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martes, 9 de octubre de 2018

DIOS NOS AMA. Dom Godofredo Belorgey


Existe un medio de reparar todos los agravios que hemos hecho a Dios: «Gracias a la misericordia de nuestro Dios, tenemos un tesoro con que saldar esta cuenta: nos le ha dado — ¿cómo había de fallar en esto?— el amor mismo. Este tesoro son las lágrimas santas, las lágrimas de penitencia; no las que materialmente corran por nuestras mejillas —pues éstas, ni sé las da Dios a todos, ni tampoco las exige a ninguno— sino las que arrancan del corazón contrito y humillado» 43.
Así, pues, sea el que quiera nuestro pasado, desterremos de nosotros todo temor desde el momento en que comencemos de veras a orientar la vida cristiana desde el ángulo del amor. La convicción profunda del amor eterno que Dios nos tiene debe despertar en nosotros un vivo arrepentimiento de nuestras faltas pasadas; pero un arrepentimiento que, lejos de deprimimos, nos espolee, por el contrario, a amar con más ardor, y de esa manera repararlas mejor. Tal es el papel importantísimo que la compunción está llamada a jugar en nuestra vida. Esta es la razón por que San Benito insiste con tanta frecuencia sobre esto en su Regla44. Jamás nos debemos descorazonar ni desanimar a la vista de nuestras miserias y de nuestra debilidad. Lo que hace que realmente seamos puros, —comprendámoslo bien, — es nuestro amor.
Porque amar es buscar a Dios de veras, y, como consecuencia, despegarse de todo lo que pudiera estorbar nuestro vuelo hacia El.
Por consiguiente, ya que hemos vislumbrado un poco el amor eterno de Dios por nosotros, apliquémonos a cubrir el pasado con el velo de una compunción más profunda cada día; y por lo que mira al porvenir, estemos firmemente decididos a mantenernos resueltos, constantes e inquebrantables en nuestro amor a Él.
Podemos tomar esta resolución con tanta mayor confianza, cuanto que estamos seguros de que Dios continuará amándonos siempre el primero, y; sosteniéndonos para que podamos corresponder a su amor. Él usa de misericordia con nuestra miseria y nos atrae a Sí para hacernos participantes de su vida. —«In caritate perpetua dilexi te, ideo atraxi te miserans»46-—. Este elemento característico de su amor eterno se halla igualmente en su amor creador.
Dios me ha sacado de la nada, dándome un lugar entre las criaturas, ajustándose a toda esa gama de delicadas atenciones que supone el medio ambiente nacional, social y familiar con que ha venido marcada mi entrada en el mundo. El acontecimiento nos parece tan natural, que no alcanzamos su grandiosidad. Sin embargo, el P. Faber ha encontrado materia en él para una larga obra. «El Criador y la criatura», en cuyas dos solas palabras ha analizado todas las maravillas del amor divino que encierran. Dice que el amor creador le impresiona más que el amor redentor: son dos «maravillas, sin duda, pero la primera es la más grande» 47. Ni rastrear podemos todo lo que implica este gesto del Señor, llamándonos a la existencia: Sí, la bondad de Dios en nuestra creación es inenarrable... ¡Qué felicidad es pertenecerle, el sentimos enteramente bajo su dependencia!... ¡Qué alegría el saber que es tan inmenso, que no nos podemos evadir de su presencia, que ve las copas con tanta claridad, que su mirada lo descubre todo, que, en presencia de su eternidad, no somos más que nada, pero una nada que vive porque El la ha amado!.
He aquí lo que ha de fortalecer nuestra voluntad para corresponder a su amor. « ¿Quiere decir esto que cada hombre, por el hecho mismo de ser criatura, esté obligado a ser lo que se llama un santo, o un hombre perfecto, según se expresa la Teología?» Y el P. Faber responde: «No podemos decir que sí, ni tampoco nos atrevemos a decir que no. Pero sí nos atrevemos a adelantar que la simple exposición de nuestro estado y, por consiguiente, de nuestros deberes de criaturas, nos lleva a la afirmación de que el servir a Dios por amor, no es carácter exclusivo de lo que se llama alta espiritualidad, sino una consecuencia del hecho mismo de la creación».
Por el solo hecho de que Dios nos ha creado, deben brotar espontáneamente de nuestro corazón el agradecimiento, la adoración y el amor. «Amémosle, pues, porque El nos ha amado primero»
III. «El Padre me ama»
¿Debemos considerar al Señor solamente como nuestro Criador? ¿No es Dios verdaderamente nuestro - Padre y, por consiguiente, nuestra posición con relación a Él no debe ser esencialmente filial? Lo que hemos dicho del amor de Dios a la humanidad, lo deja presentir con evidencia; y estudiando todas las riquezas, tanto de orden natural como sobrenatural, que Dios nos comunica, descubrimos que Él es nuestro Padre de una forma muy real y que sobrepasa infinitamente a las diversas clases de paternidad que se dan aquí abajo. Porque el Todopoderoso no se contenta con probarnos su amor de benevolencia, criándonos a su imagen de una vez para siempre, sino que nos sostiene continuamente en el ser, y nos da a cada instante las fuerzas que necesitamos para vivir y obrar en cualquier circunstancia.
Nuestra conservación es una perpetua creación. Pero, por este camino, lo único que conseguiríamos sería una convicción demasiado teórica, que pondría en peligro nuestra adhesión total. Nosotros pretendemos, más bien, llegar a una experiencia personal y viviente del amor del Padre por nosotros.
Si esto nos es posible, — y en caso afirmativo, de qué manera podemos llegar a conseguirlo, — sólo el que ha visto al Padre nos lo puede decir. El Verbo, el Hijo Eterno de Dios, se hizo hombre para salvarnos, reconciliándonos con su Padre y, al mismo tiempo, ser nuestro Maestro, con su palabra y con su ejemplo. Entremos, pues, con toda sencillez en su escuela, y en seguida escucharemos la respuesta a la cuestión que a cada momento pondremos sobre el tapete.
Sí, Dios es vuestro Criador, pero también es vuestro Padre. «No tenéis más que un solo Padre que está en los cielos». La venida de Jesús ha tenido por objeto especial el revelarnos al Padre: «Nadie viene al Padre si no es por Mí». «Quien me ve a mí, ve a mi Padre». En el Evangelio habla con frecuencia de esto, sobre todo en los capítulos XIV al XVII de San Juan; donde el nombre del Padre se le viene a la boca sin cesar, pronunciado con un amor y una veneración indecibles. Cristo, sin embargo, se dirige con preferencia a los humildes, a los pequeños, porque sabe que el Padre los ama con amor de predilección: «Yo te glorifico, Padre mío, Señor de cielo y tierra, porque has tenido encubiertas estas cosas a los sabios y prudentes del siglo, y las has revelado a los pequeñuelos. Sí, Padre mío, alabado seas, por haber sido de tu agrado que fuese así “. Hagamos un acto de fe en estas palabras de nuestro Señor con las que nos enseña que tenemos un Padre infinitamente paciente y misericordioso, que hace nacer su sol, manda su luz sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores». El penetra en lo más profundo de nuestras almas y conoce todas nuestras, necesidades.
Es la Bondad suprema y, como buen Padre, es toda solicitud, indulgencia y misericordia para sus hijos. ¿Cómo podremos nosotros testimoniarle nuestro amor? Ante todo, suplicándole con las espléndidas palabras que el mismo Cristo enseñó a sus Apóstoles: «Padre nuestro que estás en los cielos...» Luego, cumpliendo en todo su voluntad con amor. El Padre quisiera poder decir de cada uno de nosotros lo que un día dijo a Satanás: «¿Te has fijado en mi siervo Job?». Que es como si dijera: ¿Te has fijado qué bien me sirve? Hasta tal punto estaba atento a todas las acciones que Job hacía por Él, que se mostraba ufano de ello. Del mismo modo está atento, aun a las posas más insignificantes que hacemos por cumplir su voluntad. Si estamos bien persuadidos de esto, desearemos llegar mucho más lejos, aplicándonos a hacer sonreír siempre a nuestro Padre que está en los cielos. El saber que por medio de estás múltiples delicadezas, en tantas menudencias de cada día, podemos agradar a Dios de tal manera que seamos su alegría y su dicha, es una fuerza muy poderosa para las ocasiones en que estamos tentados a obrar de cualquier manera.


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