CRUZ DE LOS TEMPLARIOS
Libro a los caballeros templarios
Elogio de la nueva milicia
Prólogo
Bernardo,
abad de Claraval, pero sólo de nombre, a Hugo, caballero de Jesucristo y gran
maestre de la milicia de Cristo: que pueda librar una buena batalla.
Me
pediste una, dos y hasta tres veces, si no me engaño, querido Hugo, que escribiera
un sermón exhortatorio para ti y tus caballeros. Como no me era permitido servirme
de la lanza contra los insultos de los enemigos, deseaste, al menos, que blandiese
mi lengua y mi ingenio contra ellos, asegurándome que te proporcionaría una no
pequeña ayuda si animaba con mi pluma a los que no podía animar por el
ejercicio de las armas. Tardé un poco en responder, no porque tuviese poco
respeto hacia el encargo que me habías hecho, sino por el temor a que me
acusasen de precipitación y ligereza si emprendía, con mi impericia
acostumbrada, lo que otro más ilustrado que yo podría cumplir con mayor éxito,
y que no debía entrometerme en un asunto de tanto interés y tan vital, para que
al final saliese algo mucho menos provechoso. Pero después de esperar en vano
tanto tiempo, resuelvo hacer lo que pueda, temiendo crean que me falta voluntad
más que incapacidad: el lector juzgará si adelanto o no en la empresa. Si lo
que he escrito no agrada o no es suficiente para alguien, no tiene importancia,
pues, en el ámbito de mi conocimiento, hice lo que pude para satisfacer tus
deseos.
I. Sermón exhortatorio a los caballeros templarios.
1.
Corre por el mundo la noticia de que no hace mucho nació un nuevo género de
caballeros en aquella región en la que el Oriente que nace de lo alto, hecho
visible en la carne, honró con su presencia, para exterminar, en el mismo lugar
donde lo puso Él, con la fuerza de su brazo, a los príncipes de las tinieblas,
a sus infelices ministros, que son hijos de la infidelidad, disipándolos por el
valor de estos bravos caballeros, realizando aun hoy en día la redención de su
pueblo y suscitándonos una fuerza de salvación en la casa de David, su siervo.
Éste es, vuelvo a decir, el nuevo género de milicia no conocido en siglos
pasados; en el cual se dan a un mismo tiempo dos combates con un valor
invencible: contra
la carne y la sangre y contra los espíritus de la malicia que están esparcidos
por el aire. La verdad, creo que no es original ni excepcional
resistir generosamente a un enemigo terrenal sólo con la fuerza de las armas,
como tampoco es extraordinario, aunque sea loable, hacer la guerra a los vicios
o a los demonios con la virtud del espíritu, pues se ve todo el mundo lleno de
monjes que están continuamente en ese ejercicio. Pero, ¿quién no se asombrará por cosa tan admirable y
tan poco usual como ver a uno y otro hombre ciñéndose cada uno la espada y
noblemente revestido con el cíngulo? Ciertamente, este soldado es
intrépido y está seguro por todas partes; su espíritu está armado con la armadura de la fe, igual que
su cuerpo de coraza de hierro. Estando fortalecido con estas dos
clases de armas, no teme ni a los demonios ni a los hombres. Yo digo más, no
teme la muerte porque desea morir.
Y, en
efecto, ¿qué
puede hacer temer, sea viviendo o muriendo, a quien encuentra su vida en
Jesucristo y su recompensa en la muerte? Es cierto que combate con
confianza y con ardor por Jesucristo; pero aún desea más morir y estar con
Jesucristo, porque esto es la cosa mejor. Marchad, pues, valerosos caballeros,
firmes y con coraje intrépido cargad contra los enemigos de la cruz de Cristo,
seguros de que ni la muerte ni la vida os podrán separar del amor de Dios, que
está Cristo Jesús; y en el momento del peligro repetid en vuestro interior:
Vivamos o muramos, somos de Dios. ¡Con cuánta gloria vuelven los que vencieron
en una batalla! ¡Qué
felices mueren estos mártires en el combate! Regocíjate, gallardo atleta, de
vivir y de vencer en el Señor; pero regocíjate aún más si mueres y te unes
íntimamente al Señor. Sin duda, tu vida es fecunda y gloriosa tu
victoria; pero una santa muerte debe ser considerada más noble. Porque, “si los
que mueren en el Señor son bienaventurados”, ¿cuánto más lo serán los que
mueren por el Señor? 2. La verdad, de cualquier modo que se muera, sea en el
lecho, sean en la guerra, la muerte de los santos será siempre preciosa delante
de Dios; pero la que ocurre en la guerra es tanto más preciosa cuanto mayor es
la gloria que la acompaña. ¡Qué seguridad hay en la vida con la conciencia
pura! ¡Qué seguridad, repito, hay en la vida que aguarda la muerte sin temor
alguno, que la desea con dulce tranquilidad y la acepta con devoción! Santa y
firme es esta milicia porque está exenta de este doble peligro en el que se
encuentra el género humano que no tiene a Cristo por fin de sus combates.
Tantas
veces como entras en la pelea, tu, que combates en las filas de una milicia profana,
debes temer matar a tu enemigo corporalmente y a ti mismo espiritualmente o quizás
que él te pueda matar a ti en cuerpo y alma. La derrota o la victoria del
cristiano se debe valorar no por la fortuna en el combate, sino por los
sentimientos del corazón.
Si el
motivo por el cual se combate es justo, el resultado de la batalla no puede ser
malo; pero tampoco se puede considerar como un éxito su resultado final cuando
no está precedido de una buena causa y una justa intención. Si, con la voluntad
de matar a tu enemigo, tú mismo quedas tendido, mueres como si fueras un
homicida; y, si quedas vencedor y matas a alguien por desear triunfar o por
venganza, vives homicida. Pues, mueras o vivas, victorioso o vencido, de ningún
modo es ventajoso ser homicida.
Desgraciada
victoria la que te hace sucumbir al pecado al mismo tiempo que vencer a un
hombre. En vano presumes de haber vencido a tu enemigo cuando la ira y el
orgullo te vencieron a ti. Hay otros que matan a un hombre no por el ansia de
la venganza ni por la arrogancia del triunfo, sino sólo por librarse del
peligro. Pero ni en este caso le llamaría yo una buena victoria, porque de dos
males, es más leve morir en el cuerpo que en el alma. No porque el cuerpo
perezca muere el alma; al contrario, sólo el alma que peca morirá.
II. La milicia secular.
3.
¿Cuál es el fin y el fruto, no digo de esta milicia, sino de esta malicia del siglo,
cuando aquel que mata peca mortalmente y aquel que muere perece por una eternidad?
Por servirme de palabras del Apóstol: Aquel que trabaja, debe trabajar en la esperanza de la
recolección, y aquel que siembra grano, debe hacerlo en la esperanza de gozar
de su fruto. Decidme, soldados: ¿qué ilusión espantosa es esta y que
insoportable furor combatir con tantas fatigas y gastos sin otro jornal que el
de la muerte o del crimen? Cubrís los caballos de bellas ropas de seda, forráis
las corazas con ricas telas que cuelgan de ellas, pintáis las picas, los
escudos y las guardas, lleváis las bridas de los caballos y las espuelas
cubiertas de oro, de plata y de pedrería, y con toda esa pompa brillante os
precipitáis a la muerte con vergonzoso furor y con una estupidez que no tiene
el menor miramiento. ¿Son estos arreos militares, o puros adornos femeninos? ¿O pensáis que la
espada del enemigo se va a amedrentar por el oro que lleváis, que os preservará
la pedrería y que no será capaz de traspasar esas telas de seda? En
fin, yo juzgo, y sin duda vosotros lo experimentaréis con bastante frecuencia,
que hay tres cosas que son enteramente necesarias a un combatiente: que el soldado sea
fuerte, hábil y precavido para defenderse, que tenga total libertad de
movimientos en su cuerpo para poder desplazarse por todos los lados, y decisión
para cargar. Vosotros, por contra, mimáis la cabeza como las damas,
lleváis grandes cabelleras que constituyen un obstáculo para la vista;
embarazáis las piernas con vuestros largos vestidos, envolvéis vuestras tiernas
y delicadas manos con grandes manoplas. Pero, sobre todo, y es lo que debe
turbar más la conciencia de un soldado, es que las razones por las que se emprenden
guerras tan peligrosas son ligeras y fútiles. Porque lo que suscita los combates
y las querellas entre vosotros no es, en la mayor parte de las veces, sino una cólera
irrefrenable, un afán de vanagloria o la avaricia de poseer cualquier
territorio. Por motivos de tal género no vale la pena matar o exponerse a ser
vencido.
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