Lo mismo,
en substancia, dice San Pedro al pueblo, por maravillado de la curación del paralítico que pedía limosna a la puerta del templo. Y añade: Arrepentíos, pues, y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados, a fin de que lleguen los tiempos del refrigerio
de parte del Señor y envíe a Jesús, el
Cristo, que os ha sido destinado, a quien el cielo debía recibir hasta llegar los tiempos de la restauración de todas las cosas, de que Dios habló desde antiguo por boca de
sus santos profetas (Act. 3,19-21). Y ante el Sanedrín, interrogado sobre sus poderes para hacer milagros, declara: En el nombre de Jesucristo
Nazareno, a quien vosotros habéis crucificado, a quien Dios resucitó de entre
los muertos, por El se halla sano ante vosotros. En ningún otro nombre hay salud, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos (Act. 4,10-1;
5,29-32). Y ante Cornelio y su familia declara como fiel testigo de cómo los judíos dieron muerte a Jesús suspendiéndolo de un madero,
pero que Dios le resucitó al tercer día y le dio manifestarse, no a todo
el pueblo, sino a los testigos de antemano elegidos por Dios..., a quienes ordenó predicar al pueblo y atestiguar que por Dios ha sido constituido juez de vivos y muertos (ro, 39-42)
5,29-32). Y ante Cornelio y su familia declara como fiel testigo de cómo los judíos dieron muerte a Jesús suspendiéndolo de un madero,
pero que Dios le resucitó al tercer día y le dio manifestarse, no a todo
el pueblo, sino a los testigos de antemano elegidos por Dios..., a quienes ordenó predicar al pueblo y atestiguar que por Dios ha sido constituido juez de vivos y muertos (ro, 39-42)
No de otro modo habla el
apóstol San Pablo, el cual, desde que vio a Jesús en el camino de Damasco,
comenzó a predicar a los judíos de aquella ciudad, demostrándoles que Jesús era el Mesías (Act. 9,22.
d. 18.5). Así resume San Lucas el comienzo de la predicación del Príncipe de los Apóstoles y de su maestro, San Pablo, el cual en la sinagoga de Antioquía de Pisidia termina así su discurso: En efecto, los moradores de Jerusalén y sus príncipes le rechazaron y condenaron, dando así cumplimiento a las palabras de Los profetas que se leen cada sábado, y, sin haber ninguna causa de muerte, pidieron a Pilato que le quitase la vida. Cumplido todo lo que de EL estaba escrito, le bajaron del leño y le depositaron en un sepulcro; pero Dios le resucito de entre los muertos... Sabed, pues, hermanos, que por éste se os anuncia la remisión de los pecados y de todo cuanto por la ley de Moisés no podíais ser justificados. Todo el que en El creyere, será justificado (Act. 13,27 39).
d. 18.5). Así resume San Lucas el comienzo de la predicación del Príncipe de los Apóstoles y de su maestro, San Pablo, el cual en la sinagoga de Antioquía de Pisidia termina así su discurso: En efecto, los moradores de Jerusalén y sus príncipes le rechazaron y condenaron, dando así cumplimiento a las palabras de Los profetas que se leen cada sábado, y, sin haber ninguna causa de muerte, pidieron a Pilato que le quitase la vida. Cumplido todo lo que de EL estaba escrito, le bajaron del leño y le depositaron en un sepulcro; pero Dios le resucito de entre los muertos... Sabed, pues, hermanos, que por éste se os anuncia la remisión de los pecados y de todo cuanto por la ley de Moisés no podíais ser justificados. Todo el que en El creyere, será justificado (Act. 13,27 39).
En suma, Jesús de
Nazaret, muerto y resucitado es el Mesías prometido a Israel y dado como único salvador y juez de vivos y muertos, era lo primero que los apóstoles ofrecían a los judíos para atraerlos a la fe de los creyentes. Luego vendría el
complemento de esta primera catequesis, y el eco de esto lo hallamos en las
epístolas.
Decía el Señor a los
judíos que Abrahán había visto su día y con esto había exultado en su corazón. Asimismo dice San Pedro que los profetas inquirieron e investigaron la salud de las almas, que nos debla venir por Cristo, y vaticinaron la gracia a los gentiles destinada, y que el Espíritu de Cristo, que en ellos moraba, de antemano testificaba los padecimientos del Salvador y las glorias que habían de seguirlos (1 Petr. I.II). Grande misterio este de la acción del Espíritu Santo en el alma de los profetas y de los justos del Antiguo Testamento sobre la pasión de Cristo.
San Pablo, iluminada su
mente por el mismo Espíritu Santo, se levanta a la primera causa de este
misterio, que constituía el objeto de toda su ciencia. Esta causa es el amor de
Dios, que él no se cansa de ponderar: Dios, dice, probo su amor hacia
nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros (Rom. 5,8). Y
en otra parte, explicando el misterio de la predestinación: El que no
perdoné a su propio Hijo, antes le entrego por todos nosotros, ¿cómo no
nos ha de da con El todas las cosas? (Rom. 8,32). Y poco antes: Pues
lo que a la ley era imposible, per se? débil a causa de la carne, Dios,
enviando a su propio Hijo en carne semejante a la del pecado, y por el pecado,
condeno al pecado en la carne, para que la justicia de la ley se cumpliera
en nosotros (Rom 8,3S). Todo esto es una declaración de aquellas divinas palabras
de San Juan: Porque tanto amo Dios al mundo, que le dio a su unigénito
Hijo, para que todo el que crea en El no
perezca, sino que tenga la vida eterna. (lo.
3,16).
Al amor del Padre
corresponde el amor del Hijo, que es una cosa con El. De este amor dice San Juan: En esto hemos conocido la caridad, en que El dio su vida por nosotros, y nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos (,1 lo. 3,16). San Pablo siente también habla de esta
caridad de Cristo, que nos constriñe, persuadidos como estamos de que, si uno murió por todos, luego
todos son muertos, y murió por todos para que los que viven no vivan ya para sí, sino para Aquel que por ellos murió y resucito (2 Cor., 5,14S). Y en el principio de la Epístola a los Gálatas asegura que Nuestro Señor Jesucristo se entrego por nuestros pecados para librarnos de, este siglo malo, según la voluntad de nuestro Dios y Padre (1,4). La idea de que Cristo se entregó a la muerte por
nuestros pecados se halla tan grabada en el corazón de los apóstoles, que la
encontramos en muy varias formas repetida: Porque, cuando todavía éramos débiles, Cristo, a su tiempo, murió por los impíos, dice San Pablo (Rom. 5,6). Y ésta era su enseñanza: Pues, a la verdad, os he transmitido, en primer lugar, que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras (1 Coro 15,3). Y este mismo es el pensamiento de San Pedro: Cristo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que, muertos al pecado, viviéramos para la justicia, y por sus heridas hemos sido curados (1 Petr. 2,24). Y poco más adelante: Porque
también Cristo murió una vez por los pecados; el justo, por los injustos, para
llevarnos a Dios (1 Petr. 3,18). Y esto era para los apóstoles norma
suprema de vida. Cristo, que con su pasión había abrogado la ley (Gal, 2,19s),
no lo hizo para dejar al hombre entregado al capricho de sus pasiones, sino
para darse a sí mismo por ley y norma de vida, según lo que dice San Pedro: que
Cristo padeció por nosotros para que sigamos sus pisadas (1 Petr. 2,21).
Y San Pablo confiesa que En mil maneras somos atribulados y llevamos siempre
en el cuerpo la mortificación de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste
en nuestro cuerpo (2 Cor. 4,10). Y, por fin, añade que Cristo murió por
todos, para que los que viven no vivan ya para sí, sino para Aquel que por
ellos murió y resucito (2 Coro 5,15). Lo mismo había declarado ya antes a
los Tesalonicenses: Que no nos destinó Dios a la ira, sino a la salvación
por nuestro Señor Jesucristo, que murió por nosotros para que en vida y en muerte vivamos unidos a El (1 Thes. 5,9S). Tal unión se manifiesta sobre todo en los sufrimientos. Por esto, el mismo Apóstol
empieza su primera carta a los Tesalonicenses ponderando las tribulaciones que habían sufrido en el principio de su conversión, con lo que se hicieron imitadores del Apóstol y del Salvador (1,6), Concuerda con esto San Pedro, que exhorta a los fieles a alegrarse en la medida en que participan en los padecimientos de Cristo (1 Petr. 4,12). Y el Apóstol de las gentes se gloriaba de llevar en su cuerpo los estigmas o señales del Señor Jesucristo (Gal, l. 6,21). Estas señales, que él consideraba como testimonios auténticos de su apostolado, no son otra cosa que los infinitos trabajos sufridos en sus correrías apostólicas, de las cuales se gloriaba, como de gracias que le asemejaban a Jesucristo y le conferían la gloria de vivir enclavado con El en la cruz (2 Cor. II, 23-30; Gal. 2, 20; 6,14).
empieza su primera carta a los Tesalonicenses ponderando las tribulaciones que habían sufrido en el principio de su conversión, con lo que se hicieron imitadores del Apóstol y del Salvador (1,6), Concuerda con esto San Pedro, que exhorta a los fieles a alegrarse en la medida en que participan en los padecimientos de Cristo (1 Petr. 4,12). Y el Apóstol de las gentes se gloriaba de llevar en su cuerpo los estigmas o señales del Señor Jesucristo (Gal, l. 6,21). Estas señales, que él consideraba como testimonios auténticos de su apostolado, no son otra cosa que los infinitos trabajos sufridos en sus correrías apostólicas, de las cuales se gloriaba, como de gracias que le asemejaban a Jesucristo y le conferían la gloria de vivir enclavado con El en la cruz (2 Cor. II, 23-30; Gal. 2, 20; 6,14).
Santo Tomás tenía especial
devoción por la pasión de, Jesucristo, y
el Señor le había concedido una inteligencia grande de sus misterios,
que él gustaba de explicar, sea al pueblo en sus sermones, sea a los doctos en sus comentarios al Nuevo Testamento. Las cuestiones de la
Suma que tratan de este misterio fueron escritas el último año de la
vida del Santo, y parece que fue sobre ellas y no sobre la Eucaristía
sobre las que recibió de la imagen del crucifijo aquella aprobación: "Bien has escrito de mí, Tomás».
el Señor le había concedido una inteligencia grande de sus misterios,
que él gustaba de explicar, sea al pueblo en sus sermones, sea a los doctos en sus comentarios al Nuevo Testamento. Las cuestiones de la
Suma que tratan de este misterio fueron escritas el último año de la
vida del Santo, y parece que fue sobre ellas y no sobre la Eucaristía
sobre las que recibió de la imagen del crucifijo aquella aprobación: "Bien has escrito de mí, Tomás».
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