MONS. MARCEL LEFEBVRE
La gira por los lagos del sur estaba llena de
encanto. El gran brazo plateado del Ogooué lo llevaba a Ompomwona «<la
alegría»), donde había fundado una magnífica escuela anexa que contaba con
cincuenta chicos internos. Luego, reservándose para la vuelta el Orombo
Mounédjoué'P' (el «río del pelícano»), frecuentado por los hipopótamos, el
Padre Lefebvre tomaba el Wombolié (el «gran rio»), aunque no siempre era bueno
navegar al final de la tarde, sobre todo cuando estallaba una tormenta. Después
de varias horas, el aire saturado de electricidad se volvía irrespirable. La
noche se extendía de un extremo al otro como una tapa de plomo. Los relámpagos
se sucedían a intervalos cada vez más cortos; fuertes truenos resonaban sobre
las riberas y allí se prolongaban; la onda sonora de uno parecía chocar con la
interminable vibración del otro. El agua no tardaba en salpicar y borbotear,
hasta el punto de no poder distinguir nada en el interior de la embarcación.
Había que proteger la máquina, achicar a brazo partido y atracar lo antes
posible.
En esos casos se pasaba la noche en Nombedouma, para
internarse al día siguiente en la inmensidad del lago Onangué, cuyo mapa de
islas, promontorios y brazos que se adentran en recodos desconocidos, dibujó
Marcel con su propia mano. El viento azotaba los rostros y las olas sacudían el
esquife. En la linde del lago Oghemoué se hacía escala en Inigo, frente a la
Pequeña Sabana. Al día siguiente el Padre llegaba por fin a Ogueewa (olas de
mar que se rompen»: ¿cómo se pueden decir tantas cosas con una sola palabra?
Aquel era el poblado del seminarista Cyriaque Obamba; el jefe catequista,
Thomas Atondo-Dyano, también vivía allí. El Padre supervisaba entonces el
funcionamiento de la escuela anexa y de sus dos internados.
¡Con cuánta impaciencia se esperaba la visita del
misionero! Un emisario la anunciaba anticipadamente, la casa-capilla estaba dispuesta
y el Padre se entregaba a interminables sesiones de confesionario, porque sabía
que aunque el Sacrificio eucarístico y la comunión eran lo esencial, ya que
santificarían los esfuerzos y fortificarían los compromisos del matrimonio, sin
embargo los demás sacramentos estaban ahí para preparar las almas. ¡Con qué
cuidado aplicaba ese principio primordial de su pastoral! ¡Con qué alegría veía
la transformación progresiva de las almas por la gracia de la Santa Misa, para
la cual habían sido bien preparadas! El mismo poblado se transformaba
espiritualmente, «pero también física, social y políticamente.
El viaje acababa con una visita al lago Ezanga, y el
regreso se hacía bajo la mirada de los pelícanos, que retozaban en lo alto de
los árboles que bordeaban la orilla; la barca estaba de nuevo en el Ogooué.
Es ahí donde un día de octubre de 1945 los chicos
que le acompañaban le dijeron:
-¡Padre, se acerca una piragua, por allí abajo!
-¡Efectivamente!
-¡Ah, Padre, es una piragua de la Misión!
-¿De la Misión? ¿Para qué? ¿Qué pasa? ¿Qué vienen a
hacer? ¿Hay novedades?
-¡Sí, seguro, es una piragua de la Misión, seguro!
En efecto, la piragua se dirigía hacia ellos y se les fue acercando cada vez
más hasta ponerse a su lado:
-Padre -dijo el mensajero-, acaba de llegar una
carta urgente para usted; aquí tiene.
El correo venía de París, y el sobre tenía la letra
del Superior General.
La abrió y la leyó: lo llamaban de nuevo a Francia.
Llamado a Francia La misiva, una carta muy breve de
Monseñor Le Hunsec, decía con suma delicadeza:
“El Superior General de los Padres del Espíritu
Santo [ ... ] desearía que el Padre Lefebvre volviese a Francia. Quiere contar
con sus servicios en nuestro Escolasticado de filosofía”.
Marcel Lefebvre diría más tarde:
Esa pequeña carta me desgarró el corazón. En ese
momento se me llenaron los ojos de lágrimas. Los indígenas se dieron cuenta,
pero no demasiado.
Sólo un misionero puede comprender ese
desgarramiento: haber entregado su sudor y su corazón a una tierra lejana, a
las almas, haberse hecho fang con los fang y galoa con los galoa, y tener que
dejado todo ahora para regresar a Francia, adonde ya no se quería volver, era
duro, durísimol.
Sin embargo, enseguida el Padre Marcel se repuso y
pronunció su fiat. El Superior General sólo expresaba un deseo, pero Monseñor
Tardy ratificó que era una intención firme: en el próximo capítulo, el Padre
Lefebvre iba a ser designado «Superior de la comunidad y Rector del
Escolasticado de filosofía» de Mortain; se solicitaba su aceptación. Y él
obedeció.
La obediencia -diría luego- es siempre algo bueno;
volví contento pensando que sólo cumplía con mi deber.
Había tomado la resolución de no tratar de averiguar
por qué mis Superiores me trasladaban aquí o allá... y ponerme a trabajar dondequiera
que fuese, sin complejos, sin pesares ni añoranzas por el puesto que acababa de
dejar.
Además, que sea lo que Dios quiera. Se vive con el
propio temperamento y carácter, según la propia formación, y Dios da la gracia
de estado para cumplir el cargo que se nos confía.
Trabajamos bajo la mirada de Dios, [...] no para
realizar nuestros propios planes, sino para poder salvar almas y hacerles
bien!".
Transmitió las consignas a su sucesor, el Padre
Neyrand, regaló su fusil a Henri Ngome, el catequista, alguna ropa a su
ayudante Pierre-Paul, y se despidió de la Misión y de la escuela de las
Hermanas. Los chicos lloraban, y él no acertó a decir más que la exclamación
«¡Dios mío!» en lengua galoa. Los fieles, con lágrimas en los ojos, no querían
dejarlo partir; llegaron incluso a hacer una colecta para enviar telegramas a
Libreville.
«Yo no favorecí esta gestión -aclararía Monseñor
Lefebvre porque rechazar un cambio de puesto y movilizar a los feligreses para
que presenten una súplica es escandalosos, Monseñor Tardy respondió simplemente
que si Lambaréné tenía necesidad del Padre Lefebvre, la Iglesia tenía necesidad
de él para un servicio mayor El barco fluvial llevó al Padre Marcel por el río
abajo hasta Pon-Gentil, donde esperó durante ocho días, en la Misión dirigida
por el Padre Henri Clémenr, el siguiente barco para Libreville.
En Santa María se despidió de su Obispo, de su
hermano el Padre René, y voló en uno de los aviones militares que repatriaban a
los europeos ancianos o enfermos, un pequeño avión que hizo escala en Douala,
en Kan o , al norte de Nigeria, y luego en Argel. En París, Monseñor Le Hunsec
lo recibió paternalmente en la calle Lhomond y después lo envió al Padre
Provincial:
-Vaya a ver al Padre Laurent -le dijo-: él es el
culpable, fue él quien lo reclamól.
LA BATALLA DE NORMANDIA
CAPÍTULO 7
La batalla de
Mortain (1945-1947)
Desde 1943, la administración de la provincia
espiritana de Francia había dejado la calle Lhomond, separándose de la Casa
General conforme al deseo del Capítulo General de 1938, y se había establecido
en la calle Pirineos num. 393, al norte de París. Allí residía, desde el 6 de
junio de 1944, el mismo día del desembarco aliado en Normandía, el Padre Émile
Laurent, que había sucedido al extenuado Padre Aloyse Aman. Un nuevo hombre
tendría que afrontar una nueva situación.
Después de haber sido compañero y amigo de Seminario
y de Noviciado de Marcel Lefebvre, Émile Laurent se había convertido en
profesor del Seminario Menor de Camerún, y luego Padre repetidor en Santa
Chiara; el 8 de octubre de 1940, tras la partición de Francia en dos zonas, fue
llamado a la dirección del Escolasticado" que reagrupaba en Cellule,
Puyde-Dóme, en zona libre, a unos 50 estudiantes no movilizados o ya
liberados", Los dos Escolasticados de Chevilly y de Mortain habían sido
requisados desde 1939. Sin embargo, los teólogos pudieron recuperar Chevilly en
junio de 1944. En cambio, los filósofos de Mortain refugiados en Langonnet, en
Bretaña, permanecieron allí hasta el final de la guerra. A pesar de ver
reducidos sus efectivos, las casas de formación habían podido proseguir su
labor y suministrar más de cien jóvenes sacerdotes misioneros",
La liberación de Francia supuso, en 1945, el regreso
de los soldados desmovilizados y de los prisioneros liberados, que vinieron así
a unirse a los escolásticos en curso de formación y a los jóvenes profesos que
salían del Noviciado. Había que hacer frente a este gran aumento del número de
estudiantes. Ahora bien, en Francia, era sobre todo Mortain la que había
sufrido los desastres de la guerra. El Padre Laurent encontró «al hombre
fuerte», organizador y de doctrina segura, en la persona de su amigo el Padre
Marcel Lefebvre. «Pidió a toda costas" a Monseñor Tardy que se lo cediese,
y, habiéndolo conseguido a fuerza de insistir, pudo hacer que lo nombraran en
el difícil puesto de Rector del Escolasticado de filosofía, que acababa de
volver a los muros de la abadía Blanca de Mortain.
1. Nuestra Señora
la Blanca en la batalla de Normandía
La Abadía Blanca
Fundada en Savigny en el año 1112 por Adelina,
hermana del ermitaño Vital, la abadía Blanca había sido reconstruida en 1151 en
el más puro estilo cisterciense. Convertida en Seminario Menor después de la
Revolución, vio cómo se edificaban, junto a la iglesia abacial y el claustro
subsistente, dos altos y estrechos edificios de granito gris que por detrás
daban sobre un solemne patio de honor.
Vaciada de sus alumnos por la separación de 1906, la
casa se puso finalmente a disposición de los Padres del Espíritu Santo en 1923.
El Escolasticado de filosofía se estableció en ella,
agrupando en dos o tres años" a los candidatos misioneros que habían
acabado su noviciado y comenzaban sus estudios eclesiásticos. Convertida en
hospital militar en 1939, la abadía, abandonada por sus alumnos, fue ocupada
desde el verano de 1940 por el ejército alemán.
La batalla de
Mortain (14 de agosto de 1944)
El 7 de junio de 1944, al día siguiente del
desembarco, la abadía Blanca se transformó en lazareto y acogió, desde el 8, a
los heridos alemanes de los primeros combates. Inmensas cruces rojas pintadas
sobre los techos de la abadía y de los hospitales parecían implorar del cielo
la protección del pueblo", Mientras Patton incursionaba en Avranches, el
primer ejército norteamericano avanzaba hacia el este sobre Mortain. El 3 de
agosto los alemanes evacuaron el pueblo, y a la madrugada los habitantes
creyeron poder lanzar un suspiro de alivio. Pero, por desgracia, la retirada
alemana tras la cota 314, al este, no era más que la organización de una contraofensiva
decidida por el Führer, que fue precedida el 5 de agosto por un bombardeo aéreo
del pueblo a las once de la noche. Los habitantes huyeron de Mortain en llamas.
A la noche siguiente las Panzerdivisionen del General Hausser se dirigieron al
oeste, para cortar a Patton la retaguardia. Los alemanes volvieron a ocupar
Mortain.
Ahora bien, en la mañana del 7, las escuadrillas de
T yphoons de la Royal Air Force atacaron en vuelo rasante y destruyeron con sorprendente
precisión la tercera parte de los blindados que los alemanes habían introducido
en la zona. En las proximidades de la abadía Blanca los norteamericanos
lograron mantener sus posiciones, bajo el fuego constante de las armas
automáticas, de los carros y de la artillería de los enemigos. Habían logrado
romper el empuje de los Panzer.
Siguieron algunos combates furiosos, pero el 11 de
agosto un
magistral movimiento de pinzas amenazó con rodear a
los alemanes entre Falaise y Alencon: el Mariscal Von Kluge tuvo que dar la orden
de retirada.
De Mortain, destruida en un 80 por ciento, no
quedaba más
que un campo de ruinas por encima del cual se
levantaba intacta la silueta de la colegiata Saint-Évroult, con su elevada
torre de techo a dos aguas, como una señal de esperanza.
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