No
quieras esconderme tu rostro. Muera yo para que no muera y para que lo vea.
6.
Angosta es la casa de mi alma para que vengas a ella: sea ensanchada por ti.
Ruinosa está: repárala. Hay en ella cosas que ofenden tus ojos: lo confieso y
lo sé; pero ¿quién la limpiará o a quién otro clamaré fuera de ti: De los
pecados ocultos líbrame, Señor, y de los ajenos perdona a tu siervo? Creo, por
eso hablo. Tú lo sabes, Señor. ¿Acaso no he confesado
ante ti mis delitos contra mí, ¡oh Dios mío!, y tú has remitido la impiedad de
mi corazón? No quiero contender en juicio contigo, que eres la Verdad, y
no quiero engañarme a mí mismo, para que no se engañe a sí misma mi iniquidad.
No quiero contender en juicio contigo, porque si miras a las iniquidades,
Señor, ¿quién, Señor, subsistirá? VI, 7. Con
todo, permíteme que hable en presencia de tu misericordia, a mí, tierra y
ceniza; permíteme que hable, porque es a tu misericordia, no al hombre, que se
ríe de mí, a quien hablo. Tal vez también tú te reirás de mí; mas vuelto hacia mí,
tendrás compasión de mí.
Y ¿qué es lo que quiero decirte, Señor, sino que no sé de dónde
he venido aquí, me refiero a esta vida mortal o muerte vital? No lo sé.
Mas me recibieron los consuelos de tus misericordias según he oído a mis padres
carnales, del cual y en la cual me formaste en el tiempo, pues yo de mí nada
recuerdo. Me recibieron, digo, los consuelos de la leche humana, de la que ni
mi madre ni mis nodrizas se llenaban los pechos, sino que eras tú quien, por
medio de ellas, me dabas el alimento aquel de la infancia, según tu ordenación
y los tesoros dispuestos por ti hasta en el fondo mismo de las cosas.
Tuyo
era también el que yo no quisiera más de lo que me dabas y que mis nodrizas
quisieran darme lo que tú les dabas, pues era ordenado el afecto con que
querían darme aquello de que abundaban en ti, ya que era un bien para ellas el
recibir yo aquel bien mío de ellas, aunque, realmente, no era de ellas sino
tuyo por medio de ellas, porque de ti proceden, ciertamente,
todos los bienes, ¡oh Dios!, y de ti, Dios mío, proviene toda mi salud.
Todo
esto lo conocí más tarde, cuando me diste voces por medio de los mismos bienes
que me concedías interior y exteriormente. Porque entonces lo único que sabía
era mamar, aquietarme con los halagos, llorar las molestias de mi carne y nada
más.
8.
Después empecé también a reír, primero durmiendo, luego despierto. Esto han
dicho de mí, y lo creo, porque así lo vemos también en otros niños; pues yo, de
estas cosas mías, no tengo el menor recuerdo.
Poco a
poco comencé a darme cuenta dónde estaba y a querer dar a conocer mis deseos a quienes
me los podían satisfacer, aunque realmente no podía, porque aquéllos estaban
dentro y éstos fuera, y por ningún sentido podían entrar en mi alma. Así que
agitaba los miembros y daba voces, signos semejantes a mis deseos, los pocos
que podía y cómo podía, aunque verdaderamente no se les asemejaban. Mas si no era complacido, bien porque no me habían entendido,
bien porque me era dañino, me indignaba: con los mayores, porque no se me
sometían, y con los libres, por no querer ser mis esclavos, y de unos y otros
me vengaba con llorar.
Tales
he conocido que son los niños que yo he podido observar; y que yo fuera tal,
más me lo han dado ellos a entender sin saberlo que no los que criaron
sabiéndolo.
9. Mas
he aquí que mi infancia hace tiempo que murió, no obstante que yo vivo. Mas
dime, Señor, tú que siempre vives y nada muere en ti porque antes del comienzo
de los siglos y antes de todo lo que tiene «antes», existes tú, y eres Dios y
Señor de todas las cosas, y se hallan en ti las causas de todo lo que es
inestable, y permanecen los principios inmutables de todo lo que cambia, y
viven las razones sempiternas de todo lo temporal-, dime a mí, que te lo
suplico, ¡oh Dios mío!, di, misericordioso, a este mísero tuyo; dime, ¿acaso mi infancia vino después de otra edad mía ya muerta?
¿Será ésta aquella que llevé en el vientre de mi madre? Porque también
de ésta se me han hecho algunas indicaciones y yo mismo he visto mujeres
embarazadas.
Y
antes de esto, dulzura mía y Dios mío, ¿qué? ¿Fui yo
algo en alguna parte? Dímelo, porque no tengo quien me lo diga, ni mi padre, ni
mi madre, ni la experiencia de otros, ni mi memoria. ¿Acaso te ríes de mí porque
deseo saber estas cosas y me mandas que te alabe y te confiese por aquello que
he conocido de ti?
10. Te confieso, Señor de cielos y tierra, alabándote por mis
comienzos y mi infancia, de los que no tengo memoria, más que concediste al
hombre conjeturar de sí por otros y que creyese muchas cosas, aun por la simple
autoridad de mujercillas. Porque al menos era entonces, vivía, y ya al
fin de la infancia buscaba con qué dar a los demás a conocer las cosas que yo sentía.
¿De dónde podía venir, en efecto, tal ser viviente, sino de ti,
Señor? ¿Acaso hay algún artífice de sí mismo? ¿Por ventura hay algún otro conducto
por donde corra a nosotros el ser y el vivir, fuera del que tú causas en
nosotros, Señor, en quien el ser y el vivir no son cosa distinta, porque eres
el sumo Ser y el sumo Vivir? Sumo eres, en
efecto, y no te mudas, ni camina por ti el día de hoy, no obstante que por ti
camine, puesto que en ti están, ciertamente, todas estas cosas, y no tendrían camino
por donde pasar si tú no las contuvieras. Y porque tus años no mueren, tus años
son un constante «hoy». ¡Oh, cuántos días nuestros y de nuestros padres han
pasado ya por este tu Hoy y han recibido de él su medida y de alguna manera han
existido, y cuántos pasarán aún y recibirán su medida y existirán de alguna
manera! Mas tú eres uno mismo y todas las cosas del
mañana y más allá, y todas las cosas de ayer y más atrás, en ese Hoy las haces
y en ese Hoy las has hecho.
¿Qué
importa que alguien no entienda estas cosas? Que éste de todos modos se goce
diciendo: ¿Qué es esto? Que éste se goce aun así y desee más hallarte no
indagando que indagando no hallarte.
VII,11.
Escúchame, ¡oh Dios! ¡Ay de los pecados de los hombres!
Y esto lo dice un hombre, y tú te compadeces de él por haberlo hecho, aunque no
el pecado que hay en él.
¿Quién
me recordará el pecado de mi infancia, ya que nadie está delante de ti limpio
de pecado, ni aun el niño cuya vida es de un solo día sobre la tierra? ¿Quién
me lo recordará? ¿Acaso cualquier pequeñito o párvulo de hoy, en quien veo lo
que no recuerdo de mí? ¿Y qué era en lo que yo entonces pecaba? ¿Acaso en
desear con ansia el pecho llorando? Porque si ahora hiciera yo esto, no con el
pecho, sino con la comida propia de mis años, deseándola con tal ansia,
justamente se reirían de mí y sería reprendido. Luego, eran dignas de
reprensión las cosas que yo hacía entonces; mas como no podía entender a quien
me reprendiera, ni la costumbre ni la razón aguantaban que se me reprendiese.
La prueba de ello es que, según vamos creciendo, extirpamos y arrojamos estas
cosas de nosotros, y jamás he visto a un hombre cuerdo que al tratar de limpiar
una cosa arroje lo bueno de ella.
¿Acaso,
aun para aquel tiempo, era bueno pedir llorando lo que no se podía conceder sin
daño, indignarse amargamente las personas libres que no se sometían y aun con
las mayores y hasta con mis propios progenitores y con muchísimos otros, que,
más prudentes, no accedían a las señales de mis caprichos, esforzándome yo, por
hacerles daño con mis golpes, en cuanto podía por no obedecer a mis órdenes, a
las que hubiera sido pernicioso obedecer? ¿De aquí se
sigue que lo que es inocente en los niños es la debilidad de los miembros
infantiles, no el alma de los mismos? Yo vi yo y experimenté cierta vez
a un niño envidioso. Todavía no hablaba y ya miraba pálido y con cara amargada
a otro niño compañero de leche suyo. ¿Quién hay que ignore esto? Dicen que las
madres y nodrizas pueden conjurar estas cosas con no qué remedios. Yo no sé que
se pueda tener por inocencia no aguantar al compañero en la fuente de leche que
mana copiosa y abundante, al [compañero] que está necesitadísimo del mismo
socorro y que con sólo aquel alimento sostiene la vida. Sin embargo se toleran
indulgentemente estas faltas, no porque sean nulas o pequeñas, sino porque se
espera que con el tiempo han de desaparecer. Por lo cual, aunque lo apruebes,
si tales cosas las hallamos en alguno entrado en años, apenas si las podemos
llevar con paciencia.
XI,17.
Siendo todavía niño oí ya hablar de la vida eterna, que
nos está prometida por la humildad de nuestro Señor Dios, que descendió hasta nuestra
soberbia; y fui marcado con el signo de la cruz, y se me dio a gustar su sal
desde el mismo vientre de mi madre, que esperó siempre mucho en ti.
Tú
viste, Señor, cómo cierto día, siendo aún niño, fui presa repentinamente de un
dolor de estómago que me abrasaba y me puso en trance de muerte. Tú viste
también, Dios mío, pues eras ya mi guarda, con qué fervor de espíritu y con qué
fe solicité de la piedad de mi madre y de la madre de todos nosotros, tu
Iglesia el bautismo de tu Cristo, mi Dios y Señor. Se turbó mi madre carnal,
porque me daba a luz con más amor en su casto corazón en tu fe para la vida
eterna; y ya había cuidado, presurosa, de que se me iniciase y purificase con
los sacramentos de la salud, confesándote, ¡oh mi Señor Jesús!, para la
remisión de mis pecados, cuando he aquí que de repente comencé a mejorar. En vista de ello, se difirió, mi purificación, juzgando que
sería imposible que, si vivía, no me volviese a manchar y que el reato de los
delitos cometidos después del bautismo es mucho mayor y más peligroso.
Por
este tiempo creía yo, creía ella y creía toda la casa, excepto sólo mi padre,
quien, sin embargo, no pudo vencer en mí el ascendiente de la piedad materna
para que dejara de creer en Cristo, como él no creía.
Porque mi madre cuidaba solicita de que tú, Dios mío, fueses padre
para mí, más que aquél. En eso tú la ayudabas a triunfar sobre él, a quien servía,
no obstante ser ella mejor, porque en ello te servía a ti, que así lo tienes
mandado.
18.
Mas quisiera saber, Dios mío, te suplico, si tú gustas también de ello, por qué
razón se difirió entonces el que fuera yo bautizado; si fuera para mi bien el
que aflojaran, por decirlo así, las riendas del pecar o si no me las aflojaron.
¿De dónde nace ahora el que de unos y de otros llegue a nuestros oídos de todas
partes: «Déjenle que haga lo que quiera; que todavía no
está bautizado»; sin embargo, que no digamos de la salud del cuerpo: «Dejadle;
que reciba aún más heridas, que todavía no está sano»? dados y los de los míos
se hubieran empleado en poner sobre seguro bajo tu tutela la salud recibida de
mi alma, que tú me hubieses dado!
XIII,20.
¿Cuál era la causa de que yo odiara las letras griegas, en las que siendo niño
era imbuido? No lo sé; y ni aun ahora mismo lo tengo bien claro. En cambio, las
latinas me gustaban con pasión, no las que enseñan los maestros de primaria,
sino las que explican los llamados gramáticos; porque aquellas primeras, en las
que se aprende a leer, a escribir y a contar, no me fueron menos pesadas y
enojosas que las letras griegas.
¿Mas de dónde podía venir aun esto sino del pecado y de la vanidad
de la vida, por ser carne y viento que camina y no vuelve? Porque sin duda que aquellas letras primeras, por cuyo
medio podía llegar, como de hecho ahora puedo, a leer cuanto hay escrito y a
escribir lo que quiero, eran mejores, por ser más útiles, que aquellas otras en
que se me obligaba a retener los errores de no sé qué Eneas, olvidado de mis errores,
y a que llorara a Dido muerta, que se suicidó por amores, en circunstancias que
mientras tanto, yo mismo muriendo a ti en aquellos [amores], con ojos débiles,
toleraba mi extrema miseria.
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