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sábado, 1 de diciembre de 2018

EL SANTO ABANDONO. DOM VITAL LEHODEY




Sin embargo, por perfecto que sea nuestro desasimiento de la reputación, nuestro abandono en Dios en lo a ella referente, no podemos menos de tener un cuidado razonable.
Expresamente lo recomienda el Sabio; y, por consiguiente, es voluntad de Dios significada. La buena reputación, dice San Francisco de Sales, «es uno de los fundamentos de la sociedad humana, sin la cual no sólo somos inútiles al público, sino también perjudiciales a causa del escándalo que de nosotros recibe; la caridad, pues, lo exige, y la humildad se complace en que nosotros conservemos y deseemos con toda diligencia el buen nombre. Además, no deja de ser muy útil para la conservación de nuestras virtudes, en particular, de las virtudes aún débiles. La obligación de conservar nuestra reputación y de ser tales que se nos pueda estimar, estimula a un ánimo generoso con poderosa y dulce violencia. Con todo, no seamos demasiado apasionados, exigentes y puntillosos para conservarla. El desprecio de la injuria y de la calumnia es por lo regular un remedio mucho más saludable que el resentimiento; el desprecio hace que se desvanezcan, y el resentimiento, al contrario, parece darles consistencia. Es necesario ser celoso, mas no idólatras de nuestro buen nombre.»
«Renunciemos, pues, aquella conversación y a aquel trato inútil, aquella amistad frívola, aquellos modales inconsiderados si ofenden la buena fama, porque el buen nombre es mucho más estimable que todo vano solaz; pero si murmuran, nos reprenden y calumnian a causa de los ejercicios de piedad, los progresos en la devoción y la diligencia en buscar los bienes eternos, dejémoslos hablar, puestos siempre los ojos en Jesucristo crucificado, que será el protector de nuestra fama. Si permite que nos la arrebaten, será para devolvernos otra mejor o para hacernos adelantar en la santa humildad, de la cual una sola onza vale más que mil libras de honra. Si injustamente somos censurados, opongamos con serenidad la verdad a la calumnia, y si ésta persevera, perseveremos también nosotros en humillarnos, pues nunca estará más al abrigo que cuando la ponemos juntamente con nuestra alma en manos de Dios.
Exceptuemos, sin embargo, ciertos crímenes tan atroces e infames, que nadie tiene derecho a sufrir su imputación, cuando de ellos se puede justamente sincerarse.
Exceptuemos, también ciertas personas de cuya buena reputación depende la edificación de muchos, porque en estos casos es preciso procurar tranquilamente la reparación de la ofensa recibida.»
Así hablaba San Francisco de Sales a su Filotea, y éste era su modo de obrar. Quería que la dignidad episcopal fuese respetada en su persona, pero era indiferente en cuanto a su persona concernía tocante a la estima y al desprecio, y no tanto le preocupaban las alabanzas como los menosprecios.
Defendióse modestamente de ciertas calumnias que podían comprometer su ministerio, pero, en general, permanecía insensible a las injurias y juicios desfavorables que contra él se hicieran; contentándose con reír cuando de ellos se acordaba (lo que rara vez acontecía). «Los que se quejan de la maledicencia -acostumbraba a decir- son harto delicados, porque al fin y al cabo es una crucecita de palabras que lleva el viento; y se necesita tener la piel y los oídos muy tiernos para no poder sufrir el zumbido y la picadura de una mosca.»
En las calumnias de mayor importancia, pensaba en el Salvador expirando como un infame sobre la cruz y entre dos ladrones: «Esta es -decía- la verdadera serpiente de bronce, cuya vista nos cura de las mordeduras del áspid. Ante este gran ejemplo, vergüenza habríamos de tener de quejamos, y mayor aún de conservar resentimientos contra los calumniadores.» Pensaba también en el juicio final que nos hará completa justicia, e importábale poco entretanto el ser censurado de los hombres, con tal de agradar a su amado Maestro. Ni siquiera quería se tomase su defensa: «¿Os he dado el encargo de incomodaros por mí? Dejad que hablen, pues no es sino una cruz de palabras, una tribulación de viento, y es posible también que mis detractores vean mis defectos mejor que los que me aman, siendo de esta manera, más que enemigos, nuestros amigos, puesto que cooperan a la destrucción del amor propio.» En una palabra, indiferente a las alabanzas y a los desprecios, se abandonaba en manos de la Providencia, dispuesto a cumplir su obligación con buena o mala fama, y no deseando otra reputación, sino la que Dios juzgara conveniente que disfrutara para los intereses de su servicio.
Aun en ocasiones en que podían rechazar la calumnia y que hasta parecía imponérselo el deber, los santos han preferido casi siempre guardar silencio, a ejemplo de Nuestro Señor durante la Pasión, dejando a la divina justicia el cuidado de justificarlos si lo juzgaba conveniente. San Gerardo de Mayella, entre otros muchos, nos ofrece de ello un memorable ejemplo. «Una infame le acusó de un crimen horrible. Inquieto y turbado, San Alfonso llamó al acusado, le manifestó la denuncia y le preguntó qué alegaba en contra. Impasible como el mármol, Gerardo no articuló palabra. Alfonso le privó de la comunión y de toda relación con los de fuera, y el hermano, sin embargo, no se permitió la menor murmuración.
Convencidos de su inocencia, los Padres le instaban a que se justificara: "Hay un Dios -decía- y a Él le corresponde ocuparse de eso". Y aconsejado de que para aliviar su martirio pidiese al menos poder comulgar, respondió: "No; muramos bajo el peso de la divina voluntad". Cincuenta días después, satisfechos de haber obrado con Gerardo como con su divino Hijo, "el oprobio de las gentes", declaró su inocencia. La infeliz que le había acusado retractó su calumnia, declarando haber obrado por inspiración del demonio. El verse declarado inocente no impresionó más a Gerardo que la acusación, y como San Alfonso le preguntase por qué había rehusado disculparse, le respondió de manera sublime diciendo: "Padre mío, ¿no es prescripción de la Regla no excusarse jamás, sino sufrir en silencio cualquier mortificación?"» Es verdad que la Regla no le obligaba en aquella circunstancia, y el ejemplo es más de admirar que de imitar, pero, ¡qué lección para nuestra delicadeza!
Artículo 2º.- Las humillaciones
La humildad es una virtud capital y su acción altamente beneficiosa. De ella provienen la fuerza y la seguridad en los peligros, ilusiones y pruebas, pues sabe desconfiar de sí y orar. Es del agrado de los hombres, a quienes hace sumisos a los superiores, dulces y condescendientes con los inferiores; es el encanto de nuestro Padre celestial, porque nos hace adoptar la actitud más conveniente ante su majestad y su autoridad, imprime a nuestro continente un notable parecido con nuestro Hermano, nuestro Amigo, nuestro Esposo, Jesús, «manso y humilde de corazón». ¿No es El la humildad personificada? «El humilde le atrae, el orgulloso le aleja. Al humilde le protege y le libra, le ama y le consuela, y hacia el humilde se inclina y le colma de gracias, y después del abatimiento le levanta a gran gloria; al humilde revela sus secretos, le convida y le atrae dulcemente hacia Si». La palabra del Maestro es categórica: «El que se humillare será ensalzado, y, por el contrario, el que se ensalce será humillado».
Si tenemos, pues, la noble ambición de crecer cada día un tanto en la amistad e intimidad con Dios, el verdadero secreto de granjeamos sus favores será siempre rebajarnos por la humildad; secreto en verdad muy poco conocido. Hay quienes no se preocupan sino de subir, siendo así que ante todo convendría esforzarse por descender. Cuánto convendría meditar la respuesta tan profunda de Santa Teresa del Niño Jesús a una de sus novicias: «Encójome cuando pienso en todo lo que he de adquirir; en lo que habéis de perder, querréis decir, porque estoy viendo que equivocáis el camino y no llegaréis jamás al término de vuestro viaje. Queréis subir a una elevada montaña, y Dios os quiere hacer bajar, y os espera en el fondo del valle de la humildad... El único medio de hacer rápidos progresos en las vías del amor, es conservarse siempre pequeña.» Muchos son los caminos que conducen a la humildad.
Confiemos muy particularmente en los abatimientos, según esta bella expresión de San Bernardo: «La humillación conduce a la humildad, como la paciencia a la paz y el estudio a la ciencia.» ¿Queréis apreciar si vuestra humildad es verdadera? ¿Queréis ver hasta dónde llega, y si avanza o retrocede? Las humillaciones os lo enseñarán. Bien recibidas, empujan fuertemente hacia adelante y con frecuencia hacen realizar notables progresos, y sin ellas jamás se alcanzará la perfección en la humildad. «¿Deseáis la virtud de la humildad? -concluye San Bernardo-; no huyáis del camino de la humillación, porque si no soportáis los abatimientos, no podéis ser elevados a la humildad.»
Decía San Francisco de Sales que hay dos maneras de practicar los abatimientos: la una es pasiva y se refiere al beneplácito divino, y constituye uno de los objetos del abandono; la otra activa, y entra en la voluntad de Dios significada. La mayor parte de las personas no quieren sino ésta, llevando muy a mal la otra; consienten en humillarse, y no aceptan el ser humilladas; y en esto se equivocan de medio a medio.
Conviene sin duda humillarse a sí mismo, y hemos de dar siempre marcada preferencia a las prácticas más conformes a nuestra vocación y más contrarias a nuestras inclinaciones.
San Francisco de Sales quería que nadie profiriese de sí mismo palabras despreciativas que no naciesen del fondo del corazón, de otra suerte, «este modo de hablar es un refinado orgullo. Para conseguir la gloria de ser considerado como humilde, se hace como los remeros que vuelven la espalda al puerto al cual se dirigen; y con este modo de obrar se camina sin pensarlo a velas desplegadas por el mar de la vanidad».


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