraba como
se valora un tesoro, porque aquél era realmente su Tesoro. No podía hacer otra
cosa si aquel era su Amor: oía sus gemidos en la Cruz, le llegaba aún   el  
eco   de   sus  
divinas   palabras,   y   sus   lágrimas  
y   su   sangre  
parecía   que   le quemaban el corazón. Sus manos y sus pies
heridos cuando le bajaron de la Cruz, ¡cómo deseaba abrazarle de nuevo!
¡Pronto! Cuánto tardaban las horas en pasar. Veía cómo se llevaron sus amigos
aquel cuerpo muerto, y pedía con lágrimas al Eterno Padre que lo resucitara.
Sabía de su Hijo la seguridad que tenía en su Padre Dios, una vez había dicho:
“Padre, Yo sé que Tú siempre me escuchas”, creía sin el  menor resquicio de duda que Jesús iba a
resucitar, y su alma perdía el dolor y se alegraba en la esperanza   de ver  
pronto a   su Hijo   vivo, 
y   de abrazarle.   Se llenaba  
de  alegría imaginándose ya al
Hijo resucitado. Pero luego pensaba en los discípulos de su Hijo que habían
huido, y se preocupaba por ellos,  
deseaba   tenerlos   cerca,  
deseaba   que   estuvieran  
presentes   con   Ella  
en   la Resurrección de Jesús.
Pasó
la noche, y al día siguiente, sábado, decidió resolver su preocupación de la
noche anterior y, con maternal solicitud, habló a sus amigas, seguidoras de
Jesús. Algunas, como sabemos, eran madres de los apóstoles de Jesús: Salomé,
madre de Santiago; María, madre de Santiago el menor y de José, que era
discípulo, y estaba también allí la madre de Simón y de Judas Tadeo, que quizá fuera
la misma María. Habló con ellas, que como madres, también sentían con la Virgen
la cobardía de sus hijos. Decidieron buscarles y encontrarles. ¿Dónde estarían?
Quizá  Juan lo supiera,   quizá la Virgen supiera dónde estaba Pedro,
pues había ido a Ella para pedirle perdón. Todos volvieron a su Madre. Podían
estar contentos y agradecidos de que fuera su Madre quien  intercedía por ellos, y   se había preocupado   de buscarles. Se   sentían avergonzados y le rogaron que
perdonara su cobardía, que hablara bien de ellos a Jesús, para que también les
perdonara. Su Madre empezó a hablar de otra cosa y les abrazó como a su Hijo.
Ni los apóstoles ni los discípulos terminaban de creer en la Resurrección de
Jesús. Pero la Virgen, que les vio tan débiles y asustados, intentó animarles y
hacerles creer. No podía ver que los hombres que su Hijo había elegido para la
conquista del mundo estuvieran tan acobardados y sin fe. Sabía la Virgen María
que su Hijo los amaba, le habían contado que la noche del jueves mandó a los
que venían a prenderle que les dejaran ir sin molestarles, y, además, había
sido nombrada Madre de ellos. Ya les quería hacía tiempo, algunos incluso eran
parientes suyos, ¡cómo no les iba a querer y tanto! Mientras el Señor no
resucitara, ella era la encargada de esta familia. Ella tenía que proteger con
su fe y su esperanza, con el amor de su Hijo, esta naciente Iglesia, débil,
asustada. Nació así la Iglesia: al abrigo de nuestra Madre. Pasaron todos el
sábado junto a la Virgen María, “descansaron según la Ley”. Todos querrían   saber  
cómo   habían   ocurrido  
las   cosas   desde  
que   ellos   le  
abandonaron huyendo. Y ella se lo contaría, les diría cómo su Hijo había
sido afrentado y azotado por ellos, cómo había muerto por su amor, y, para
animarles a creer, les diría que toda la gente se marchó del Calvario
arrepentida, golpeándose el pecho, cómo el centurión romano le llamó Hijo de
Dios en voz alta, les recordó que, mañana, iba a resucitar. Pero ellos no
acababan de creer, aunque no dijeran nada para no herirla. La Virgen María se
había como olvidado de su pena para acudir a la necesidad de los apóstoles,
quería que no fueran débiles, que no tuvieran ya miedo, y les  insistía: ¡Mi hijo lo ha dicho, “al tercer
día resucitaré”! Aun con todo, ellos no acababan de creer. Ella era la única
luz encendida sobre la tierra,  
nuestra   esperanza,   en  
quien   había   nacido  
la   Sabiduría.   Madre  
sin   temor, amable, del buen
consejo, prudente. Ella era la Virgen fuerte y fiel. Nuestra alegría. El refugio
de los pecadores que no acababan de creer. 
La
Estrella de la mañana, radiante de alegría, vio cómo aquellas mujeres iban
camino del sepulcro, aún muy “de madrugada, cuando todavía estaba oscuro”. 
En la habitación,
donde se encontraba la Virgen María, se iluminaba con una luz clarísima y en
medio de ella ya no era el ángel quien la saludaba sino su Hijo amado quien la
consolaba y hablaba con ella iluminándola con palabras que no nos es permitido
decir porque este dialogo solo quedo entre los dos. Además no hay lenguaje que
sepa explayar lo que en esa habitación donde nuestra Madre tuvo el dulcísimo
encuentro con su Hijo quien apareció con toda la majestad de su gloria
infinita. 


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