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viernes, 5 de octubre de 2018

EL SANTO ABANDONO. DOM VITAL LEHODEY



En realidad, lo importante no es envidiar los dones que nos faltan, sino hacer fructificar los que Dios nos ha confiado, porque de ellos nos pedirá cuenta, y cuanto más nos hubiere dado, más nos ha de exigir. Que hayamos recibido diez, cinco, dos talentos, o uno tan sólo poco importa, será preciso presentar el capital junto con los intereses. El recompensado con mayor magnificencia no siempre será el que posea más dones, sino el que hubiere sabido hacerlos más productivos.
Para ser mal servidor, no es necesario abusar de nuestros talentos, basta enterrarlos. ¿Y qué pago podemos esperar de Dios si los empleamos no para su gloria y sus intereses, sino para sólo nosotros, a nuestra manera y no conforme a sus miras y voluntad? «Como los ojos de los criados están fijos en las manos de sus señores», así hemos de tener los ojos de nuestra alma dirigidos constantemente a Dios, ya para ver lo que El quiere de nosotros, ya para implorar su ayuda; porque su voluntad santísima es la única que nos lleva a nuestro fin, y sin ella nada podemos. ¿Quién cumplirá, pues, mejor su modesta misión aquí abajo? No siempre será el de mejores dotes, sino aquel que se haga más flexible en manos de Dios, es decir: el más humilde, el más obediente. Por medio de un instrumento dócil, aunque sea de mediano valor, o aun insignificante, Dios hará maravillas. «Creedme -decía San Francisco de Sales-, Dios es un gran obrero: con pobres instrumentos sabe hacer obras excelentes. Elige ordinariamente las cosas débiles para confundir las fuertes, la ignorancia para confundir la ciencia, y lo que no es, para confundir a lo que aparenta ser algo. ¿Qué no ha hecho con una vara de Moisés, con una mandíbula de un asno en manos de Sansón? ¿Con qué venció a Holofernes, sino por mano de una mujer?» Y en nuestros días, ¿no ha realizado prodigios de conversión por medio del Santo Cura de Ars? Este hombre mucho distaba de ser un genio, pero era profundamente humilde. Cerca de él había multitud de otros más sabios, y con más dotes naturales; pero, como no estaban de manera tan absoluta en manos de Dios, no han podido igualar a ese modesto obrero.
¿Quién hará servir mejor los dones naturales a su santificación? Tampoco será siempre el mejor dotado, sino el más esclarecido por la fe, el más humilde y el más obediente.
¿No se han visto con frecuencia hombres enriquecidos en todo género de dones, dilapidar la vida presente y comprometer su eternidad; mientras que otros con menos talento y cultura, se muestran infinitamente más sabios, porque vuelven por completo a Dios y no viven sino para El? Cierta religiosa deploraba un día en presencia de Nuestro Señor lo que ella llamaba su «nulidad», y sufría más que de costumbre al sentirse tan inútil, cuando la vino este pensamiento: «puedo sufrir, puedo amar, y para estas dos cosas no necesito ni talento ni salud. ¡Dios mío, qué bueno sois! ¡Aun siendo la nada que soy, puedo glorificaros, puedo salvaros muchas almas». « ¡Qué!, preguntaba el bienaventurado Egidio a San Buenaventura, ¿no puede un ignorante amar a Dios tanto como el más sabio doctor? Sí, hermano mío, y hasta una pobre viejecita sin ciencia puede amar a Dios tanto, y aun más que un Maestro en Teología.» Y el Santo Hermano transportado de gozo, corre a la huerta y comienza a gritar: «Venid, hombres simples y sin letras, venid, mujercillas pobres e ignorantes, venid a amar a Nuestro Señor, pues podéis amarle tanto y aun más que Fray Buenaventura y los más hábiles teólogos.»
Artículo 5º.- Los empleos
El que es dueño de sí mismo, busca una ocupación en armonía con sus gustos y aptitudes, y ha de seguir en todo las reglas de la prudencia cristiana. En nuestros Monasterios no podemos hacer la elección por nosotros mismos; es la obediencia la que nos destina a continuar en nuestro puesto de la Comunidad o a desempeñar tal o cual empleo, tal cargo espiritual. En esto habrá, pues, materia de abandono y convendrá seguir la célebre máxima del piadoso Obispo de Ginebra: nada pedir, nada rehusar, y por ende, nada desear, si no es el hacer del mejor modo posible la voluntad de Dios; nada temer, si no es hacer nuestra propia voluntad porque esto entraña el doble escollo de exponernos a los peligros buscando los empleos, o de faltar a la obediencia rehusándolos.
¿No será más prudente no desear ni pedir nada, sino conservarnos en santa indiferencia, a causa de la incertidumbre en que nos hallamos? No sabemos, en efecto, si es más conforme al divino beneplácito, más ventajoso para nuestra alma pasar por los empleos o permanecer sin cargo particular. En este último caso nos libramos de muchos peligros y responsabilidades, tenemos completa libertad para entregarnos a Dios solo, para consagrarnos sin reserva a las dulces y santas ocupaciones de María, al gobierno de este pequeño reino que está dentro de nosotros. Más esto no es pura holganza, sino rudo trabajo. ¿Tendremos siempre la paciencia y el valor de aplicarnos a él con perseverante energía? O quizá, ¿no iremos, como las gentes desocupadas, a pasatiempos de fantasía, a ocuparnos de lo que no nos incumbe? En todo caso, perdemos esas mil ocasiones de sacrificio y abnegación que se encuentran en los empleos.
Los cargos, por el contrario, nos ofrecen abundante mies de renunciamiento y de cuidados y de humillaciones. Su mismo nombre lo indica; son una carga y a veces bien pesada para los que la toman en serio; y por esto facilitan la santificación por el sacrificio. Los empleos espirituales tienen además una inmensa ventaja: nos ponen en la feliz necesidad de distribuir con frecuencia el pan de la palabra, de estar en trato diario con almas excelentes y de obrar siempre bien para predicar con el ejemplo. Pero también acarrean tremendas responsabilidades; porque si el rebaño no rinde suficientes beneficios, seremos nosotros quienes primeramente rendiremos cuenta al Dueño. Por otra parte, ¿no es de temer que se absorba uno en lo temporal con detrimento de lo espiritual, que se descuide de sí ocupándose de los otros, que tome pretexto de su cargo para olvidar los deberes de Comunidad, y que vea más o menos en los empleos un medio
de tomarse libertades y de contentar a la naturaleza? En una palabra, éstas y otras parecidas consideraciones han de hacernos muy circunspectos en nuestros deseos, inclinándonos más bien a orar de esta manera: «Dios mío, ¿será más conducente a vuestra gloria y a mi bien, que yo pase por los cargos o que permanezca sin empleo? Yo lo ignoro, Vos lo sabéis, Señor, y en Vos pongo toda mi confianza; disponed de todo esto de manera más favorable a nuestros intereses comunes, que a Vos me entrego.» ¿Quiere esto decir que esté prohibido concebir un deseo y formularlo filialmente? Seguramente que no; pues siendo una petición delicada, ha de mirarse con atención. Como San Alfonso lo hace notar con mucha razón, «si os gusta elegir, elegid siempre los cargos menos agradables». San Francisco de Sales también ha dicho: «Si nos fuera dada la elección, los empleos más deseables serían los más abyectos, los más penosos, aquellos en que hay más que hacer y más en que humillarse por Dios. » Aun en este caso, el deseo parece muy sospechoso a nuestro piadoso Doctor. «¿Sabéis por ventura, dice, si después de haber deseado los empleos humildes tendréis la fuerza suficiente para recibir bien las abyecciones que en ellos se encuentran, para sufrir sin sublevaros los disgustos y amarguras, la mortificación y la humildad? En resumen, de creer al Santo, es preciso tener por tentación el deseo de todos los cargos, cualesquiera que sean, y con mayor razón si son honrosos. «En Cuanto a aquellos -dice el P. Rodríguez- que desean puestos y oficios, o ministerios más altos, pareciéndoles que en aquéllos harían más fruto en las almas y más servicio a Dios, digo que se engañan mucho de pensar que ese celo es del mayor servicio de Dios y del mayor bien de las almas; no es sino celo de honra y estimación y de sus comodidades; y por ser aquel oficio y ministerio más honroso y más conforme a su gusto e inclinación, por eso lo desean... Y si yo fuese humilde antes querría que el otro hiciese el oficio alto, porque tengo que creer que lo hará mejor que yo y con más fruto y con menos peligro de vanidad.»




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