XIII,23. Así que cuando la
ciudad de Milán escribió al prefecto de Roma para que la proveyera de maestro
de retórica, con facultad de usar la posta pública, yo mismo solicité
presuroso, por medio de aquellos embriagados con las vanidades maniqueas que,
-de los que iba con ello a separarme, sin saberlo ellos ni yo-, que, mediante
la presentación de un discurso de prueba, me enviase a mí el prefecto a la
sazón, Símaco.
Llegué
a Milán y visité al obispo, Ambrosio, famoso entre los mejores de la tierra,
piadoso siervo tuyo, cuyos discursos suministraban celosamente a tu pueblo «la
flor de tu trigo», «la alegría del óleo» y «la sobria embriaguez de tu vino»“.
A él era yo conducido por ti sin saberlo, para ser por él conducido a ti
sabiéndolo.
Aquel
hombre de Dios me recibió paternalmente y se interesó mucho por mi viaje como
obispo. Yo comencé a amarle; al principio, no ciertamente como a doctor de la
verdad, la que desesperaba de hallar en tu Iglesia, sino como a un hombre
afable conmigo. Oíale con todo cuidado cuando predicaba al pueblo, no con la
intención que debía, sino como queriendo explorar su facundia y ver si
correspondía a su fama o si era mayor o menor que la que se pregonaba,
quedándome colgado de sus palabras, pero sin cuidar de lo que decía, que más
bien despreciaba.
Deleitábame
con la suavidad de sus sermones, los cuales, aunque más eruditos que los de
Fausto, eran, sin embargo, menos festivos y dulces que los de éste en cuanto al
modo de decir; porque, en cuanto al fondo de los mismos, no había comparación,
pues mientras Fausto erraba por entre las fábulas maniqueas, éste enseñaba
saludablemente la salud eterna. Porque lejos de los pecadores anda la salud, y
yo lo era entonces. Sin embargo, a ella me acercaba insensiblemente y sin
saberlo.
XIV,24.Y
aun cuando no me cuidaba de aprender lo que decía, sino únicamente de oír cómo
lo decía -era este vano cuidado lo único que había quedado en mí, desesperado
ya de que hubiese para el hombre algún camino que le condujera a ti-, veníanse
a mi mente, juntamente con las palabras que me agradaban, las cosas que
despreciaba, por no poder separar unas de otras, y así, al abrir mi corazón
para recibir lo que decía elocuentemente, entraba en él al mismo tiempo lo que
decía de verdadero; mas esto por grados.
Porque
primeramente empezaron a parecerme defendibles aquellas cosas y que la fe
católica -en pro de la cual creía yo que no podía decirse nada ante los ataques
de los maniqueos-podía afirmarse y sin temeridad alguna, máxime habiendo sido
explicados y resueltos una, dos y más veces los enigmas de las Escrituras del
Viejo Testamento, que, interpretados por mí a la letra, me daban muerte. Así,
pues, declarados en sentido espiritual muchos de los lugares de aquellos
libros, comencé a reprender aquella mi desesperación, que me había hecho creer
que no se podía resistir a los que detestaban y se reían de la ley y los
profetas.
Mas no
por eso me parecía que debía seguir el partido de los católicos, porque también
el catolicismo podía tener sus defensores doctos, quienes elocuentemente, y no
de modo absurdo, refutasen las objeciones, ni tampoco por esto me parecía que
debía condenar lo que antes tenía porque las defensas fuesen iguales. Y así, si
por una parte la católica no me parecía vencida, todavía aún no me parecía
vencedora.
25.
Entonces dirigí todas las fuerzas de mi espíritu para ver si podía de algún
modo, con algunos argumentos ciertos, convencer de falsedad a los maniqueos. La
verdad es que si yo entonces hubiera podido concebir una sustancia espiritual,
al punto se hubieran deshecho aquellos artilugios y los hubiera arrojado de mi
alma; pero no podía.
Sin
embargo, considerando y comparando más y más lo que los filósofos habían
sentido acerca del ser físico de este mundo y de toda la Naturaleza, que es
objeto del sentido de la carne, juzgaba que eran mucho más probables las
doctrinas de éstos que no las de aquéllos [maniqueos] .
Así
que, dudando de todas las cosas y fluctuando entre todas, según costumbre de
los académicos, como se cree, determiné abandonar a los maniqueos, juzgando que
durante el tiempo de mi duda no debía permanecer en aquella secta, a la que
anteponía ya algunos filósofos, a quienes, sin embargo, no quería encomendar de
ningún modo la curación de las lacerías de mi alma por no hallarse en ellos el
nombre saludable de Cristo.
En
consecuencia, determiné permanecer catecúmeno en la iglesia católica, que me
había sido recomendada por mis padres, hasta tanto que brillase algo cierto a dónde
dirigir mis pasos.
LIBRO SEXTO
I,1.
¡Esperanza mía desde la juventud! ¿Dónde estabas para mí o a qué lugar te
habías retirado? ¿Acaso no eras tú quien me había creado y diferenciado de los
cuadrúpedos y hecho más sabio que las aves del cielo? Mas yo caminaba por
tinieblas y resbaladeros y te buscaba fuera de mí, y no te hallaba, ¡oh Dios de
mi corazón!, y había venido a dar en lo profundo del mar, y desconfiaba y
desesperaba de hallar la verdad.
Ya
había venido a mi lado la madre, fuerte por su piedad, siguiéndome por mar y
tierra, segura de ti en todos los peligros tanto, que hasta en las tormentas
que padecieron en el mar era ella quien animaba a los marineros-siendo así que
suelen ser éstos quienes animan a los navegantes desconocedores del mar cuando
se turban-, prometiéndoles que llegarían con felicidad al término de su viaje,
porque así se lo habías prometido tú en una visión.
Me
hallo en grave peligro por mi desesperación de encontrar la verdad. Sin
embargo, cuando le indiqué que ya no era maniqueo, aunque tampoco cristiano
católico, no saltó de alegría como quien oye algo inesperado, por estar ya
segura de aquella parte de mi miseria, en la que me lloraba delante de ti corno
a un muerto que había de ser resucitado, y me presentaba continuamente en las
andas de su pensamiento para que tú dijeses al hijo de la viuda: Joven a ti te
digo: levántate, y reviviese y comenzase a hablar y tú lo entregases a su
madre.
Ni se
turbó su corazón con inmoderada alegría al oír cuánto se había cumplido ya de
lo que con tantas lágrimas te suplicaba todos los días le concedieras,
viéndome, si no en posesión de la verdad, sí alejado de la falsedad. Antes
bien, porque estaba cierta de que le habías de dar lo que restaba -pues le
habías prometido concedérselo todo-, me respondió con mucho sosiego y con el
corazón lleno de confianza, que ella creía, en Cristo que antes de salir de
esta vida me había de ver católico fiel.
II,2.
(...) cuando me encontraba con él [Ambrosio] solía muchas veces prorrumpir en
alabanzas de ella, felicitándome por tener tal madre, ignorando él qué hijo
tenía ella en mí, que dudaba de todas aquellas cosas y creía era imposible
hallar la verdadera senda de la vida.
4.
(...) Oíale, es verdad, predicar al pueblo rectamente la palabra de la verdad
todos los domingos, confirmándome más y más en que podían ser sueltos los nudos
todos de las maliciosas calumnias que aquellos engañadores nuestros levantaban
contra los libros sagrados.
Así
que, cuando averigüé que los hijos espirituales, a quienes has regenerado en el
seno de la madre Católica con tu gracia, no entendían aquellas palabras:
Hiciste al hombre a tu imagen, de tal suerte que creyesen o pensasen que
estabas dotado de forma de cuerpo humano aunque no acertara yo entonces a
imaginar, pero ni aun siquiera a sospechar de lejos, el ser de una sustancia
espiritual-, me alegré de ello, avergonzándome de haber ladrado tantos años no
contra la fe católica, sino contra los engendros de mi inteligencia carnal,
siendo impío y temerario por haber dicho reprendiendo lo que debía haber
aprendido preguntando. Porque ciertamente tú -¡oh altísimo y próximo, secretísimo y presentísimo,
en quien no hay miembros mayores ni menores, sino que estás todo en todas partes,
sin que te reduzcas a ningún lugar!- no tienes ciertamente tal
figura corporal, no obstante que hayas hecho al hombre a tu imagen y desde la
cabeza a los pies ocupe éste un lugar.
6.
(...) Es verdad que podía sanar creyendo; y de este modo, purificada más la
vista de mi mente, poder dirigirme de algún modo hacia tu verdad, eternamente
estable y bajo ningún aspecto defectible. Mas como suele acontecer al que cayó
en manos de un mal médico, que después recela de entregarse en manos del bueno,
así me sucedía a mí en lo tocante a la salud de mi alma; porque no pudiendo
sanar sino creyendo, por temor de dar en una falsedad, rehusaba ser curado,
resistiéndome a tu tratamiento, tú que has confeccionado la medicina de la fe y
has esparcido sobre las enfermedades del orbe, dándole tanta autoridad y
eficacia.
V,7.
(...) Después, con mano blandísima y misericordiosísima, comenzaste, Señor, a
tratar y componer poco a poco mi corazón y me persuadiste-al considerar cuántas
cosas creía que no había visto ni a cuya formación había asistido, como son
muchas de las que cuentan los libros de los gentiles; cuántas relativas a los
lugares y ciudades que no había
visto;
cuántas referentes a los amigos, a los médicos y a otras clases de hombres que,
si no las creyéramos, no podríamos dar un paso en la vida, y, sobre todo, cuán
inconcusamente creía ser hijo de tales padres, cosa que no podría saber sin dar
fe a lo que me habían dicho-.
VI,9.
Sentía vivísimos deseos de honores, riquezas y matrimonio, y tú te reías de mí.
Y en estos deseos padecía amarguísimos trabajos, siéndome tú tanto más propicio
cuanto menos consentías que hallase dulzura en lo que no eras tú. Ve, Señor, mi
corazón, tú que quisiste que te recordase y confesase esto. Adhiérase ahora a
ti mi alma, a quien libraste de liga tan tenaz de muerte. ¡Qué desgraciada era!
Y tú la punzabas, Señor, en lo más dolorido de la herida, para que, dejadas
todas las cosas, se convirtiese a ti, que estás sobre todas ellas y sin quien
no existiría absolutamente ninguna; se convirtiese a ti, digo, y fuese curada.
¡Qué
miserable era yo entonces y cómo obraste conmigo para que sintiese mi miseria
en aquel día en que-como me preparase a recitar las alabanzas del emperador, en
las que había de mentir mucho, y mintiendo había de ser favorecido de quienes
lo sabían-respiraba anheloso mi corazón con tales preocupaciones y se consumía
con fiebres de pensamientos insanos, cuando al pasar, por una de las calles de
Milán advertí a un mendigo que ya harto, a lo que creo, se chanceaba y
divertía! Yo gemí entonces y hablé con los amigos que me acompañaban sobre los muchos
dolores que nos acarreaban nuestras locuras, porque con todos nuestro empeños, cuáles
eran los que entonces me afligían, no hacía más que arrastrar la carga de mi
infelicidad, aguijoneado por mis apetitos, aumentarla al arrastrarla, para al
fin no conseguir otra cosa que una tranquila alegría, en la que ya nos había
adelantado aquel mendigo y a la que tal vez no llegaríamos nosotros. Porque lo
que éste había conseguido con unas cuantas monedillas de limosna era
exactamente a lo que aspiraba yo por tan trabajosos caminos y rodeos; es a
saber: la alegría de una felicidad temporal.
Cierto que la de aquél no era
alegría verdadera; pero la que yo buscaba con mis ambiciones era aún mucho más
falsa. Y, desde luego, él estaba alegre y yo angustiado, él seguro y yo
temblando.
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