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martes, 7 de agosto de 2018

Capıtulo 2 Qui pluribus Carta Encíclica Qui pluribus del Sumo Pontífice Pío IX sobre la Fe y la Religión


Pío IX

16. Las mayores desgracias vendrán sobre la religión y sobre las naciones, si se cumplieran los deseos de quienes pretenden la separación de la Iglesia y el Estado, y que se rompiera la concordia entre el sacerdocio y el poder civil. Consta, en efecto, que los partidarios de una libertad desenfrenada se estremecen ante la concordia, que fue siempre tan favorable y tan saludable así para la religión como para los pueblos.
17. A otras muchas causas de no escasa gravedad que Nos preocupan y Nos llenan de dolor, deben añadirse ciertas asociaciones o reuniones, las cuales, confederándose con los sectarios de cualquier falsa religión o culto, simulando cierta piedad religiosa pero llenos, a la verdad, del deseo de novedades y de promover sediciones en todas partes, predican toda clase de libertades, promueven perturbaciones contra la Iglesia y el Estado; y tratan de destruir toda autoridad, por muy santa que sea.
1.10. Remedio, la palabra de Dios
18. Con el ánimo, pues, lleno de tristeza, pero enteramente confiados en Aquel que manda a los vientos y calma las tempestades, os escribimos Nos
estas cosas, Venerables Hermanos, para que, armados con el escudo de la fe, peleéis valerosamente las batallas del Señor. A vosotros os toca el mostraros como fuertes murallas, contra toda opinión altanera que se levante contra la ciencia del Señor. Desenvainad la espada espiritual, la palabra de Dios; reciban de vosotros el pan, los que han hambre de justicia. Elegidos para ser cultivadores diligentes en la viña del Señor, trabajad con empeño, todos juntos, en arrancar las malas raíces del campo que os ha sido encomendado, para que, sofocado todo germen de vicio, florezca allí mismo abundante la mies de las virtudes. Abrazad especialmente con paternal afecto a los que se dedican a la ciencia sagrada y a la filosofía exhortadles y guiadles, no sea que, fiándose imprudentemente de sus fuerzas, se aparten del camino de la verdad y sigan la senda de los impíos. Entiendan que Dios es guía de la sabiduría y reformador de los sabios 31, y que es imposible que conozcamos a Dios sino por Dios, que por medio del Verbo enseña a los hombres a conocer a Dios 32. Sólo los soberbios, o más bien los ignorantes, pretenden sujetar a criterio humano los misterios de la fe, que exceden a la capacidad humana, confiando solamente en la razón, que, por condición propia de la humana naturaleza, es débil y enfermiza.
1.11. Los gobernantes y la Iglesia 19. Que también los Príncipes, Nuestros muy amados hijos en Cristo, cooperen con su concurso y actividad para que se tornen realidad Nuestros deseos en pro de la Iglesia y del Estado. Piensen que se les ha dado la autoridad no sólo para el gobierno temporal, sino sobre todo para defender la Iglesia; y que todo cuanto por la Iglesia hagan, redundará en beneficio de su poder y de su tranquilidad; lleguen a persuadirse que han de estimar más la religión que su propio imperio, y que su mayor gloria será, digamos con San León, cuando a su propia corona la mano del Señor venga a añadirles la corona de la fe. Han sido constituidos como padres y tutores de los pueblos; y darán a éstos una paz y una tranquilidad tan verdadera y constante como rica en beneficios, si ponen especial cuidado en conservar la religión de aquel Señor, que tiene escrito en la orla de su vestido: Rey de los reyes y Señor de los que dominan.
20. Y para que todo ello se realice próspera y felizmente, elevemos suplicantes nuestros ojos y manos hacia la Santísimo Virgen María, única que destruyó todas las herejías, que es Nuestra mayor confianza, y hasta toda la razón de Nuestra esperanza 33. Que ella misma con su poderosa intercesión pida el éxito más feliz para Nuestros deseos, consejos y actuación en este peligro tan grave para el pueblo cristiano. Y con humildad supliquemos al Príncipe de los apóstoles Pedro y a su compañero de apostolado Pablo que todos estéis delante de la muralla, a fin de que no se ponga otro fundamento que el que ya se puso. Apoyados en tan dulce esperanza, confiamos que el autor y consumador de la fe, Cristo Jesús, a todos nos ha de consolar en estas tribulaciones tan grandes que han caído sobre nosotros; y en prenda del auxilio divino a vosotros, Venerables Hermanos, y a las ovejas que os están confiadas, de todo corazón, os damos la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, en Santa María la Mayor, en el dıa de la Asunción de la bienaventurada Virgen María, 15 de agosto de 1832, año segundo de Nuestro Pontificado.
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33S. Bernardus Serm. de nat. B.M.V. 7.
31Sap. 7, 15.
32S. Irenaeus, 14, 10.

Capıtulo 2
Qui pluribus
Carta Encíclica
Qui pluribus
del Sumo Pontífice Pío IX
sobre la Fe y la Religión

Venerable Hermano, salud y bendición apostólica” Desde hacía muchos años, ejercíamos el oficio pastoral, lleno de trabajo y cuidados solícitos, juntamente con vosotros, Venerables Hermanos, y nos empeñábamos en apacentar en los montes de Israel, en riberas y pastos ubérrimos la grey a Nos confiada; mas ahora, por la muerte de nuestro esclarecido predecesor, Gregorio XVI, cuya memoria y cuyos gloriosos y eximios hechos grabados en los anales de la Iglesia admirará siempre la posteridad, fuimos elegidos contra toda opinión y pensamiento Nuestro, por designio de la divina Providencia, y no sin gran temor y turbación Nuestra, para el Supremo Pontificado. Siempre se consideraba el peso del ministerio apostólico como una carga pesada, pero en estos tiempos lo es más. De modo que, conociendo nuestra debilidad y considerando los gravísimos problemas del supremo apostolado, sobre todo en circunstancias tan turbulentas como las actuales, Nos habríamos entregado a la tristeza y al llanto, si no hubiéramos puesto toda nuestra esperanza en Dios, Salvador nuestro, que nunca abandona a los que en Él esperan, y que a fin de mostrar la virtud de su poder, echa mano de lo más débil para gobernar su Iglesia, y para que todos caigan más en la cuenta que es Dios mismo quien rige y defiende la Iglesia con su admirable Providencia. Nos sostiene grandemente el consuelo de pensar que tenemos como ayuda en procurar la salvación de las almas, a vosotros, Venerables Hermanos, que, llamados a laborar en una parte de lo que está confiado a Nuestra solicitud, os esforzáis en cumplir con vuestro ministerio y pelear el buen combate con todo cuidado y esmero.

Por lo mismo, apenas hemos sido colocados en la Cátedra del Príncipe de los Apóstoles, sin merecerlo, y recibido el encargo, del mismo Príncipe de los Pastores, de hacer las veces de San Pedro, apacentando y guiando, no sólo corderos, es decir, todo el pueblo cristiano, sino también las ovejas, es decir, los Prelados, nada deseamos tan vivamente como hablaros con el afecto íntimo de caridad. No bien tomamos posesión del Sumo Pontificado, según es costumbre de Nuestros predecesores, en Nuestra Basílica Lateranense, en el acto os enviamos esta carta con la intención de excitar vuestro celo, a fin de que, con mayor vigilancia, esfuerzo y lucha, guardando y velando sobre vuestro rebaño, combatiendo con constancia y fortaleza episcopal al terrible enemigo del género humano, como buenos soldados de Jesucristo, opongáis un firme muro para la defensa de la casa de Israel.
Sabemos, Venerables Hermanos, que en los tiempos calamitosos que vivimos, hombres unidos en perversa sociedad e imbuidos de malsana doctrina, cerrando sus oídos a la verdad, han desencadenado una guerra cruel y temible contra todo lo católico, han esparcido y diseminado entre el pueblo toda clase de errores, brotados de la falsía y de las tinieblas. Nos horroriza y nos duele en el alma considerar los monstruosos errores y los artificios varios que inventan para dañar; las insidias y maquinaciones con que estos enemigos de la luz, estos artífices astutos de la mentira se empeñan en apagar toda piedad, justicia y honestidad; en corromper las costumbres; en conculcar los derechos divinos y humanos, en perturbar la Religión católica y la sociedad civil, hasta, si pudieran arrancarlos de raíz.
Porque sabéis, Venerables Hermanos, que estos enemigos del hombre cristiano, arrebatados de un ímpetu ciego de alocada impiedad, llegan en su temeridad hasta a enseñar en público, sin sentir vergüenza, con audacia inaudita abriendo su boca y blasfemando contra Dios 1 , que son cuentos inventados por los hombres los misterios de nuestra Religión sacrosanta, que la Iglesia va contra el bienestar de la sociedad humana, y que aún se atreven a insultar al mismo Cristo y Señor. Y para reírse con mayor facilidad de los pueblos, engañar a los incautos y arrastrarlos con ellos al error, imaginándose estar ellos solos en el secreto de la prosperidad, se arrogan el nombre de filósofos, como si la filosofía, puesta para investigar la verdad natural, debiera rechazar todo lo que el supremo y clementísima Autor de la naturaleza, Dios, se dignó, por singular beneficio y misericordia, manifestar a los hombres para que consigan la verdadera felicidad.
De allí que, con torcido y falaz argumento, se esfuercen en proclamar la fuerza y excelencia de la razón humana, elevándola por encima de la fe de Cristo, y vociferan con audacia que la fe se opone a la razón humana. Nada tan insensato, ni tan impío, ni tan opuesto a la misma razón pudieron llegar a pensar; porque aun cuando la fe esté sobre la razón, no hay entre ellas oposición ni desacuerdo alguno, por cuanto ambos proceden de la misma fuente de la Verdad eterna e inmutable, Dios Óptimo y Máximo: de tal manera se prestan mutua ayuda, que la recta razón demuestra, confirma y defiende las verdades de la fe; y la fe libra de errores a la razón, y la ilustra, la confirma
y perfecciona con el conocimiento de las verdades divinas.
Con no menor atrevimiento y engaño, Venerables Hermanos, estos enemigos de la revelación, exaltan el humano progreso y, temeraria y sacrílegamente, quisieran enfrentarlo con la Religión católica como si la Religión no fuese obra de Dios sino de los hombres o algún invento filosófico que se perfecciona con métodos humanos. A los que tan miserablemente sueñan condena directamente lo que Tertuliano echaba en cara a los filósofos de su tiempo, que hablaban de un cristianismo platónico, estoico, y dialectico 2.
Y a la verdad, dado que nuestra santísima Religión no fue inventada por la razón humana sino clementísimamente manifestada a los hombres por Dios, se comprende con facilidad que esta Religión ha de sacar su fuerza de la autoridad del mismo Dios, y que, por lo tanto, no puede deducirse de la razón ni perfeccionarse por ella. La razón humana, para que no yerre ni se extravíe en negocio de tanta importancia, debe escrutar con diligencia el hecho de la divina revelación, para que le conste con certeza que Dios ha hablado, y le preste, como dice el Apóstol un razonable obsequio 3.
¿Qui´en puede ignorar que hay que prestar a Dios, cuando habla, una fe plena, y que no hay nada tan conforme a la razón como asentir y adherirse firmemente a lo que conste que Dios que no puede engañarse ni engañar, ha revelado?





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