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lunes, 1 de abril de 2019

El santo cura de Ars y el Demonio



Otro testimonio
Pero aquí tenemos, siempre en la biografía escrita por el abate Monnin, un segundo testimonio.
En 1842 —por tanto trece años después de la visita del abate Bibot — llegó a Ars un penitente, pero que vacilaba aún en su resolución de confesarse con el santo cura de Ars. Se trataba de un antiguo militar convertido en gendarme, en el departamento del Ain.
Se había, como todos los demás, levantados en plena noche para esperar a la puerta de la iglesia la llegada del confesor tan famoso que todos veneraban.
Mientras tardaba en llegar, el hombre dio unos pasos alrededor de la iglesia, junto al presbiterio. Había sufrido recientemente aflicciones y le quedaba como una impresión a la vez de tristeza, de inquietud y de terror religioso, todo ello mal analizado, en el fondo de sí mismo. La verdad cristiana lo atraía y le daba miedo. Quería confesarse, pero se libraba aún un tremendo combate en su espíritu, alrededor de su decisión de convertirse
Fue en el transcurso de esta lucha que tantos otros han conocido, ya sea en Ars, ya sea en otra parte, que oyó súbitamente un ruido extraño que le pareció provenir de la ventana del presbiterio.
"Escucha —escribe el abate Monnin— una voz fuerte, aguda y estridente, como debe ser la de los condenados; esa voz repite varias veces estas palabras que llegan claramente a sus oídos: «¡Vianney! ¡Vianney! ¡Ven pues! ¡Ven pues!» Este grito infernal lo hiela de horror. Se aleja presa de una extrema agitación. En ese momento, en el gran reloj del campanario suena la una. Pronto aparece el señor cura con una lámpara en la mano. Encuentra al hombre todavía presa de una viva emoción, lo tranquiliza, lo conduce hasta la iglesia y, antes de haberlo interrogado y haber oído la primera palabra de su historia lo deja atónito con éstas palabras: «Amigo mío, tiene usted penas; acaba de perder a su mujer como consecuencia de un parto. Pero tenga confianza; Dios vendrá en su ayuda. . . Es menester primero poner orden en su conciencia; pondrá usted después más fácilmente orden en sus asuntos.»
"—No traté de resistir — cuenta el gendarme — caí de rodillas, como un niño, y empecé mi confesión. En mi perturbación apenas podía ligar una idea con la otra, pero el buen cura me ayudó. Pronto había penetrado en el fondo de mi alma; me reveló cosas que no pudo haber conocido y que me asombraron más allá de toda expresión.
No creía yo que se pudiera leer así en los corazones."
A propósito de este nuevo testimonio, no está, sin duda, fuera de lugar subrayar que uno de los rasgos que será menester destacar en el capítulo que deseamos consagrar a la posesión diabólica y a sus signos reveladores, es justamente el del conocimiento de hechos ocultos. Y en nuestros capítulos ulteriores, en varias ocasiones tendremos que dar ejemplos de este conocimiento de las conciencias por parte de Satán.
¿Qué quiere decir? ¡No era por el demonio, ciertamente, que el santo cura de Ars poseía el don de leer en las almas! Lo que Satán conoce, podemos casi asegurarlo, surge de sus dones de espíritu angélico, aunque sea un ángel caído. En el abate Vianney, por el contrario, el conocimiento del secreto de las conciencias era el más admirable de los carismas, aquel por el cual conseguía los más grandes resultados para la conversión de los pecadores. La declaración del gendarme que acabamos de anotar no es más que un ejemplo entre miles.
Testimonio del médico
Estamos ahora en posición de rechazar las explicaciones demasiado sumarias según las cuales se trata de atribuir los hechos diabólicos consignados aquí a los ayunos excesivos del abate Vianney o a una tendencia en él a ver lo sobrenatural en todo lo que le acontecía.
Sus colegas habían empezado por ahí. Pronto hicieron marcha atrás. Habían terminado, todos, por rendir homenaje a su serenidad robusta y sana, al realismo tranquilo de sus relatos sobre Satán. Efectivamente, él hablaba de todo ello sin hacerse rogar. A menudo, hacía bromas al respecto. Catherine Lassagne ha anotado muchas veces lo que les decía sobre este asunto a quienes lo rodeaban. Era también, lo hemos visto, una de sus réplicas al demonio: "¡Les diré lo que haces para que se burlen de ti! . . ."
Pero no dejemos de oír sobre este tema lo que pensaban sus médicos.
Quienes lo han conocido dijeron, todos, que era un hombre dotado de un perfecto equilibrio físico y moral.
Cuando interrogaron a su médico* habitual, M. J. B. Saunier, precisamente sobre las infestaciones, y como se atrevieron a pronunciar delante de él la palabra "alucinación", este respondió categóricamente: "Sólo tenemos una palabra que decir en lo tocante a las llamadas explicaciones psicológicas de los fenómenos de este tipo. Si es que estas explicaciones pueden ser admitidas cuando se trata de informar sobre hechos rodeados de circunstancias patológicas concomitantes, que descubren su naturaleza y que en general nunca dejan de producirse — estupidez, convulsiones, signos de demencia —, se torna imposible atribuirles la misma causa cuando se hallan unidos, como en el caso del señor Vianney, al cumplimiento regularísimo de todas las funciones del organismo, a esa serenidad de ideas, a esa delicadeza de percepción, a esa seguridad de juicio y de miras, a esa plenitud de posesión de sí mismo, al mantenimiento de esa salud milagrosa que no conocía casi desfallecimientos en medio de la incesante serie de tareas que absorbieron semejante existencia." Este médico tiene razón. Los dones sobrenaturales con que Dios honró al cura de Ars se hallaban injertados en cualidades de naturaleza que la historia comprueba sin esfuerzo. Más que ningún otro sacerdote de su diócesis, y quizá de su tiempo, tenía las aptitudes necesarias para ejercer con ventaja las funciones de exorcista. Su obispo, monseñor Devie, el que un día dijo, para cerrarles la boca a ciertos críticos: "No sé si el cura de Ars es instruido, pero sé que es un iluminado", estaba tan convencido de ello que le había dado un permiso general para usar sus poderes de exorcista todas las veces que se le presentara la ocasión. Lo veremos actuar en otro capítulo de nuestro libro.
Pero antes es necesario que continuemos nuestro estudio sobre los ataques del demonio en esta vida de un santo de nuestra época.
La más grande de las tentaciones
En el gran panegírico de san Jean-Marie Vianney que monseñor Fourrey, obispo de Belley, expuso en Nuestra Señora de París en el año del centenario, el 12 de abril de 1959, las infestaciones diabólicas estaban descritas en estos términos: "No me explayaré en evocar aquí los tormentos extraños que, repetidos a lo largo de treinta y cinco años, hubieran ineluctablemente paralizado el ministerio de cualquier otro sacerdote. En cuanto hubo discernido el origen diabólico de ellos, él se tranquilizó: el Señor que él servía era más fuerte que el Adversario. Llegó hasta regocijarse cuando los fenómenos nocturnos se hicieron particularmente aterradores: era para él la señal que al día siguiente grandes pecadores — «peces gordos», como él decía — llegarían hasta su confesionario, prisioneros de la gracia."
Pero el elocuente prelado añadió en seguida, indicando el rasgo más importante, a su juicio, de las persecuciones demoníacas, en esta vida de un gran santo.
"Deseo señalar — dijo el obispo — el juego más sutil del espíritu maligno, tratando de hundirlo en la desesperación, luego de separarlo — so pretexto de una más alta santidad —, de la función que la Iglesia le había encomendado.
"La obsesión de la salvación de las almas que colmaba el corazón del cura de Ars iba a convertirse en la pasión santa de la cual — paradójicamente — el enemigo de todo lo bueno iba a servirse para cegarlo. Iba a encerrar al hombre de Dios en el drama íntimo más desgarrador que pueda concebirse. Al querer salvar las almas ¿no arriesgaba él, ignorante, incapaz, de conducirlas a la perdición y de condenarse junto con ellas?' Su verdadero deber ¿no era hacerse a un lado ante un sacerdote de valor y ocultar en- el retiro, la oración, la penitencia, su inmensa miseria? Pero he aquí el desgarramiento que hace presa de él: el jefe de la diócesis le ordena permanecer en su puesto, continuar en sus funciones, esa función superior a sus fuerzas que tiene miedo de traicionar."
Nada más conmovedor que este drama. ¡El demonio ha atacado al santo por lo que podíamos llamar su "punto débil" y ese "punto débil" es en realidad su "punto fuerte!" ¡Es el sacerdote fiel, es el que ama, que desea servir! Pero es el que conoce su nada, que se humilla ante su Jesús. ¡Y el demonio entra en su juego, se apodera de esta humildad para llevarla a cierto exceso que, de una virtud muy grande haría el más temible de los peligros para el alma del santo! ¿Puede concebirse una maniobra más hábil ni más peligrosa para aquel contra el cual estaba dirigido? Agreguemos que lo que reforzaba al santo cura en sus designios de retiro, era su creencia, como lo han creído muchos santos sacerdotes antes que él, y aun mismo de su época, que conviene poner un poco de espacio entre el ejercicio del ministerio y la muerte para reparar en la penitencia, todas las insuficiencias de la acción en el transcurso de una vida.
"El Maligno —prosigue monseñor Fourrey— trata de atrapar al cura de Ars en la única trampa en la cual puede caer. Lo empuja por un camino que no es el que Dios le ha trazado, poniendo en juego la angustia de conciencia en la cual se debate.
"Escuchemos al hermano Athanase: «El servidor de Dios tenía muchas penas interiores. Estaba particularmente atormentado por el deseo de soledad: hablaba de ello con frecuencia. Era como una tentación que lo obsesionaba durante el día y más aún por la noche.» «Cuando no duermo a la noche — me decía —, mi espíritu viaja siempre: estoy en la Trapa, en la Cartuja; busco un rincón donde llorar mi pobre vida y hacer penitencia por mis pecados.» Decía también a menudo que no comprendía cómo, al ver sus miserias, no se entregaba a la desesperación. Tenía un terror muy grande de los juicios de Dios; cada vez que hablaba de esto temblaba; lloraba y decía que su mayor aprensión era la de caer en la desesperación en el momento de su muerte. Temía y llevaba con miedo su carga pastoral. No quería morir siendo cura. Fue este temor, lo confiesa, la causa de su segunda tentación de evasión. «Quise — me dijo— poner a Dios contra la espada y la pared, con el fin de hacerle ver que si muero en mi cargo de cura es muy a pesar mío y porque El lo quiere.»"







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