Deus
Caritas est, «Dios es amor». ¿Quién no se ha conmovido al escuchar o leer estas
palabras con las cuales S. Juan nos sumerge en pleno misterio de Dios? Con la
misma fuerza con que las hayamos comprendido, responderemos con un grito de
reconocimiento salido del fondo de nuestro corazón, diciendo con el Salmista:
«Diligam te, Domine», ¡Te amaré, Señor! ¡Señor, haced que os ame! ¿Acaso no es
el Amor el mandamiento que Vos habéis dirigido a los hombres de todos los
tiempos? «Escucha, Israel: Yahveh es nuestro Dios. Yahveh es uno, Amarás a Yahveh, tu Dios, con
todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» dijisteis.
Vos a vuestro pueblo, por boca de Moisés y Jesús ha confirmado en el Evangelio que
éste es el primero entre todos los mandamientos, el mismo que N. P. S. Benito
nos presenta también el primero, entre los setenta y dos «instrumentos de las
buenas obras»: «In primis! Dominum Deum dilígere ex toto corde, tota anima,
tota virtute» “En
primer lugar amaras al Señor tu Dios con todo tu corazón. Con toda tu alma”.
Todos los santos, siguiendo a San Pablo, nos repiten lo mismo, es decir, que el
deber esencial, del hombre consiste en amar a Dios: «Sin amor vengo a ser como un metal que suena o
campana que retiñe sin amor no soy nada”.
El
amor de Dios es la esencia de toda santidad”. En la serie de conferencias que han
aprendido, comenzamos por presentar el ideal de la vida cristiana muy sencilla,
a pesar de lo cual resulta atrayente:
¿qué cosa más llena de vida que la mirada, suele decirse? Todo cristiano, y
especialmente todo monje contemplativo, deben, reproducir, en cierta medida, la
vida de la Stma. Trinidad, viviendo desde aquí abajo, en presencia de Dios, con
Él, bajo su mirada. Pero esto que parece tan sencillo, no es siempre tan fácil
llevarlo a la práctica. Por eso hemos insistido luego en los dos grandes medios
que deben sostener nuestros esfuerzos, que son los mismos que nuestras
Constituciones nos proponen para tender a la perfección: la contemplación y la penitencia; presentando
primero, el que en sí mismo ofrece más atractivos: por la práctica de la
oración el alma se eleva a Dios para solazarse íntimamente con Él.
Mas no
podrá unirse a Él de una manera habitual, en la perfección de la caridad,
mientras no sea purificada, después de haber subido todos los grados de «la escala de la
humildad».
En el
momento en que lleguemos a estas alturas, podremos prometernos, conforme a la
Regla de nuestro bienaventurado Padre, que el Espíritu Santo nos infundirá de
repente la caridad. Pero, como ya Hemos tenido ocasión de advertirlo, esto no
es más que una imagen con la que San Benito quiere llamarnos la atención
poniendo más de relieve el trabajo de Dios y el del hombre. Bien persuadidos
estamos de que los progresos en la caridad y en la humildad van a la par, y,
prácticamente, no se nos da la primera sino a medida que subamos los grados de
la escala de la humildad.
Si el
amor divino se difunde de esta manera en nuestros corazones, ¿no será para que
vivamos de él? Desde los primeros pasos que damos en busca de Dios, se nos
convida a hacer actos de caridad interiores y exteriores. Esto es lo que hacemos
con la recepción de los Sacramentos y con la oración, uno de los mejores medios
que tenemos para conseguir el aumento de esta virtud. Amando se aprende a amar,
dice San Agustín.
Tal es
el fundamento lógico de la tradición de nuestros primeros Padres cistercienses;
los cuales, siguiendo a San Bernardo, unen a un tratado sobre la humildad otro
sobre la oración o la contemplación; al comentario sobre el Cantar de los Cantares,
un tratado sobre el amor de Dios, de diligendo Deo; Parece, pues, normal que
nos inspiremos en su ejemplo, orientando en estas páginas el misterio de la
vida cristiana bajo un aspecto que aquí no hacemos más que señalar: el del
amor.
Este
punto de vista se revela prácticamente a muchos cristianos cuando han alcanzado
ya cierto grado de purificación y de unión con Dios, o bien en el momento en
que se deciden a entregarse a El sin reserva, Pero también puede seducir
igualmente a ciertos corazones sencillos que han permanecido siempre puros,
desde que dan sus primeros pasos hacia la perfección. Tanto los unos como los
otros quieren amar al Señor; y arrastrados por su amor, desean ejercitarse en
la mortificación para despegarse más de las criaturas —en cuanto éstas les
apartan de Dios— y de esta manera contemplar cada vez más habitualmente a aquel
que las cautiva. Con toda verdad pueden decir: «Amor meus, pondus meum»-: «Mi amor es mi
peso», mi amor es una fuerza que, a medida que crece, me arrastra
más poderosamente, haciéndome practicar con espontaneidad lo que con antelación
me impone como un deber. De esta manera, la oración y la ascesis, que antes
eran medios para amar a Dios, se convierten ahora en una consecuencia natural
de mi amor.
Debería
sernos fácil amar a Dios-, ¡el amor es una aspiración grabada con tanta fuerza
en lo más íntimo de nuestra naturaleza! Y sin embargo, si nos examinamos a
nosotros mismos, prescindiendo de los que nos rodean, ¿qué podemos decir? ¿Por qué no amamos a
Dios..., o le amamos tan poco? Afirmémoslo con sinceridad: es porque no creemos
con suficiente eficacia en Su amor para con nosotros. No nos podemos
aplicar con toda verdad estas palabras de San Juan: «Et nos cognovimus et
credidimus caritati quam Deus habet in nobis», «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene,
y hemos creído en este amor».
Los
santos han creído en este amor, y he aquí por qué han correspondido a él con
todas sus fuerzas. Pero ¿de qué naturaleza era el conocimiento que tenían del
amor divino? ¿Era únicamente especulativo? De ninguna manera; habían
experimentado, y, por consiguiente, comprendían que Dios los amaba con un amor
particular, personal, que está sobre todo lo que se puede decir y pensar. Por
eso estaban completamente conquistados por él, haciendo realidad estas
palabras, tan emocionantes, de la liturgia de Navidad: «Sic nos amantem, quis
non redamaret», «¿quién
no volverá amor por amor, al que tanto nos ha amado?».
Tengamos
en cuenta que no se trata aquí de exponer, ideas nuevas. Conocemos todas las
enseñanzas dogmáticas; que nos saldrán al paso en el decurso de este trabajo;
pero —confesémoslo con sinceridad-- no las vivimos. Para ayudarnos a vivirlas
es más importante el amor que la ciencia... ” ¿Quién será el que comprenda
estas palabras que citamos al comenzar nuestro trabajo: «Deus caritas est»,
«Dios es amor»? Parece que estamos escuchando la voz de nuestro Señor
dirigiéndose a su Padre: «Confiteor tibí Pater... quia abscondisti haec a
sapientibus et prudentibus, et revelasti ea parvulis», «Yo te alabo, Padre mío, Señor del cielo y de
la tierra, porque has encubierto estas cosas grandes a los sabios y prudentes
del siglo, y las has revelado a los humildes y pequeñuelos. Así es ¡oh Padre!
porque así fue tu soberano beneplácito». Quisiéramos, pues,
dirigirnos a las almas sencillas, que tienen hambre y sed de Dios, para
ayudarlas a encontrarle. Porque no pueden quedar satisfechas mientras El no sea
para ellas más que un ser lejano, al cual conceden Un poco de lugar, en la
jomada diaria, para servirle, pero con un servicio que es simplemente «una de tantas
cosas» en medio de otras múltiples ocupaciones. Presienten que Dios
debe ser todo para ellas, que Él debe llegar a ser alguien que cuenta en su
vida y con el cual tienen.
Trátase
aquí de una exploración, de hacer una verdadera experiencia.
Ciertamente
que no se puede dar la receta de esto en un libro, porque no es cuestión de
teoría, sino más bien de práctica; pero puédese por lo menos tratar de
despertar en las almas el deseo de esta perla escondida, cuya existencia ni
siquiera sospechan, y en seguida mostrarlas el camino por el cual se puedan
orientar para poder descubrirlo ellas mismas, de una forma personal, en la hora
que a Dios le plazca.
Que
tampoco se imaginen, por otra parte, que Dios va a querer que vivan todos los
experimentos que vamos a describir en estas páginas. Cada alma tiene su camino
propio que el Dios de amor ha trazado para ella. Importa reconocer esto con
sencillez y mantenerse en ello con confianza, persuadida de que para ella no
hay cosa mejor, aunque haya otros al parecer más atrayentes.
Para
ayudar a todos y a cada uno a orientarse, procuraremos recordar alguno de los
experimentos más característicos, cuyo testimonio poseemos y que ponen mejor de
relieve los elementos esenciales de la acción de Dios en los corazones, y la
correspondencia que Él espera de ellos. Pero que nadie se descorazone
pareciéndole que la mayor parte de estos favores divinos no son para él. El que
busca con generosidad, seguro puede estar de que hallará; pero con frecuencia
de una manera muy diferente de la que él pensaba de antemano. La experiencia
del lugar que Dios debe ocupar en nuestra vida es siempre posible, aún en un
estado casi continuo de impotencia, de sequedad y de aridez.
A propósito
de la acción del Espíritu Santo, precisaremos cuáles son las principales
maneras de «gustar»
la voluntad divina; y luego que la hayamos gustado, veremos cuán bueno es el
Señor. «Gustate et videte quoniam suavis est Dominus» Tal es el
método que emplearemos, siguiendo toda la tradición cisterciense desde los
siglos doce y trece. Escuchemos a Sto. Tomás que nos confirma esto mismo: «En las cosas
corporales, dice él, primero se ve y luego se gusta; mas en las cosas
espirituales es necesario gustar antes de ver. Nadie conoce si antes no gusta.
Esta es la razón por qué se dice primeramente gustad y después ved.”
«Cosa
extraña, dice el P. Faber; es muy difícil persuadir a otro cualquiera o
convencerse a sí mismo de que Dios nos ama. Es una fecha inolvidable y un día
digno de memoria aquel en que el conocimiento del amor que Dios la profesa,
pasa al estado de convicción sensible; porque el día en que esta convicción se
enseñoree de su espíritu, se obrará en su alma una verdadera revolución; será
un hombre nuevo: es una especie de conversión»
Solo el amor puede obrar esta
conversión, y él tiene fuerza suficiente para hacerlo.
Es
claro que, aun en el orden puramente humano, el amor transforma el conocimiento.
Él hace que el alma esté ávida de la verdad, él la dispone a recibirla y hace
que penetre hasta en las más íntimas profundidades. Esto es mucho más verdadero
en el orden sobrenatural. Como las realidades espirituales escapan a nuestros
sentidos, corren el riesgo de dejarnos indiferentes, y no las comprenderemos
perfectamente hasta el día en que nuestra voluntad, abrasada por la caridad,
sobrepase la verdad que la inteligencia la presenta para adherirse al misterio
de la vida divina, y nos permita descubrir en ella, de una forma personal,
riquezas hasta entonces insospechadas.
Precisaremos
que el amor de que hablamos en estas páginas es esencialmente sobrenatural.
En
teología, las mismas palabras: amor, amor de caridad o simplemente caridad,
designan, ya el amor de Dios, ya el amor del hombre. No podemos soñar con
definir la caridad divina, porque jamás comprenderemos a Dios; pero, por lo
menos, tendremos ocasión, en el curso de este estudio, de examinar sus
principales manifestaciones.
Por lo
que se refiere a nuestra propia caridad, el catecismo —la teología dé los
niños—, nos dice que «es una virtud sobrenatural con la cual amamos a Dios sobre
todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos, por amor de Dios».
Y si recurrimos a Sto. Tomás para determinar la naturaleza de este amor: «Es claro —afirma,
como corolario de un razonamiento riguroso—, que la caridad consiste en cierta
amistad del hombre con Dios»; «Manifestum est quod caritas amicitia
quaedam est hominis ad Deum».
Esta
definición reúne, en efecto, los diferentes elementos de la amistad: amor de
benevolencia fundamentado sobre cierta comunidad de bienes.
Pero
esta amistad del todo espiritual no está a nuestro alcance, y no podemos, por
consiguiente, comprobar su existencia, sino por medio de los actos que la ponen
de manifiesto. Estos deben ser de dos clases: interiores los unos, de orden
afectivo y los
otros exteriores, de orden efectivo, los cuales, por otra parte, se
atraen mutuamente. San Francisco de Sales trata esto con admirable precisión.
«Dos ejercicios
principales son los del amor de Dios: uno afectivo y otro efectivo, o como le
llama San Bernardo, activo: por el primero, amamos a Dios y a todo lo que El ama; por el
segundo; le servimos y hacemos lo que nos manda: aquél nos junta a la bondad de
Dios, éste nos hace ejecutar su voluntad; el uno nos llena de complacencia, de
benevolencia, de impulsos, de deseos y suspiros, de ardores espirituales, y nos
mueve a poner en práctica las sagradas infusiones y mezclas de nuestro espíritu
con el de Dios; el otro imbuye en nosotros la firme resolución, la constancia
de ánimo y la inviolable obediencia, necesaria al cumplimiento de la divina
voluntad; y para sufrir, ratificar, aprobar y abrazar todo lo que de ella nos
viniere, el primero nos hace complacemos en Dios; el segundo, gratos a Dios;
por el uno, concebimos; por el otro, producimos; por el uno, metemos a Dios
dentro de nuestro corazón y le enarbolamos en él como estandarte de amor a cuya
vista se ordenan todos nuestros afectos; por el otro, le ponemos a nuestro lado
como espada de dilección, por la cual ejercitamos todas las obras de las virtudes”.
La
palabra «afección» en francés es equívoca, por lo que hay tendencia a
desconfiar de ella a priori en materia de espiritualidad. No se trata aquí, ni
mucho menos, de una emoción afectiva, sino de movimientos semejantes a los que
acabamos de citar, que nacen en la voluntad como consecuencia de las
operaciones de la inteligencia.
Para
Sto. Tomás «el acto principal» de la virtud de la caridad es la dilección «que
trae consigo cierta unión afectiva entre el que ama y aquel a quien ama, al
cual unirá, de alguna manera, como otro yo, como una parte de sí mismo, y por
esto se une a él». De modo que la caridad se ha podido definir: «el movimiento
afectivo fundamental por el cual el alma sobrenaturalizada se une a Dios y
tiende a su último fin».
Así
pues, el acto de caridad no solo consiste primordialmente en un movimiento
afectivo de la voluntad hacia Dios, sino que, sin este amor de todo nuestro
ser, la caridad quedaría arruinada, porque ¿podrá obrar por amor el que no
tiene en su corazón el amor de Aquel por quien pretende consumirse? Mi amor
debe probarse con obras. «No todos aquellos que me dicen-. "Señor,
Señor", entrarán en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad
de mi Padre que está en los cielos». Pongamos un ejemplo: «Un hombre tenía dos
hijos, y llamando al primero, le dijo: "Hijo, vete hoy a trabajar a mi viña".
Y él respondió; "No quiero". Pero después, arrepentido, fue. Llamando
al segundo, le dijo lo mismo, y aunque él respondió: "Ya voy, Señor”, mas
no fué».
Esta
corta parábola, contada por nuestro Señor, podrá hacemos juzgar, examinándola
superficialmente, de la siguiente manera: El primer hijo tenía una caridad
efectiva, no afectiva; y el segundo hijo tenía una caridad afectiva, no
efectiva.
En
efecto, el primer hijo rehúsa al principio hacer la voluntad de su padre,
probando con esto que no le ama del todo. Pero, bien pronto, tocado por el
arrepentimiento (amor afectivo), va a la viña (amor efectivo). El, según los hijo
habla de su obediencia, pero no hace la voluntad de su amo: Este no tiene
ningún amor a su padre. Su protesta no es más que una corteza que no encubre
nada. No tiene amor, ni afectivo ni efectivo.
Saquemos
de todo esto la convicción de que nuestra caridad será verdadera en la medida
en que sea a la vez afectiva y efectiva.
Ciertos
estamos de que Jesús nos ha dicho: «Si me amáis, guardad mis mandamientos... Si
guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor». Pero falsearía el
pensamiento del Maestro el que le dijese: «Con tal que yo cumpla la voluntad de
Dios, ya está bien; el Señor no espera más de mí».
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