El Señor instituye el Santísimo Sacramento
Había
llegado la hora en que Jesucristo nuestro Señor, sumo y eterno sacerdote según
el orden de Melquisedec, tenía
que ofrecer su
Cuerpo y Sangre
en un verdadero sacrificio. Con él iba a
reconciliar a todo el mundo con Dios. &Ese mismo Cuerpo y Sangre, que sería
sacrificado en la cruz, quedó perpetuamente entre nosotros, bajo la apariencia
de pan y de vino, para que fuese nuestro sacrificio limpio y agradable que
ofrecer a Dios, bajo la nueva ley de la gracia. Jesucristo está realmente
presente en ese Sacramento, y nos da
su Cuerpo como verdadera comida, y su Sangre
como verdadera bebida en prueba
de su amor,
para fortalecer nuestra
esperanza, para despertar nuestro
recuerdo, para acompañar nuestra soledad, para socorrer nuestras necesidades, y
como testimonio de nuestra salvación y de las promesas contenidas en el Nuevo
Testamento. Amorosamente preocupado por el futuro de su Iglesia, y ya a las
puertas de su pasión y de su muerte, no hacía otra cosa sino encomendar y
ordenar las cosas de modo que no faltase nunca ese Pan hasta el fin del
mundo[2].Estaban los apóstoles atentos y en tensión para ver lo que iba a
ocurrir con aquella nueva ceremonia. El Salvador “se vistió la túnica que se
había quitado, se sentó otra vez a la mesa” y, como si fuese a empezar otra
nueva cena, mandó a sus apóstoles que se reclinaran como El. Todos expectantes,
les dijo: “Habéis visto lo que he hecho con vosotros. Me llamáis Maestro y
Señor, y es verdad, porque lo soy; pues si Yo, que soy vuestro Maestro y
vuestro Señor, os he lavado los pies, quedáis obligados a hacer vosotros lo
mismo” con caridad y humildad, por dificultoso que os parezca y aunque os desprecien.
“Porque Yo os he dado el ejemplo, así que, como lo he hecho Yo, de la misma
manera lo tenéis que hacer vosotros; porque el siervo no es más que su señor ni
el enviado es más que el que le envía. Si entendéis bien estas cosas, seréis
felices cuando las hagáis”. Es maravilloso advertir cómo el Salvador no perdía
ocasión para demostrar a Judas la tristeza que le causaba su traición, y quería
hacer ver que no iba engañado a la muerte, sino porque quería; por eso añadió:
“Os ha dicho que seréis felices, pero no lo digo por todos, se ha de cumplir la
Escritura: El que come a mi mesa me ha de traicionar. Digo esto ahora y con
tiempo, antes de que se haga, para que cuando lo veáis cumplido creáis lo que
os he dicho que soy”
Todos
le miraban sobrecogidos, advirtiendo en su cara y en su postura que trataba de
hacer algo grande y desacostumbrado. El Señor tomó un pan ácimo sin levadura,
de aquellos que sobraron de la primera cena, y levantó los ojos al cielo, hacia
su Eterno Padre, para que vieran que de Él venía el poder de realizar una obra
tan grande. Dio las gracias por todos los beneficios que había recibido y,
especialmente, por el que en aquel momento le era dado hacer a todo el mundo.
Bendijo el pan con unas palabras nuevas a fin de preparar un poco a los apóstoles
a aquella grandiosa novedad que quería hacer. Partió el pan de modo que todos
pudieran comer de él, y lo consagró con sus palabras: el pan se convirtió en su
Cuerpo, y parecía pan, y, a la vez, su mismo Cuerpo estaba presente y también
visible a los ojos de los apóstoles. Las palabras con las que consagró el pan
daban a entender claramente cuál era la comida que les daba: “Tomad, comed,
esto que os doy es mi Cuerpo, el mismo que ha de ser entregado en la Cruz por
vosotros y por la salvación de todo el mundo”. Dio a cada uno de aquel pan consagrado, y todos lo
tomaron y comieron, y sabían lo que era aquello, porque el Salvador se lo dijo
con palabras bien claras. Había también sobre la mesa, entre otras, una copa de
vino mezclado con un poco de agua; tomó el Señor la copa o cáliz en sus manos,
dio gracias al Padre Eterno, lo bendijo también con una bendición nueva, lo
consagró con sus palabras y aquel vino se convirtió en su Sangre. Aquella misma
Sangre que corría por sus venas estaba realmente presente también en aquella
copa, y parecía vino. Las palabras con las que había consagrado el vino fueron
tan claras que los apóstoles entendieron bien lo que les daba a beber: “Bebed
todos de éste cáliz, porque ésta es mi Sangre con la que confirmo el Nuevo Testamento;
la misma Sangre que derramaré por vosotros en la cruz para que se os perdonen
los pecados”. El Salvador había venido al mundo para hacer una humanidad nueva,
y para establecer con ella una nueva Alianza y un Testamento mucho mejor que el
Viejo Testamento que había establecido antes con los antiguos judíos. Los
mandatos de este Testamento Nuevo son más suaves y más perfectos; y las
promesas que se hacen, más grandes, porque ya no se refieren a bienes
temporales sino eternos. Y este Nuevo Testamento se confirmó no con sangre de
animales, como el Viejo, sino con la Sangre del Cordero sin mancha, que es
Cristo. La Sangre que Jesucristo derramó en la cruz tuvo la eficacia de quitar
todos los pecados del mundo. Este fue el Testamento que instauró el Señor en su
última cena, y estaban presentes los doce apóstoles representando a la futura
Iglesia. Para dar mayor firmeza a lo que
ordenaba, el Señor dio a beber su Sangre con estas palabras: “Esta es mi
Sangre con la que confirmo el Nuevo
Testamento; la misma Sangre que derramaré por vosotros en la cruz para que se
os perdonen los pecados”. El Señor pretendía que este Sacrificio y Sacramento
durase en su Iglesia hasta el fin del mundo, por eso, no sólo consagró El mismo
pan y el vino sino que dio ese poder a los apóstoles, para que ellos también
consagraran y transmitieran ese poder “hasta que El
viniese” a juzgar
el mundo. Les
mandó expresamente que
cuantas veces celebrasen este
sacrificio lo hicieran acordándose de Él, y del amor con que moría por los
hombres. Por legado tan rico como es su Cuerpo y su Sangre, y todos los tesoros
de gracia que mereció con su Pasión; así nunca podrían olvidarse de Él:
“Siempre que hagáis esto, hacedlo acordándoos de Mí”. Este Pan está destinado
al sustento de los hombres que van como peregrinos por el mundo. Es tan grande
y fuerte el fuego de su amor, que
hace a los hombres santos, los
transforma con el amor de quien les tiene tanto amor. Estas divinas palabras
deben ser recibidas con fe y todo agradecimiento. Aquel Señor que no engaña
dijo: “Tomad y comed, que esto es mi
cuerpo. Bebed todos de este
cáliz, que es mi sangre”. Es
grande su generosidad, sólo digna de Dios. ¿Qué podré yo darte, Señor, por ese
beneficio? Diré con todo el afecto de mi corazón: Mira, Señor, este es mi
cuerpo; te lo ofrezco en el dolor, en la enfermedad, en el cansancio y la
fatiga, en la penitencia; esta es mi sangre, te la ofrezco si Tú quieres que
tenga que derramarla por tu gloria; esta es mi alma, que quiere obedecer en todo
Tu voluntad.
La
Virgen María no ignoraba la causa por la que el Hijo de Dios se había hecho
hombre en sus entrañas. Sabía que era para redimir a los hombres y que, por
ello, sufriría un cruel tormento, y derramaría su sangre, y moriría en la cruz.
Lo sabía por lo que había leído y meditado en la Sagrada Escritura, aun antes
de que su Hijo se encarnara; lo sabía también por la profecía del viejo Simeón,
cuando ella y José presentaron a Jesús en el Templo. Y además lo supo gracias a
las frecuentes conversaciones que tendría con su Hijo sobre este tema. Porque
si el Señor anunció tantas veces su muerte a los discípulos, mucho más avisaría
a su Madre. En aquellas largas conversaciones, a solas con ella, le explicaría
la Escritura, y así le mostraría mejor la conveniencia de que Cristo padeciese
antes de entrar en su gloria. Si el Salvador advirtió varias veces a sus
discípulos, ¿cuánto más y mejor lo haría a su Madre, para consolarse y
descansar en ella? Los discípulos no entendían este misterio y el Señor no
encontraba consuelo al hablar con ellos. La primera vez que se lo dijo,
quisieron convencerle de que no debía padecer,
eso es lo que intentó
Pedro. Cuando volvió a
anunciarles su muerte,
ya próxima, como vieron
que no había
esperanza de impedírselo porque
el Salvador estaba dispuesto a
padecer, se pusieron tristes y se asustaron. Después, mientras rezaba en el
Huerto de los Olivos, y ellos estaban ya
prevenidos y repetidamente avisados, al verle en aquella agonía y que intentaba
consolarse con ellos “se caían de sueño por la tristeza”. El Salvador no podía
encontrar descanso en ellos: unas veces tenía que reprender su celo imprudente;
otras, animar su flojera con un consuelo; otras veces tenía que exhortarles con
su doctrina y fortalecerles contra la tentación. Si, a pesar
de esto, el
Señor insistía en
confiar su pena
y buscar alivio
en donde encontraba tan poco,
¿cómo no iba a hacerlo también en su Madre? Le haría saber sus preocupaciones
y tristezas, y así
descansaría en ella.
Le contaría las calumnias
y envidias, el odio y la persecución que sufría; le prevendría del fin
en que había de terminar todo: entre aquella borrasca y tempestad iba al final
a morir ahogado entre las olas. Muchas veces trataría con su Madre de estas
cosas, desahogándose. Ella entendía profundamente este misterio, lo aceptaba
con plena conformidad, lo sentía con toda su ternura, y ofrecía su dolor llena
de fe, porque su corazón es semejante y muy unido y casi uno con el de su Hijo.
Siempre que la
Virgen María pensaba
en la pasión
de Jesús, sentía
ya con la experiencia lo que había profetizado
Simeón: “tu alma será atravesada con un puñal”. Cada vez que veía a su Hijo le
venían a la mente los tormentos que sufriría en cada uno de sus miembros:
imaginaba su cabeza clavada de espinas, su cara abofeteada, la espalda
sangrante de azotes, los pies y las manos clavados, su pecho herido por la
lanzada... Al abrazarle, abrazaba, juntos en su corazón, su cuerpo y aquellas
torturas, y decía: “Manojito de mirra es mi Amado para mí, yo le daré cobijo entre mis pechos”. Se despertaba
en la Virgen un grande y cada vez más ardiente amor. Con la luz del
Espíritu Santo conocía
bien la Majestad
de Dios y
la maldad de
los hombres, la amargura del dolor que por ellos
padecería. “Consideraba estas cosas en su corazón” y advertía la grandeza del
amor de Dios y el inmenso beneficio que hacía a todos los hombres. A
este conocimiento correspondía ella
en su humildad
con un profundo agradecimiento a Dios, con un
encendido amor por los hombres, a quienes “Dios tanto había amado,
que les entregaba
a su Hijo”.
Ella también, estimulada
por la generosidad divina,
deseaba emplearse toda entera en la salvación de los pecadores. Nunca se ha de
cansar nuestra Madre de interceder por nosotros, y ahí estriba nuestra
esperanza pues, por nuestro bien, quiso que se realizara aquello para lo que
vino al mundo su Hijo: derramar su sangre, precio de nuestra redención. Estaba
la Virgen María advertida, había meditado continuamente en la pasión de su
Hijo, por eso vino a Jerusalén, porque sabía que aquella era la noche en que
iba a ser entregado a la muerte. Entró, con las otras mujeres que de ordinario
acompañaban a Jesús, en la misma casa
donde su Hijo iba a celebrar la Pascua. Aunque
en otra habitación, iba
enterándose de lo que el Salvador hacía, decía y mandaba. Preparó la cena, como
tantas otras veces lo había hecho; ¿qué trabajo se le iba a hacer duro si su
mismo hijo lavaba los pies a sus apóstoles? Supo cómo su hijo les daba a comer
su Cuerpo y a beber su Sangre, y para que durase hasta el fin del mundo. Más
que
ninguna otra
persona advirtió la
hondura de este
misterio, y supo
valorar la inmensidad de este
beneficio, y agradecer este consuelo que le daba en la ausencia de su Hijo, y
esta compañía en su soledad..., más que nadie, porque nadie como ella estaba
herida de amor, e iluminada con la luz del Espíritu. Oiría la larga despedida
con que su Hijo se separaba de los apóstoles, y esperaría el final de aquella
enamorada despedida. El Señor se puso en pie con firme resolución; los
apóstoles le imitaron; juntos, dieron gracias a Dios, y cantaron lo que tenían
por costumbre después de la cena. A eso parece referirse el Evangelio: “Cantado
el himno”, salieron. Este himno constaba de siete salmos enteros,
y empieza con el salmo
112: “Alabad, hijos, al Señor...”, y termina con
el salmo 118:
“Bienaventurados los que
caminan limpios...”. En
esta noche de tanta preocupación y dolor, el Salvador dio las gracias a
su Eterno Padre, y lo hizo despacio, cantando. Nos da ejemplo de verdadero
agradecimiento, y también de fiel
obediencia a lo
que la Ley
mandaba: “Cuando comas
con abundancia y satisfacción, cuídate de bendecir y dar
las gracias al Señor tu Dios por la tierra tan fértil y excelente que te ha dado”.
Al ver la Virgen a su Hijo en pie, se retiró para esperar a solas el último abrazo,
la última despedida que
tanto esfuerzo le
había de costar.
Le vio aparecer
con la tranquilidad y el sosiego
de siempre, la
cara encendida por
la larga conversación después de la cena, pero más por
la conmoción que sentía dentro. Delante de ella, con el amor que este Hijo
sentía por esta Madre, les diría: “Madre, no vengo a decirte nada que no
sepas ya; vengo
a despedirme para...
lo que ya sabes.
Me he consolado hablando muchas veces de eso contigo.
Da gracias a Dios, Madre, porque te ha cabido en suerte tener un Hijo que va a
morir por la Justicia, pero la Justicia de Dios por salvar a los hombres y
hacerlos hijos suyos. Anímate, Madre, que el fruto es grande; todo pasará
pronto; en seguida volveré a verte, y ya inmortal y lleno de gloria. Al hacer
esto cumplo el mandato de mi Padre, y hago su Voluntad. Me iré más consolado
si tú
te quedas un
poco más consolada
también. Tengo prisa,
Madre; dame tu bendición..., y abrázame”. Las lágrimas
corrían por las mejillas de la Virgen. El corazón se le partía de dolor por el
constante esfuerzo por obedecer y amar lo que Dios disponía. Y era grande su
amor, pues pudo ofrecer al Hijo, a quien tanto quería; por la gloria de Dios,
por la salvación de los hombres. La Virgen quizá respondiera: “Hijo mío, que
sea tu Padre quien te dé la bendición desde el cielo. Yo soy la esclava del
Señor, que se cumpla en mí su Voluntad”. El
Salvador lloró; se
enterneció y lloró
de ver llorar
a su Madre.
Mudos los dos, hablándose ya sólo con el sentimiento,
se echaron en brazos el uno del otro y, en silencio, se separaron luego. Ella
le siguió con los ojos hasta perderle de vista.
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